miércoles, 23 de diciembre de 2009

La noche antes de navidad.


Era la noche antes de navidad y el viento frio recorría las calles que dormían quietas debajo de la sábana blanca. Desde el occidente vino desgarrador el aullido de un lobo solitario, rompiendo la noche que la luna mordida iluminaba. Los tejados hacían de espejo a la durmiente del cielo, asomada entre girones de nubes oscuras que cabalgaban en silencio. Una figura alta reptaba entre las sombras y con leves pasos sin huella llegó hasta la entrada.
De pronto sonó como si alguien llamase levemente a la puerta ( *) y una candela se encendió en el interior de la casa. Desde la segunda planta danzaba por entre las ventanas envueltas en visillos, hasta desaparecer un instante, en el cual, el sonido de los peldaños de la escalera tomó protagonismo y fueron las rendijas de la puerta quienes avisaron de su presencia en la planta baja. Los goznes de la vieja puerta resonaron en la noche quieta y la luz corrió a alumbrar la nieve que dormía en el jardín.

Ernest miró hacia un lado, luego hacia el contario, se asomó a la noche haciendo crujir la nieve. Nadie.

-¿Hay alguien ahí?

Tan solo el silencio contestó la pregunta haciendo silbar al viento.

-Paparruchas, dijo para sí y cerrando la puerta, extinguió la luz que iluminaba la entrada.

Ernest subió despacio las escaleras apoyándose en la balaustrada fría y avanzando por el pasillo alargado llegó hasta la alcoba donde la cama abría sus brazos. Con un leve soplido asesinó la llama del farol y tras unos momentos oscuros, volvió a reinar la luna que entraba de puntillas por la ventana de la habitación. Ernest cerró los ojos y se arrebujó entre las mantas buscando el calor entre el tacto de las sábanas.

- No puedes esconderte…

Una voz grave resonó entre las paredes haciendo abrir de par en par los ojos a Ernest . Como el viento frio de la noche meciendo las ramas de un árbol, así temblaba la mano que asiendo el fósforo encendió la candela. Un haz de luz hizo cobrar vida a las sombras de los muebles que la luna dibujaba y con la mirada atenta pudo ver que nuevamente no había nadie allí.


-No creo en los fantasmas, a si que, sal de donde te escondes, voz del averno- grito a las sombras alargadas que proyectaba la vela por el cuarto.

Tras unos segundos de silencio de fosa, otra vez la voz resonó poderosa.

-Si no crees, ¿por qué los mentas? -Y su risa llenó la estancia.

-No tiene gracia ninguna y si no se marcha, llamaré a la policía-

-¿Eso es lo que quieres? – Dijo la voz- Llama, y veremos como, si acaso vienen, se ríen de ti, viejo loco.

-¿Quién eres? Sal y muéstrate para que te vea, voz del infierno.

-No puedo mostrarme, pero tú ya sabes quién soy.

-Mientes…

-¡Calla necio! Me conoces y sabes de mí, pero hace tiempo que no escuchas. Quizá ya no escuches a nadie más que a tu propia opinión de las cosas y aun así sabes que mi silencio no te da la razón.

-¿Qué quieres de mí? Y su voz desencajada se quebró por el miedo.

-Ya lo sabes. Guarda silencio y escucha tu temor:


Voy a relatarte todo aquello a lo que cierras los ojos durante el día, en ese mundo que has fabricado a tu imagen y semejanza egoísta. Ese mundo que gira en torno al eje hipócrita que da vueltas sobre los mismos momentos que atesoras en la inventada memoria. Tus sueños te traicionan al hacer defección tú de ellos, cuando al alcance de la mano los tienes. Todas esas palabras que nacen y nunca ven la luz amable del día, poco a poco van haciendo mella en los que te rodean y uno a uno aparta la vista de tus pocas sonrisas y demasiado orgullo adusto. Tú no lo ves, pero en la tierra mortal viven personas que se acercan a tu puerta cerrada y claman amor. Todo ese amor que dejas morir en la alacena que espera a los que nunca vendrán a recogerlo, pues tu mismo los echaste para siempre de tu vida solitaria.
Una tarde me olvidaste en aquel banco de la alameda, ¿te acuerdas? Fue hace mucho tiempo cuando eras joven y tenias sueños. Desde luego, pero ahora bloqueas esos sentimientos antes de que florezcan en la memoria. Crees que sentado en tu trono de dinero eres más respetado que el resto. Qué tan solo somos lo que podemos comprar, pues todo tiene precio.
Tú, como el mundo superficial en el que habitas, miras con indiferencia las flores que crecen silvestres, los rayos de sol que doran las tardes generosas. La mar azul que se amolda a los barcos que navegan libres por su seno cambiante. Desprecias el garabato de un niño que dibuja sentado en el suelo, como te irritan las sonrisas y los jolgorios de juegos que, ajenos a lo material, suceden en el parque. Todo lo gratis, lo intangible, lo iluso, es para ti azufre y sal que recorren el cuerpo llagado por la avaricia. ¿Cuándo fue la última vez que regalaste?

-Basta. Eso no soy yo. El mundo es así. Yo no puedo cambiarlo, tan solo me adapto. En estas fechas siempre regalo, mira las facturas que guardo en la cartera. Allí están todos los regalos que he hecho y son muchos los que se benefician de mi generosidad…

-¿Ves lo que digo? Levantas un muro de auto condescendencia, observas tu ombligo con adoración y culpas a los que no son tú: ser perfecto y generoso. Mientes cuando hablas y en tu boca la palabra generosidad es hedionda y austera. Colonia, flores, ropa de cama, juguetes de moda. Eso es lo que regalas, éste y todos los años, en permutaciones ordenadas. Desconoces los deseos de los regalados, porque no tienes tiempo de buscar en tu alma un momento para los demás. La observación de los que no son tú. Las preguntas que se harán, los miedos que los acosan, las necesidades de abrazo, el calor de la conversación desinteresada.
Puedes recitar sus usos y costumbres, pero estás ciego para lo que acontece dentro de la piel, todo aquello que mueve la fibra sensible, lo que les hace llorar. Para ti las lágrimas son solo los síntomas débiles del mundo. Ese mundo bárbaro y despiadado de letras de cambio y billetes de banco. De Cheques al portador, hipotecas, obligaciones y tesoros en acciones. Berlinas, yates y casas de campo, vacaciones en paraísos, solo para unos pocos, pues cuanto menos hay de algo más valioso ha de ser. Y sin embargo se devalúan en tu mundo los sentimientos, cada vez más escasos. Cada vez más raros. Por eso, el triunfador está solo en su montaña solitaria. Ha perdido el contacto con el mundo y el de aquellos a los que llama familia. ¿Cuánto tiempo dedicas a interactuar con ellos? Las sobras de tu jornada laboral interminable, un domingo perdido que no hace tiempo para jugar al golf ni al tenis en sociedad. Todo está bajo control. Preciso, como el reloj suizo de tu muñeca y delimitado, como las horas que son marcadas por sus agujas de acero.


Ya no le importas a nadie. Solo eres la parte prescindible del dinero que amasaste en la vida.




El ruido de la alarma al reiniciarse lo despertó. Abrió los ojos asustado y vio como parpadeaban los dígitos del despertador de la mesilla. La luz de la mañana entraba a borbotones por la ventana tiñendo de color la estancia. Con el sudor frio bajando por la espalda se introdujo en la cabina de la ducha y programó una relajante cercana a los 37º que finalizaría a 22º para desentumecer y vigorizar los músculos. El albornoz con sus iniciales bordadas le recibió tibio y tras el vaho del espejo admiró su rostro juvenil a pesar de los años. Una a una fue aderezando su cuerpo con las prendas de su ropero: ropa interior de seda, camisa y corbata italianas, traje de confección inglesa a medida, zapatos castellanos y unas gotas de perfume francés sobre el cuello. En el garaje le esperaba dormido el vehículo del anuncio de televisión pero retocado en exclusividad para él, como todo. Al accionar la llave del mando a distancia los intermitentes relampaguearon salpicando con su luz anaranjada las paredes blancas, y Cuando a punto estaba de acomodarse en el asiento del conductor, una voz le habló congelando su respiración.

-No.Te equivocas. Sigo aquí y permaneceré en la sombra;reflejándome en el espejo que sólo tú puedes ver. Acudiendo a tus actos hipócritas. Pero ya no volverás a ser el mismo porque voy a coronarte con mi presencia incómoda.



Y la risa histérica dio paso al rugir del motor de doce cilindros en v, mientras la luz de la mañana entraba por la puerta levadiza de la estancia.

(*) by E.A.Poe.


Por el lobo que camina.

**Homenaje a CH. Dickens, por el lobo.

jueves, 17 de diciembre de 2009

Cuentame la guerra.



El niño se adentro en la alacena furtivamente y a oscuras acarició el objeto de su deseo. Su pequeña mano se deslizó por el frio metal hasta llegar al cerrojo, luego pasó la palma suave por la vieja madera oscurecida de la culata y cuando iba a empuñar el arma, la luz se encendió dando vida a los objetos que yacían en estanterías y suelo. El corazón acelerado por la emoción prohibida descarrilo, haciendo que la sangre dejara de acudir a los vasos sanguíneos y un ligero rielar de rodillas indicó, a la figura seria de la puerta, la proximidad de las lágrimas.
Asiendo de la mano y sin mediar palabra Tomás Lobo condujo a su nieto al pórtico de la casa, donde el sol apuntaba con sus rigores de estío al medio día. Ambos se sentaron en la fría piedra de un poyo protegidos por la sombra, que el balcón de la casa ofrecía. De una caja metálica, Tomás extrajo la picadura de ocres hojas de tabaco que su amigo holandés traía de estraperlo de allende los mares. La habilidad de la costumbre hacía que pudiera llenar la vieja pipa, sujeta a la mano de estribor, sin apenas mirarse aquellas manos ajadas que dejaban entrever una vida llena de trabajo y esfuerzo. Tomás se colocó la pipa en la boca y sacando un fósforo la encendió aspirando profundamente.

-¿sabes hijo? Debí deshacerme de ese viejo fusil hace años…

El humo de una bocanada voló por aire tórrido de la tarde formando un círculo perfecto que Damián siguió con la mirada hasta desintegrarse.

-yo…Yayo yo, solo quería…

-Ya hijo, lo sé. Esos chismes tienen atracción para vosotros, además con esa condenada caja tonta, que no hace más que mostraros a todas horas los usos violentos que los hombres hacen de ellas, no me extraña que acudieras a su reclamo.- bajando la mirada certera hasta encontrar los ojos acuosos del niño, sonrió levemente, luego clavó los ojos en el horizonte nuevamente y continuó hablando.

-Esos trastos no son nada buenos, ¿sabes? Cuando yo era niño, mi padre dejaba que tras las batidas de caza, limpiara la escopeta. Era un arma italiana de dos cañones, tal alta como yo por aquel entonces, algo así, como te pasa a ti con ese viejo trasto. Yo los veía cada domingo partir antes del alba con las realas de perros aullando, embutidos en abrigos, botas altas y gorros con orejeras. De haber podido entonces, habría ido con ellos a la gran aventura de la caza, por esos montes llenos de alimañas feroces que en los cuentos la abuela me contaba. No tu abuela, Damián, si no la mía, esa señora seria del cuadro de la sala.
Por aquel entonces yo jugaba a la conquista de España, que Don Severino el maestro, nos narraba en los días que el trabajo en el campo nos permitía ir. Modernos Mío Cid que escopeta en mano acaban con los moros, descreídos de Dios.

-Abuelo, ¿tú has disparado mucho la escopeta?

-Si, hijo, quizá demasiado. Pero deja que te siga hablando de aquellos días. Con el primer bigote pude acompañar a los hombres en las batidas, para llevar la bota y el almuerzo que nos preparaba la abuela antes de que nadie en la caso estuviera levantado. Yo bajaba en silencio y la ayudaba o simplemente me quedaba mirando cómo se multiplicaban sus manos sobre fogones sartenes y perolas. Ese día descubrí que la aventura que mi mente había imaginado, no era del todo agradable. Tras largas horas de avanzar penosamente por los bosques, ascendiendo collados para luego bajar y subirlos de nuevo y llegar a los solitarios puestos de caza, donde se te entumece el cuerpo y luego de la espera, ni siquiera saber si la presa que los perros azuzan pasará por allí. Ese día tuve suerte y el tío Aurelio junto al que me quedé, abatió una jabalina enorme.
La bestia corría desesperada entre los helechos hasta que la escopeta furiosa descerrajó dos tiros a bocajarro. Aun veo la cara peluda de sorpresa de aquel pobre bicho y como tras un chillido atroz que me heló la sangre, cayó desplomada sobre el frio barro. Detrás de ella iban tres pequeños rayones, ¿sabes? los cerditos salvajes cuando son crías tienen unas franjas oscuras en el lomo que los camufla con el entrono, por eso se les llama así. Tú tío que se presumía contento me miró pálido y cari acontecida no pudo más que confirmar la muerte del animal.

-Esto no está bien, Tomás, no está nada bien. – me dijo moviendo la cabeza a ambos lados.
Pero hubo suerte y entre los dos pudimos capturar las asustadas crías que pegados a la ensangrentada madre no paraban de chillar.

-.Aquellos rayones crecieron en el establo junto a las bestias y tu abuela, el tío y yo cuidamos de ellos. Para entonces, nos seguían como si fueran otro más de los perros. Muchos de los niños de la aldea, sé que nos tenían envidia por ello. Juancho, y lupita sobrevivieron al primer invierno y se hicieron fuertes y habilidosos. No había mejor guardián que ellos en toda la comarca y además encontraban sabrosas trufas para nosotros; un manjar que en la época solo estaba al alcance de los señoritos de ciudad a los que nosotros se las vendíamos a precio de oro. Ellos, mis amigos peludos, tuvieron la culpa de que yo aborrezca tanto las monterías. Aun puedo oír aquellos lamentos, ¿sabes Damián?

-Yo no quiero ser cazador yayo- dijo el niño muy serio- yo quiero ser soldado para ir a la guerra.

-Claro hijo, como todos los niños. Jugar a la guerra que se termina sola, sin muertos, ni el horror de que viene después.

La guerra hijo, es la peor de todas las cosas. Es lo más parecido al infierno que los curas predican los domingos en el púlpito. Un lugar oscuro y frio donde los hombres dejan de serlo y se convierten en demonios, peores que las alimañas para el sembrado.

-¿Abuelo tú fuiste a la guerra?-el niño lo miraba con ojos chispeantes y ávidos de saber

-Si hijo mío, si. Estuve en la peor de todas: la que se celebra entre hermanos. Entre hijos y padres. Vecinos contra vecinos. Una guerra de fanáticas envidias, donde los buenos se confunden con los malos hasta el sub realismo, porque ninguna idea que mata es buena.
La guerra es hambre para el que lucha, es miseria y muerte. Roba a los hombres lo único que tienen: la vida, para enriquecer a uno pocos. En la guerra solo luchan los pobres y los enfermos de sangre, que creen en las mentiras que los promotores de guante blanco fabrican, a sabiendas de que ellos gobernaran el caos que acontecerá después. A algunos les sorprende sin querer y se ven abocados a luchar a la fuerza a riesgo de que lo maten los partidarios de uno u otro bando. Porque, hijo, lo peor que puede hacerse si llega la guerra es permanecer neutral. Se ha de pertenecer por fuerza a un bando y sin embargo los países que permanecen pacíficos se hacen ricos.
Cuando estalló la guerra, los que pudieron y tuvieron medio para hacerlo, viajaron al extranjero con los bienes que pudieron sacar del país. Los pobres no teníamos más remedio que quedarnos, amarrados al terruño que nos vio nacer. Los más aguerridos no tardaron en hacerse voluntarios e incluso llegaron idealistas de otros países a combatir no sé qué doctrina. Yo nunca agradeceré suficiente a la abuela que me ensañara a cocinar. ¿Sabes? Al principio todos me tenían por un ser extraño y afeminado siempre enfrascado en los libros de mar y viajes, incluso los mozos del pueblo, pero al llamarnos a filas, ellos portaron fusiles como el de la alacena y yo, tu abuelo, las perolas y el cucharon de madera. En la guerra se ha de comer y posiblemente el soldado sea el que más hambre pase de todos, sobre todo si está en el bando perdedor. En la cocina uno aprende a ver la verdadera naturaleza de los hombres. Hay algunos que tienen el corazón oscuro como la noche, hijo, y sin embargo hay otros que pasando ellos hambre, comparten generosamente lo que tienen sin atesorar para el mañana su riqueza, pero esa nobleza no la da la guerra, sino que la roba.
Lejos de los brillantes uniformes y medallas, de los desfiles y la arenga general, la guerra, es oscuridad. La guerra transforma todo lo bueno que somos y lo podríamos llegar a ser en maldad y egoísmo. Lejos de banderas en el frente se combate por y para sobrevivir un día más. Para poder ver de nuevo a los seres queridos. Es allí donde uno aprende a apreciar el abrazo de los amigos, el calor tierno de las miradas de aquellos que nos aman. El vuelo de una paloma, la gota de lluvia que moja despacio la tierra. Uno ve la vida como algo vivo realmente, algo que se mueve dentro de nosotros y nos empuja al abrazo.

-Entonces yayo, ¿tú no has matado en la guerra?

No hijo. Ni una sola bala ha salido nunca de ese fusil para matar a nadie. Con él cazaba animales en los bosques y así poder sobrevivir; pues el rancho que los altos jefes dan a los soldados, hijo, es la peor de las comidas. La más pobre de las recompensas a quienes darán su vida. Mientras ellos en su reservado comedor beben y engordan, en el frente se pasa hambre y sed. Pero el abuelo hacía sopas de raíces, estofado de cualquier animal condimentado con cualquier clase de hierba aromática que pudiera recoger en las cercanías, pues en la guerra uno come lo que puede sin pensar en nada más. El espliego, el tomillo, la hierba buena… Pero a pesar de no haber disparado nunca contra un ser humano, hijo, he mirado de cerca a la muerte.
Por las mañanas antes de los combates, veía reír a los hombres y bromear, pero a las noches, si miraba con atención, ya no veía los mismos rostros alegres. Muchas de esas caras desaparecían para siempre, y otras nuevas las sustituían. En los días sin batallas, había momentos que alguien recordaba alguna anécdota divertida y todos reíamos hasta caer en la cuenta que los protagonistas ya nunca más volverían de la guerra. Eso, hijo, es lo más duro. Es lo que nos quita la guerra. Al hermano, al amigo, al desconocido que sería nuestro camarada de no mediar las fronteras inventadas que nos separan. Nos priva de la felicidad de la risa, de la naturalidad sembrando caras serias y pena.
Aquellos que han regresado de la guerra, en cualquiera de ellas, en cualquiera de los bandos, jamás vuelve a empuñar un arma contra un semejante. Cuando uno ha vivido la miseria, ya no quiere regresar a sus garras y cuando habla de esos días, no habla de héroes ni pedestales. No habla de lo que los libros cuentan como anécdota repleta de cifras y mapas. No. Ellos hablan de carne y huesos fracturados, de frio, de dolor, de olor a sangre coagulada, pero sobre todo de olor a miedo. Ellos cuentan lo que sus ojos callan, pues lo que uno tiene que ver en la guerra, a veces es motivo de los peores sueños, que regresan en cada uno de los días que se habrá de vivir. Los sueños que adelgazan el espíritu.

-Abuelo lo que cuentas es triste y me da miedo…
Abuelo, dime ¿tu ganaste la guerra?

-Claro hijo. Todo el que sobrevive para contarlo gana la guerra. Independientemente de si está o no en el bando vencedor. De los nuestros, hijo, solo tu Tío y yo salimos vivos. Después de la guerra, cuando los cañones cesan y las bombas callan, deviene la otra guerra: la del odio. Porque los que vencen, vengan muertos en los que quedan vivos. Vienen las envidias, los robos, porque son muchos los cobardes que se hacen ricos a expensas de la vida de otros. De trabajar, hijo, pocos son los que se hacen ricos y la guerra es la forma más rápida de hacerse rico si se es el vencedor. El perdedor no tiene derechos, ni bienes, ni honra.
Nosotros cuando fuimos liberados después de reconstruir con nuestras vidas lo que ellos habían roto con sus bombas, vinimos al mar y no hicimos pescadores. Siempre hay barcos para los marineros y todos necesitan cocinero. Al principio tu tío yo nos embarcábamos juntos, pero las miserias que la guerra siembra en los hombres, pronto me privo de mi única familia. Una mañana amaneció frio. No le mataron las balas pero con el tiempo le alcanzaron aquellas que dañan sin que se vea la sangre.

-Abuelo, creo que ya no quiero ser soldado. Ya no quiero ir a la guerra, debe ser un sitio sucio y demasiado triste…

Tomás no se lo dijo, pero esas palabras causaron honda impresión y una lágrima afloró a sus glaucos ojos.

-Me alegro hijo, me alegro. ¿Sabes una cosa? La mar es mucho más hermosa, ven vamos a ver lo que hace y si quieres, te contaré historias mucho más divertidas que las que hablan de soldados.


Levantándose de la piedra, abuelo y nieto caminaron por las calles estrechas que bajan al puerto, donde a la orilla de la mar esperaba inquieta una vieja dorna pintada de azul y blanco: La odisea. Y en ella subidos olvidaron la vieja arma que desde entonces ya no cuelga de la viga de la alacena, sino que lo hace vigilada por erizos, rayas y caballitos de mar encima de alguna roca de las que pueblan los fondos de la mar.


Por el lobo que camina.

viernes, 4 de diciembre de 2009

Flor de suburbio



Aquel halcón, volaba tras las palomas en un cielo de horizontes de asfalto, sorteando los edificios con maestría, mientras un sol tímido, bañaba su estilizado cuerpo, convirtiéndolo en una flecha dorada.
Berenice, que contemplaba absorta la escena, apuró el desayuno guardándose la manzana en el bolsillo de la trenca y con un portazo roto, abandonó la casa. Bajó al trote las escaleras con la mente perdida y los ojos puestos en los escalones de desgastadas baldosas blancas, que morían en un portal desvencijado y sucio donde la puerta de entrada jamás era cerrada. El aire frio de la mañana, hizo que su menudo cuerpo, temblase dentro de la prenda de abrigo como una hoja de otoño, y ajena a la estampa desoladora de aquel barrio obrero, caminó hasta la parada del sub-urbano donde un tren la alejaría de allí.
De camino, vio las sombras de gente sin alma, que se zambullen cada noche, en los laberintos del mundo de la muerte lenta, administrada por vía nasal. Vio las caras adustas sin esperanza, de aquellos que construyen los mundos de la opulencia lujosa, a la que jamás tendrán acceso. Vio las vidas nuevas, abocadas a la marginalidad, que correteaban descalzas detrás de su progenitora, que tirando de un destartalado carrito de niño, iba siguiendo a distancia a su hombre cabizbaja. Vio al alegre barrendero, cuya cara surcada por penalidades y amargura, jamás se permitía un solo momento de tristeza manifiesta; quizá soñando con los mundos imposibles para él. Vio al guardián de los supermercados de la anestesia administrada por vías respiratoria y venosa, alerta ante la posible presencia de la bofia, a cambio de un poco de mercancía gratis. Vio a las madres resignadas a convivir con el mundo infame, llevar a sus hijos al colegio salvador, que los haga huir de la miseria en alas de un título universitario, en lugar de convertirse en otra pieza más de la marginalidad.
De niña, mientras las demás amigas jugaban en el patio salpicado de jeringuillas y adoquines rotos, ella leía en los libros, las vidas de otras niñas con más suerte, que jugaban en casa victorianas supervisadas por ayas benevolentes. Leía las vidas de escritores salidos del arroyo de la vida, que con un golpe de suerte, se convirtieron en un rio grande y navegable. Leía claramente reflejado en los ojos de su madre lo que no quería ser, al tiempo que olía en el aliento de su padre, todos los peligros que encerraba el mundo despiadado, al que por desgracia le había tocado pertenecer.
Los ánimos que le dispensaron sus progenitores, al principio, cuando orgullosos veían las notas escolares, fueron diluyéndose a medida que progresaba en los estudios y las facturas de la educación se hacían más y más grandes. Pronto tuvo que recurrir a trabajos varios para gente adinerada, mal remunerados .Al principio, sólo en los periodos de vacacionales; luego, a jornada partida o nocturna, que al llegar a la universidad, hicieron que sus más que notables calificaciones pasaran a ser solo aceptables, asegurando la beca del estado, casi por casualidad.
Las horas de estudio que sus trabajos la dejaban, eran realizadas en la biblioteca pública, si había suerte, o en la línea circular del sub-urbano, si no, cuyo revisor la agasajaba con chocolate caliente y sonrisas cariñosas, además de amables.
No hubo tiempo para más, No se podía permitir, como sus conocidos, el asueto y la diversión propios de la adolescencia. Ni novios esperándola a la salida del trabajo, de la facultad o del portal maloliente de su casa, no. Su meta era demasiado importante, no podía fallar, lo mismo que tampoco tendría una segunda oportunidad para conseguir su sueño. Eran las cabriolas de una trapecista, que sin red, realizaba jugándose la vida, ante un público interesado en ver los exóticos animales de la pista.
Las paradas del sub-urbano se fueron sucediendo, pregonadas por la voz metálica y sin alma, proveniente del altavoz. Ella nunca la oiría por llevar puesto el antídoto con auriculares que cada mañana la alejaba de las caras somnolientas, sin ápice de vida. Ella las observaba escuchando la banda sonora de habla inglesa predilecta. Pero hoy su mente estaba puesta en el tablón de anuncios de la facultad donde esperaba su ansiado destino.
Berenice llegó sin aliento ante el veredicto de aquel juez en forma cuadro. Por un momento su corazón dejó de latir y el nudo de su garganta impidió que pudiera respirar con normalidad. Sudores fríos le caían por la frente y en un tic nervioso, su mano no paraba de recolocar los cabellos que se habían fugado del recogido de su melena color miel .Y lo vio.
Los lagos de sus ojos se desbordaron corriendo libremente por sus mejillas. Sentada en el suelo abrazó fuertemente su carpeta desvencijada. Aunque se esforzaba por mantener la compostura, nada parecía poder detener aquello. Sus compañeros la felicitaban con efusividad detrás de sus máscaras de envidia. Hoy por primera vez, alguien de su entorno la miraba con admiración.
Un mundo de Doctorado, de prácticas en empresas, de idiomas, de ciudades nuevas llenas de oportunidades, se abrió ante ella para rescatarla de su cárcel y elevarla al parnaso de lo posible para gente decidida a labrarse un futuro a fuerza de empeño.
Era La mañana de la partida hacia su futuro europeo, sus padres estaban esperando frente a su cuarto cogidos de la mano, mientras ruido de cajones , puertas de armario y maletas cerrándose se atropellaban al salir. Los ojos surcados de innumerables lágrimas de su madre contrastaban con los lagos contenidos de su padre, que con un temblor en los labios aguardaba en silencio aguantando la respiración.
Berenice cargada con una maleta tan grande como su ilusión, salió de su cuarto dispuesta a abandonar, quizá para siempre, aquella casa y al hacerlo vio los rostros de dos viejos muy cansados. Dos rostros cargados de orgullo y tristeza a partes iguales; dos rostros humildes, con callos en las manos de trabajar por la supervivencia familiar más que en vivir su propia vida y sueños; dos rostros cargados de fracasos y resignación ante los temporales de la vida despiadada; dos rostros que reflejaban amor, sin palabras, muchas veces, de reojo, en silencio y a hurtadillas en las noches frías que la arropaban besando la frente. Dos rostros llenos de privaciones para concederla una oportunidad, que quizá ellos no tuvieron nunca. Dos rostros, el de sus padres, que la amaban más que a su propia vida miserable. Y los abrazó.
No hubo palabras de despedida, ni los discursos, que en los libros, dicen los progenitores a los hijos que abandonan el hogar. Sólo temblor de labios, silencios, lágrimas y suspiros. Una tortilla de patata, embutidos, croquetas caseras y algunos ahorros, en una cesta de mimbre para el viaje, aderezados con mucho amor.

Por el lobo que camina.

domingo, 22 de noviembre de 2009

El Argonauta



La luz doraba las velas de gavia, donde aguerridos marineros aferraban las escotas. La brisa fría de la mañana hacía que jerséis y abrigos poblasen la cubierta, donde el capitán acababa de llegar. Con un gesto agrio, éste inspeccionó la maniobra que tenía lugar a veinte pies de altura, luego, mirando por la borda la estela de la nave en la mar comprobó la velocidad. La proa ascendía cabeceando con brío entre las olas que teñían de blanco el casco negro. El piloto, atento a los movimientos de su capitán, resoplaba asiendo con fuerza el timón, esperando no haber dejado caer ni un solo grado del rumbo fijado la nave desde el cambio de guardia. Era un hombre recto como el palo mayor, aquel que gobernaba está nave de su Majestad; alto y algo desgarbado, tenía nervios de acero y una fuerza inusitada para un hombre tan delgado y enjuto como él. La barba de fuego que poblaba su tez pálida contrastaba con los rostros lampiños de los morenos marineros que danzaban por la cubierta dando lustre a la tablazón y los bronces.

El viejo capitán miró a los guardiamarinas que aguantaban la respiración ante su presencia, y cuando apunto estaba de romper el silencio del puente, de las cofas del mastelero del mayor, rugió la voz del vigía que agitaba el sombrero de estribor a babor.

-¡Vela en el horizonte! A estribor, una cuarta sobre la amura…

El taconeo de unos pasos firmes y decididos resonó en la cubierta hasta llegar a la batallola. Con un golpe seco, el primer oficial, desplego el catalejo y barrió la mar dorada en rojo del horizonte. Un navío diminuto apareció en la lente con velamen hasta las alas desplegado. Su rumbo era tangencial secante con el viejo navío de indias.

-Capitán, Navío de línea por la amura de estribor, desplegadas sobre juanetes y alas, por barlovento.

El gesto torcido del capitán mientras rastreaba con su catalejo el horizonte no fue desapercibido por ninguno de los allí presentes y todas las almas que habitaban la cubierta miraron al puente con la expresión azorada.
La campana anunció zafarrancho y todos los hombres de descanso subieron a reforzar el turno de guardia. Escorándose sobre babor el viejo Argonauta viró al poniente intentando aferrar los mismos vientos que su perseguidor ostentaba. Con suerte y confiando en la noche, podrían rolar hacia el sur y perderse en el azul, quizá la cazadora no fuera tan rápida como aparentaba, ni hábil su capitán.

Antaño el Argonauta había sido uno de los navíos de escolta de la ruta de las indias orientales, ahora liberado de los bronces atronadores, cegadas las portas y borrado el nombre de “Leopard” de la popa, sobrevivía como mercante. Tras el paso por los astilleros de su majestad, retocados los mamparos, el capitán Connor Duncan había sido destinado al mando y con un poco de su peculio particular, ganado con fortuna al servicio del rey, acondicionó la nave a su imagen y semejanza: seria , enérgica y tenaz.
Conocía aquel barco como las líneas de su mano y consciente de las limitaciones de éste, tenía la vista puesta en la proa de su perseguidor. Aquellas líneas bien dibujadas daban a su cazador, un elegante brío marino, que el lento y pesado Argonauta no podía igualar. Con cada ola perdía la ventaja inicial que su afortunada maniobra le había concedido, pero era cuestión de horas que aquella magnífica obra de arte flotante, se acercase a su popa peligrosamente. Con todo, los marineros aferraban escotas y realizaban maniobras como si de un navío de guerra se tratase, pues aunque en número disminuido, el capitán había ido adiestrando a su fiel tripulación con rigor militar.

-Señor Calaby- rugió Connor- que los hombres libres se encaramen al la batayola. Hay que dar brío al navío.

En su mente se barajaba la opción de liberar peso de las bodegas, pero con eso quizá no sólo se enfrentase a los armadores, sino que, la valiosa carga podría ser la moneda que salvaría las vidas de sus hombres. Aun no se sabía la enseña de la embarcación y aunque era poco probable que fuese un corsario pirata, no lo descartaba del todo.
Con una leve sonrisa dio instrucciones a su primer oficial que quedó al mando del castillo de popa. Seguido de una brigada de buenos marineros veteranos se adentró a grandes trancos, con las manos cruzadas a la espalda, en las fauces oscuras de la bodega.

Aquel inusual comportamiento no fue pasado por alto por ninguno de los marineros que ceja en alto, aferraban la batayola haciendo navegar de bolina al Argonauta. La corredera indicaba doce nudos y rociones de espuma pintaban de blanco la cubierta oscura.

-Va a tirar la carga a los peces- dijo el señor Homwlom, cabo de mar del mayor

-Desde luego que no- replicó el señor Smith, gaviero de mesana- el capitán tirará a todos los grumetes por la borda antes que la carga. Su risa hizo temblar a los muchachos imberbes que escuchaban aterrados.

-aquí huele a sardina, ¡Que me aspen! El capitán trama algo y no tardaremos mucho en enterarnos…-dijo el señor O´brian ayudante del calafate

Como un reguero de pólvora los rumores, se fueron propagando por la cubierta y cada uno hacía apuestas ofreciendo como prenda el grog que les sería brindado con el rancho. Aquello en alta mar era una moneda poderosa y sin duda más valiosa que el oro o las joyas.

Las velas del cazador poco apoco iban acortando la distancia y antes de que el sol de la tarde se hundiera en el poniente, apenas unas pocas millas separaban ambas embarcaciones. Por la mañana y si los cálculos del primer oficial eran precisos, sería de media docena de cables, todo lo más.

Al amparo de la noche, el capitán Connor y la brigada de marineros, con otra más de refuerzo, se zambulleron en el interior de la bodega nuevamente, mientras muchos de los ojos del barco estaban atentos al desenlace.

Con rechinar de maderas, artilugios deslizantes y esfuerzo marinero fueron asomando cubiertos por unas viejas velas, dos objetos pesados que hacían sudar a las brigadas. Con el sigilo que aquellas bestias permitían, fueron introducidas en la cabina del capitán, seguidos del carpintero, ante la mirada perpleja de toda la tripulación salvo la guardia de cubierta que no daba crédito a los que sus ojos veían.

-Te lo dije, aquí olía a sardina. ¡Por los tentáculos del gran kraken ¡ Eso que rechina parecen cañones – dijo henchido de orgullo el señor O`brian.

El repiqueteo de los martillos y las gubias en el camarote no paró hasta que el alba arrojó luz sobre la mar en sombras. Poco a poco fueron apareciendo los colores que la noche había hurtado y en la popa, como un fantasma, apareció la cazadora. La noche había aumentado su tamaño y con el catalejo podía observarse el faenar de los hombres en su interior. Un rugido sordo hizo aflorar un surtidor de agua a pocas yardas a estribor de la estela y la nerviosa tripulación del Argonauta aferrada a su dios, rezaba implorando un milagro: que se tragara la mar al demonio alado que los perseguía.


El fuerte viento de la amanecida había levantado las olas dormidas, que ahora zarandeaban ambas embarcaciones. Las proas rompían las crestas de plata para caer con violencia en los profundos senos donde el viento cesaba. El trapo disminuido, hacía crujir los mástiles que amenazaban con partirse, dolientes. En la nave enemiga se sucedían las descargas de artillería, pero la fortuna o quizá el manto de algún santo del capitán, protegían al navío.

-Señor McEwan, reúna a la tripulación y traiga los arcones de mi camarote.

El primer oficial se llevó la mano al sombrero y llevándose a varios marineros de su lado fue a cumplir la orden.
Catalejo en mano y cara de pocos amigos, el capitán estudió la situación rechinando los dientes. No pintaba bien aquello y la mar se empeñaba en contradecirlo. En la noche había soñado con una bruma densa, una tormenta oscura que hicieran a sus maniobras evasivas perderse en el azul, pero nada de aquello había sido oído por ninguno de los dioses.
Dando la espalda a la cazadora, aferro la barandilla del puente y con voz enérgica rugió a la tripulación que aguardaba en cubierta.

-Señores, esto es un navío de comercio que abastece a la patria, pero la guerra nos ha encontrado lejos de los nuestros y solos, nos enfrentamos en desventaja al enemigo. Eso que ven en la proa, es un navío del emperador Malaparte…

Hubo en la cubierta risas por doquier que alejaron el miedo de los corazones marineros, aquello empezaba bien, se dijo Connor, a ver como acaba…

Ellos con sus cuarenta cañones esperan arrumbar y enseñarnos su costado pero, lo que no esperan es que el Argonauta pelee.¿Con qué? Se preguntaran, pues las especias no pierden barcos- más risas en cubierta y la esperanza nacía en el viento.- Pues tengo dos recuerdos de dieciocho libras que mi tío Jorge, me legó en herencia, y que de la bodega, ayudado, por algunos de ustedes, ahora se alojan en mi camarote con vistas a la popa. He mandado fabricar al maese carpintero unas ventanas, no demasiado vistosas y creo que francamente, se ha hecho un buen trabajo. El negro de los tubos requiere de atenciones y con el permiso de ustedes, señores marineros, voy a convertir al Argonauta en el perdedor del Aqueronte, fantasma que nos persigue. Ahí en esos baúles hay fusiles por si alguno, y sé que los hay, fuera aficionado a la caza de “gallos”…

-Por las barbas de la ballena, mi capitán. Aquí hay voluntarios- gritaban decididos los valientes del cabestrante

-¡Señores!, calma. Lo que me propongo es arriesgado y puede costarnos muy caro. Con todo, esto no deja ser un navío de su majestad y hay que defender la corona; allí en el mástil ondea la enseña roja con la cruz de san Jorge, así que, enseñemos a esos fanfarrones que nos arredran con sus disparos de qué están hechos los muros de la patria.

-A las cofas muchachos, y esperad mi señal para abrir fuego-

Enaltecidos, la marinería se perdió por las escalas y el capitán en su camarote dejando a su segundo al mando. El fuego de popa sería cosa suya y de la brigada. El señor Mc Ewan en el puente dirigía las velas aferrando el dañino viento que amenazaba con perderlos, poniendo proa a las olas que iban creciendo con la mañana.
El capitán del Aqueronte catalejo en mano y subido al bauprés, observaba divertido las maniobras, confiado en la victoria al saberse superior. Con voz enérgica animaba a las cuadrillas de la batería de proa, poniendo precio a cada uno de los mástiles de la presa, por ver quién de las dos era la primera en abatir uno.

-Señor Calaby , distancia al blanco.

-Están al alcance de los cañones señor, con su permiso. Si su plan no resulta, morirá mucha gente.

Incorporándose Connor miró a los ojos de su tercer oficial muy seriamente. Apretando los maxilares reprimió su mal genio y con autoridad de mando replicó a éste.

-Señor, si no está de acuerdo con mis órdenes, hay un camarote junto al sollado inferior.

-Por dios capitán, no es eso. Lucharé a su lado, pero será una carnicería si nos da caza.

-Entonces, si es así, suba a cubierta y dígale a los tiradores que hagan fuego en cuanto oigan retumbar éstos dos amigos.

La brigada cebo los cañones con bala de cadena mientras el capitán, mano alzada, calculaba el tiro apuntando al palo de mesana. La mar bravía dificultaba con sus olas la puntería pero los años de experiencia le decían que podía hacerse blanco, ayudado por la suerte. La nave cabeceó cayendo en un seno que alejó la visión del Aqueronte, pero rauda, la siguiente ola izó la proa.

- a mi señal, ¡Fuego!

Ambos cañones rugieron al unísono impactando el roble del navío cazador.

-Demasiado bajo, izad la puntería dos grados. ¡Maldición ¡ hay que cargar con rapidez, ¡vamos valientes!


-Messie capitán el navío tiene cañones

El capitán francés apuntó con su catalejo a los fogonazos que acababa de contemplar, descubriendo las dos bocas oscura que lo miraban terroríficas. Aquello lo hizo estremecer de odió, y con furia ordenó el fuego sobre el castillo de popa del Argonauta. Aquello debía ser silenciado antes de que los malditos ingleses acertasen matando a sus hombres.
El navío perseguidor abrió fuego y los cristales de las ventanas de popa del argonauta saltaron en pedazos. La bala travesó el camarote cercenando la pierna de un artillero y arrojando afiladas astillas contra los hombres. Un terrible golpe hizo caer al capitán Connor. Por un momento se pensó lo peor. El fuerte golpe había ralentizado sus sentidos, pero volvió a incorporarse con mucho esfuerzo; comprobó que las bajas y los desperfectos habían sido cuantiosos pero la artillería seguía intacta y presta para hacer fuego. En las cofas los hombres disparaban, sin mucho tino, pero con insistencia sobre el cazador. La sangre que bajaba por su frente hacia que Connor frunciese los ojos y con más fe que vista ordenó fuego. Esta vez los rugientes tronaron haciendo impactar su ira sobre la base del palo enemigo. Con un crujido sordo éste tembló inclinándose a sotavento hasta caer a las olas encrespadas, como un ancora que se lanza, la arboladura hizo que el cazador virase de pronto y ante la sorpresa de todos, fue tumbado por las furiosas olas que arreciaban con los vientos afilados. En pocos minutos el cazador fue presa de los dioses de la mar desapareciendo de la vista de todos.

Desde las cofas y el puente los marinos rugieron de contento lanzando vivas al capitán y rey por igual.
Con leves pasos inseguros, el capitán pisó la cubierta, conmocionado por la herida de su cabeza que aún sangraba. Una debilidad manifiesta hizo que sus piernas flaqueasen un instante. Las risueñas caras de sus hombres hicieron aflorar una tímida sonrisa en él que con la mirada perdida, veía mover los labios a sus hombres al palmear su espalda amistosos, saltándose el protocolo de la mar. Un zumbido agudo le impedía oír la algarabía festiva de la cubierta del argonauta donde con toneles y el violín, que no se sabía muy bien como había aparecido allí, tocaban tonadas irlandesas acompañadas del batir de las palmas.

Al carecer de médico, el cirujano se llevó al matador del Aqueronte a su camrarote donde estuvo el resto del día en reposo, las heridas sanarían, pero había que darles tiempo. Aquella escaramuza había costado una vida y seis de los hombres además del capitán tuvieron que compartir la improvisada enfermería en el sollado inferior.


Las semanas fueron pasando y precedidos por los correos navales, el Argonauta llegó sano y salvo a los puertos de la patria. El cielo gris amenazando lluvia y cientos de gaviotas blanquinegras dieron la bienvenida a la nave que despacio surcaba las aguas de plomo y verde entre pequeñas chalanas y pesqueros. En el muelle esperaban numerosos curiosos, familiares y hasta el primer lord del almirantazgo, pues la noticia de la gesta de el capitán Connor, había corrido como la pólvora por los mares, los puertos y las bocas de los marinos.


Con la pasarela los marineros fueron desfilando delante del capitán que a pie firme sobre ella, les daba la mano en la despedida; está costumbre no muy bien vista entre sus colegas de oficio, era una ceremonia especialmente fraterna que había conseguido trenzar lazos de amistad más allá de los mares entre tripulación y capitán, convirtiéndose en liturgia obligada en los atraques en puerto.

Sobre las muletas que el carpintero naval le había confeccionado, caminaba despacio y cariacontecido el gaviero del trinquete Alan pulling. La perdida de la pierna de estribor en la batalla, le sentenciaba a abandonar el único oficio que conocía y regresar a casa se le antojaba una autentica tragedia. Parado delante de Connor el marinero no pudo evitar sentir el peso de la vida sobre la sola pierna que le quedaba, ahora tullido se miraba en el imponente marino que le daba la mano serio y circunspecto.

- Alan Pulling, ¿se acurda usted del antiguo contador del Argonauta, Tom Server? – el joven asintió- Bien, pues , entréguele ésta carta en mano y si el almirantazgo no le concede lo que se merece, venga a verme y yo mismo les apretaré las tuercas a esos chupatintas. – con la mirada puesta en el cielo triste, el viejo marino dijo a su gaviero- ¡Ah! Cuando recupere el ánimo, Alan, pase por las cuadras del Capitán O`brien, he oído que da trabajo, como mozo de cuadra a los héroes de la patria…

-Mi capitán, no sé qué decir, señor, yo…

-¡Pamplinas de grumete!, lárguese de mi vista y abrace a su mujer o le echaré yo mismo de mi barco, señor.

Alan llevándose la mano al imaginario sombrero, saludó marineramente mientras era incapaz de contener el torrente que de sus ojos glaucos, se precipitaba por ambas mejillas. Ayudado por el señor Calaby bajo por la pasarela sin mirar atrás , aunque en otras circunstancias habría abrazado a aquel hombretón largo como una semana sin grog, que era como un padre además de capitán.


El último en abandonar la cubierta del navío era su segundo, como de costumbre, para acto seguido descender el capitán; antes de estrecharle la mano, miro a los ojos acuosos de su superior y tras llevarse la mano al sombrero abandonó muy serio el Argonauta.

-Capitán Connor,- dijo el señor McEwan dandole la espalda cuando ya pisaba tierra firme- si alguna vez se muere, señor, corre el riesgo de ir derecho al cielo de los marinos…

Sin mirar a la figura solitaria que en la cubierta miraba desafiante, el segundo oficialdel Argonauta se alejó por el puerto abarrotado de marinos, civiles y productos de ultramar, hasta perderse entre la gente.
-
Por el lobo que camina homenajeando a Patrick O`brian

martes, 10 de noviembre de 2009

El asedio.




Las noches no siempre eran presagio de descanso. Aquellos malditos extranjeros de grandes escudos cuadrados y rojos no observaban ninguna regla de combate noble. Habían llegado de pronto, y talando el bosque cercano, habían rodeado el castro colocando campamentos al sur y al oeste, así como torres de vigía para impedir la entrada o salida. Con unas extrañas maquinas que escupían rocas y acero o fuego a todas horas, les incordiaban como tábanos al ganado que pace tranquilo en la pradera.
Hacía ya días- si no meses -que luchaban encarnizadamente. Ellos por arrasar nuestro hogar y nosotros por devolverlos al sur de donde procedían.

-¡Malditos sean sus dioses! -se decía así mismo Aler.

Su pequeña choza estaba en silencio, el fuego sagrado ardía ajeno a la batalla, pero la leña escaseaba ya, y solo se encendía al oscurecerse el sol, aprovechando ésta, para cocinar lo poco que les quedaba en la despensa. Su mujer se había negado a abandonar el castro al igual que todas las mujeres jóvenes o viejas capaces de empuñar una falcata. Un brillo de orgullo anegó su mirada.

La hora había llegado. Se levantó despacio, y con aquellos ojos claros miró a su amada. Amaya aun era joven y fuerte, le habría dado muchos hijos que lucharían como osos, e hijas que heredarían la tierra fértil tan querida. Aun recordaba como la había amado en aquel beltaine que los unió en matrimonio. las guirnaldas de flores inundando el ambiente con su fragancia delicada y el trigo trenzado sobre los cabellos de fuego; el aguamiel que ambos bebieron del mismo cuerno, para luego perderse en la oscuridad de la noche a contemplar las estrellas; el murmullo de los campos y el sonido lejano de la percusión festiva que invitaba al baile; aun podía ver la luna reflejada en los ojos de su amada antes de besarla desnuda, desnudos ambos, sobre la desnuda hierba que les abrazaba...

Cuán lejos quedaba ahora todo eso. Pero la amaba y la amaba tanto, que nunca antes de ahora, le había dolido al hacerlo. Era como una espina de árgoma que entra despacio en la piel infectándolo con su fragancia silvestre, un aguijón de abeja que inyecta su veneno, y cura dolencias en el alma, y ahora más que nunca la amaba, como sólo se aman los lobos de la manada.

La cogió suavemente de la mano esbozando una gran sonrisa. Hubiera querido decirla todo aquello que circulaba por su mente carente de poesía; regalarla cada beso como regala flores la primavera; abrazarla hasta la asfixia, para luego insuflar el aire de sus pulmones en los de ella y así respirar el mismo amor tantas veces como días había sido feliz a su lado. Pero era un guerrero y apenas sabía pronunciar otras palabras que las que sus dos ojos proferían acariciándola desde lejos. Tan cerca.

El era bruto, solo sabía de guerra y de caza, pero lo amaba.- pensó ella- Aquel grandullón de fuertes manos de oso, la había hecho muy feliz. Solo bastaba una mirada para que él se adelantara a sus deseos; a veces pensaba si aquel gran Uro salvaje y fiero, no era también un druida en cierto modo. Cuando regresaba de las incursiones por las tierras enemigas, siempre traía escondidos en su negra capa, pequeños regalos, vestidos bordados, o flores recién cortadas, que dejaba encima de las pieles de la alcoba, como si fueran las mismas Anjanas (hadas buenas) quienes se lo regalaban. Habría sido un buen padre para sus hijas e hijos; habría sido un buen jefe de guerra, trayendo alianzas prósperas, comida en abundancia y la paz de la guerra, a las tierras de sus antepasados.

Ambos entraron cogidos de la mano en la cabaña del gran consejo. El fuego ardía vigoroso caldeando el ambiente, aromas de venado asado y cerveza tibia especiada llenaban la estancia. Todos estaban allí, ataviados con su mejor túnica, con fíbulas de caballos y su mejor cuerno.
En sus enjutas caras no había ya pesar por la ardua y lenta guerra de desgaste a la que eran sometidos. Sus enemigos eludían el combate como mujeres - no las suyas, estaba claro- convencidos en aniquilarles por hambre, como alimañas encerradas en la madriguera.
Lo habían decidido, y era bueno. Sólo un bárbaro, como aquellos extranjeros, sería capaz de no sonreír a la muerte cuando ésta te miraba tan de cerca. Ellos acudirían cantando y con la barriga llena a la batalla; cosa que aseguraría la fuerza necesaria para llevarse con ellos a gran número de cascos brillantes, en su tránsito hacia el otro mundo. ¡¡Despertarían por fin del sueño!!



Andrew, miraba atónito aquellos objetos. Hacia ya meses que escavaba junto a su equipo de estudiantes, aquel castro imposible, a más de mil cien metros de altitud, en ese páramo rocoso e inexpugnable de la cordillera. Los derrumbes de la muralla y el foso contenían un número ingente de proyectiles de escorpión, puntas de flecha, hojas oxidadas de falcatas, un glaudium intacto , así como miles de huesos; tantos, que tardaría años en catalogar cada uno. El tamaño de aquellos fémures le maravillaba. Debían de haber sido gigantes para sus adversarios, y sin embargo lo que más le inquietaba, era aquella cabaña circular al pie de la puerta de clavícula. Los restos de lo que suponía un gran festín, se escondían entre las cenizas del fuego arrasador que los había calcinado todo en gran parte. Era como si sabiéndose ya muertos, festejasen la última batalla de la vida. Se preguntaba qué habría pasado por las mentes de aquellos toscos hombres y mujeres, que ebrios de comida y bebida habían luchado hasta morir.



Marco Vepasiano Agripa, miraba lleno de odio aquel insignificante castro bárbaro. Tenía cada musculo del hercúleo cuerpo contraído, por una rabia atroz que lo consumía. Aquella batalla había costado muchos esfuerzos, quizá demasiados para el insignificante trozo de tierra que se había conquistado para la gloria del divino emperador del mundo. La sangre de sus hombres regaba la aridez de la planicie, donde muchos de los mejores, yacían en un suelo encharcando la tierra. Las piedras oscuras brillaban con los ríos carmesí que se iban secando poco a poco; mientras, en el cielo, los carroñeros alados bajaban en grandes círculos atraídos por el aroma de la carne aun fresca. Muchos de esos hombres que llenaban el cielo con sus lamentos, nunca se recuperarían de las heridas, contribuyendo así a cerrar así el ciclo de la muerte y de la vida .

Dos legiones enteras habían hecho falta. ¡Por Marte! ¿Qué clase de hombres eran esos bárbaros? Un pueblo civilizado sabría reconocer la derrota con honor y no derramar la sangre de sus mujeres inútilmente.

Su voz sonó gélida y atronadora como si el mismo Zéus bramase desde los cielos montado en su carro. El soldado llevo el puño al pecho con gran estruendo mirándolo aterrado.

-¡Centurión! Arrasad la aldea, clavad sus cabezas en picas, crucificad a los heridos y a los supervivientes - no los había- y quemad el resto... ¡Que no quede piedra sobre piedra!,¡ ¡Roma victrix!!

Por el lobo que camina.

**Revisión ampliada del relato "el asedio". Gran lobo gris.

domingo, 1 de noviembre de 2009

Desde la galería


Sobre la mecedora, abrigada con la manta de cuadros, contempla con una sonrisa, el paisaje de la tarde que desde la ventana deja entrar la luz. En las manos entrelazadas guarda los secretos que la mente viajera no confiesa a nadie, y con un suspiro, mira hacia donde yo me encuentro.
Su mirada me cala hasta los huesos, desgarrando de parte a parte el lado que ama del corazón y una lágrima brota solitaria antes de devolver la sonrisa con un ligero temblor de labios, que mi voz austera se propone mitigar con el habla.

_¿Te encuentras bien madre?
Su voz tintinea entre los labios carmesí pintados con devoción y con la vista más allá de los cristales azules contempla el infinito real.

-hoy vendrá, lo sabes ¿verdad?- sonríe- Lo sé. No me preguntes como, pero lo sé. Esta mañana he puesto la colcha de lunas y soles sobre la cama y al doblar el embozo de las sábanas un escalofrío me ha recorrido la espalda, ha sido entonces que lo he sabido. Como siempre.
A veces pienso en él y siento como un aliento que me insufla palabras al oído, pero cuando me doy la vuelta ya se ha ido. Noto pasos que hacen crujir la madera vieja, como yo, de ésta casa también vieja; la escalera tiembla con su peso al subir, pero nunca llega hasta la alcoba donde le espero. No viene para quedarse, ¿sabes? Solo de visita, por eso no hay que preparar el cuarto de invitados. No, no lo necesita.

-¿Me traerás el té a la galería hoy?

Con los ojos desechos en agua sonrío asintiendo. Me he levantado y estoy a penas a unos centímetros de ella, con las manos de cariño desbordadas, buscando caricias entre los hombros y la nuca de plata.

-Claro madre, el té a la hora en que la tarde se va, como siempre que es invierno. ¿Quieres galletas hoy?

- ¿Sabes?, cuando era niña mi madre me hacía galletas de mantequilla en el horno de leña, el abuelo traía las cuñas de manzano olorosas, las de roble apretado para dar consistencia al fuego y las de olivo viejo…Aun recuerdo el sonido del batir de los huevos en el bol de loza blanca, donde se mezclaba la harina.

-Si. Hoy quiero galletitas blancas y flores de primavera sobre la cama…¿Sabes?, ahora que no tengo ya vista, hay momentos en los que veo letras flotando sobre el aire y forman las partes de aquellos libros que leí cuando descubría el mundo por primera vez…

Mientras escucho el tintineo de la cucharilla afinando la loza de la taza, abro el libro y leo a media voz. Es su preferido, por alguna razón que nunca me dijo y que quizá nunca me atreva a preguntar, pues sé de cuestiones que sólo deben ser contadas al natural, sin indagar sobre ellas, para que un día surjan por casualidad, como el libro, como tantas cosas que me cuentas sin querer y que son las que más me emocionan.
Afinando la voz continuo leyendo despacio el libro que mis manos contienen con una caricia. La letanía de las palabras va apagando poco a poco el sol de la tarde, hasta que de improviso, amanecen tímidas las farolas con su destello irregular.

-¿qué habrá de cena hoy? – preguntas mientras te acompaño a la sala para que el relente de la noche no melle la sonrisa que el ocaso ha dejado.- Sabes, a tu abuelo le gustaba cenar sopa de ajo con pan de hogaza y vino tinto en porrón. Cuando nadie lo miraba, echaba un chorro a la sopa y se reía como un niño chico…

La sala está en silencio, y conecto el televisor dejando el mando cerca de tu mano. Me miras con ternura mientras coges mi mano para besarla-

- Hoy vendrá lo sabes ¿verdad? No para quedarse, no. Solo de visita.

Mientras preparo la cena, escucho el sordo ruido que el televisor hace en la lejanía de la sala, escrutando tu voz por si acaso llamas, o te quejas o ríes sin más. Los electrodomésticos elaboran la cena frugal que pongo en la bandeja estampada con dibujos orientales rojos y blancos que tanto te gusta. Guardando equilibrio llego y te encuentro sonriéndole a la nada con el mando apretado entre las manos; me miras un instante, luego sonríes de nuevo y aplaudes mi llegada. Cenas mientras conversamos de la actualidad del telediario hasta que llega la hora de acostarse, entonces, te llevo al cuarto de baño para que te laves los dientes en el viejo vaso traslúcido. Cuando sales te meto despacio en la cama apartando la colcha de lunas y soles y tu sonrisa desdentada me abraza plácida.

-Sabes, Tu abuela me peinaba siempre con aquel peine dorado de la cómoda. Aun lo guardo junto a los pendientes que me regaló antes de irse de viaje…

Rezamos a tus dioses inventados y rogamos que sean cuatro los ángeles que guarden tu lecho, para que si no amaneces, te lleven al cielo con los ojos cerrados. Luego te beso la frente y con la voz queda susurro junto a los ojos las buenas noches.


Por la mañana de camino al trabajo pensaré en cómo te levantas y si encontrarás todo lo que buscas con la mirada. Las horas pasan lentas, monótonas, las manecillas del reloj se resisten a moverse donde cada segundo pasa dos veces por equivocación. El tráfico es denso y alarga la espera con sus semáforos rojos que no paran de brillar. Mientras, observo el discurrir de la gente que pasa delante del capó del vehículo y miro al cielo gris de la tarde, que con sus nubes oscuras amenaza con la lluvia lenta que caerá despacio mojando las aceras y los bancos de los parques donde no podré llevarte hoy.
Subo pausadamente las escaleras hasta detenerme delante de la puerta. Escucho los ruidos que la madera deja pasar intuyendo tu risa, pero no la encuentro. Entonces metiendo la llave en la cerradura abro y saludo a la percha de la entrada colgando el abrigo. Mis pasos me llevan primero a la galería vacía donde lloran los cristales a la luz de la tarde, luego acudo a la sala y allí os encuentro a la guardiana y a ti mirando la nada que se dibuja en la pared blanca.

Hoy no me miras con los mismos ojos de cielo, en tu mirada aguarda la incógnita de un acertijo que es mi nombre olvidado. Me acerco y te beso la mejilla, luego me siento a tu costado y te cuento mi día desde la mañana temprano.
De pronto sonríes iluminando la estancia en silencio y hablas con la voz que tanto he anhelado.

-Sabes, el abuelo no fue a la guerra. Cuando lo reclutaron, su poca vista al principio no fue suficiente, pero de camino al frente, se cayó del camión y se rompió la pierna. Lo dejaron en la cuneta junto a un gran árbol y siempre decía que ese día le beso la suerte en la cara dos veces. Volvió a casa con la escayola blanca en el carro del caminero que tampoco fue a la guerra por faltarle la mano derecha. Yo no me acuerdo de la guerra, era muy pequeña, pero sí recuerdo ir a buscar esas pequeñas fresas silvestres que nacen junto a la vereda en los últimos días de junio…
Eres tan amable viniendo a verme, dime guapo, ¿cómo te llamas? Sabes…Yo tenía un hermano muy parecido a ti que un día cruzó el gran charco camino de la Argentina, pero nunca regresó como me dijo que haría.

Con el corazón atravesado en la garganta sonrío al besarte las manos que sostengo junto a las mías. No te digo que aún desmemoriada, te quiero con toda mi alma y acariciándote el cabello me levanto para recoger el libro de la biblioteca.

-¿Te apetece que te lea madre?

Tú no contestas, ensimismada en tararear viejas canciones de saltar a la comba, por eso hoy me acompaña la niña de dorados cabellos amiga de aquel conejo blanco, que siempre tenía prisa. Cómo el tiempo, empeñado en fugarse de nuestro lado con alas de viento Inquietas.
Empiezo la historia junto aquel río de aguas viajeras en la que flotan los juncos, la hermana de Alicia lee el tonto libro sin dibujos, mientras ella trenza una guirnalda de margaritas. Aparece el conejo blanco con chaleco y reloj que salta a la oscura madriguera junto al seto verde.
Mientras avanzo en la lectura, al igual que Alicia te sumerges en el pozo oscuro de la madriguera y caes hasta los abismos que me son vedados, donde tan solo tú puedes adentrarte.

El día se cierra gris, como la tarde, sin que pueda contemplarse el ocaso, como las nubes cargadas de lluvia que arrecian y se persiguen por el cielo que ya no es azul. Al acostarte recito la liturgia de tus dioses, a los que sólo pido que no permitan sufrir ni un segundo y cerrando los ojos me abandono a los sueños extraños que Morfeo me trae de vez en cuando.

Los días se suceden en el calendario que cambia de hojas como los árboles, hasta hacer desaparecer el tiempo de la mengua. Con el frio inaugurado, las horas se alargan junto a los días en los que puede verse desde la galería, el sol que camina hacia la primavera. Con cada lectura del libro me acerco más y más al principio en la nueva lectura que haré al terminar, pues como en un bucle, lo único importante es continuar acompañando la senda de los días hasta el final.

Hoy al llegar a casa he sentido el aroma embriagador del horno de la cocina y con una sonrisa me recibes vestida con el delantal de las ocasiones y las manos enguantadas en las manoplas a juego. Sobre ellas exhibes el fruto de tu trabajo vespertino que humea suculento. Hoy el té de la galería será afortunado al contar con tu presencia y junto al aroma de las azaleas que asciende por la cornisa de la ventana irás desgranando esas historias que tanto me agrada escuchar.

-Sabes,- me dices risueña- tu abuelo tenía una pareja de bueyes grises, algo feos, pero nobles, que yo siempre iba a visitar a la cuadra. Eran más que simples bueyes, pues cuando me veían entrar, mugían de contentos intentando zafarse del yugo del pesebre. Acariciándoles despacio la frente les daba pan duro mientras contaba las cosas que me iban sucediendo. Una tarde de lluvia me senté a leerles un pasaje de mi libro. Ellos asistían impasibles con la mirada atenta en las hojas que iba pasando, mirándome con esos ojos grandes y oscuros de noble belleza. Cuando la noche se cernía oscureciendo la única ventana que junto a la pila de piedra guarecía el establo, de entre la hierba, salió el abuelo con lágrimas en el único ojo que veía. Con parsimonia caminaba hacia mi atalaya de lectura mientras limpiaba el cristal de sus gafas con un pañuelo blanco y sin mediar palabra sus grandes ramas delgadas me abrazaron hasta apretarme contra su pecho, de forma que mi cabeza quedó enterrada en su chaleco negro.

-Si quieres, mi hermosa violeta de invierno, puedes leerme a mí como lo haces a las bestias, prometo escucharte con tanta atención como ellas para al terminar poder decirte lo feliz que me hace tenerte en mis brazos de viejo.

Nunca fue un hombre de bar y partida, ¿sabes? En la lectura encontraba todos los mundos que un día quiso recorrer. Cuando era muy joven sus padres lo dejaron para irse al gran viaje que solo al llegar el final hacemos, por eso nunca tuvo tiempo suficiente para poder dedicarse a leer y viajar como hubiera querido, pero de tarde en tarde, yo le leía las novelas de los clásicos que él había ido almacenando con mimo en la biblioteca de la sala.

La tarde se fuga mientras escucho las anécdotas de tus días felices de la infancia y los viajes al mar que cada verano hacías en el viejo autobús de línea.
Puedo ver mientras dictas el recuerdo de las cosas que fueron como traquetea por los baches la vieja carredana. El chofer con la camisa de cielo y la gorra de plato oscura silba por la ventanilla abierta que deja pasar el viento. Uno a uno los verdes campos se acercan a la urbe de cemento que llega hasta la arena de la playa. Entre edificios bajos y blancos aparecen las casetas de rayas donde se viste la gente para el baño y al fondo las olas de blanco vestidas saludan los pies de los osados bañistas que zambullen sin pensarlo. Hay sombrillas de colores plantadas en la arena reseca junto a toallas y manteles con merienda. Allí estás tú desafiando al viento de la tarde con tu cabello suelto que acaricia las mejillas rosadas y frescas. Te acercas risueña a las olas que corren a tu encuentro con su espuma frondosa hasta abrazarlas. Ahora puedo ver como resbalan las gotas saladas por tu mejilla y en el cielo tímidos algodones contemplan la escena.


Va pasando el tiempo que todo lo cura sin apenas curar nada, y con cada día en fuga, tus recuerdos cercanos se diluyen como lágrimas en la lluvia. Hoy has olvidado mi pasado y los momentos en que fuimos lo que éramos.
¡Da igual! Todo dará igual si al finalizar la tarde me despides con una sonrisa encarnada; si al despedir el día lanzas besos con tus ojos de menta.
Antes de adormilarte en el regazo de la almohada, me has mirado y con la chispa de tus ojos has encendido el árbol de la memoria, luego apretándome la mano con fuerza, me has hablado:

-Niño, la muerte anda cerca. Hoy puedo oler como se desliza por la ventana con sus flores muertas. Cuando me llegue la hora funesta no quiero llamas, niño, ¡nada de llamas! ¿Me oyes niño?. Hay noches en las que me despierto con sudor frío en la frente y veo la puerta del horno detrás de la cerca. Me llama con su voz de ascuas encarnadas y se adentra devorando la estancia.
Quiero la paz de las piedras que oyen crecer la hierba; quiero el murmullo de la tierra junto al traje de madera que he de llevar al final. Prométeme que no dejarás que ardan y esparzan mi cuerpo muerto, niño.

Con los ojos en lágrimas te abrazo y te beso, madre de mi alma y si creyese en tus dioses juraría por ellos para ratificar el pacto de tus últimas voluntades en testamento vivo y hablado.

-Descansa, mi bien – la digo- descansa y que el fuego no te apure. Oirás la mar en la cercanía con tus ojos cerrados a la vida y si lo prefieres será el fresno que crece junto al riachuelo detrás de la tapia con cruces de estatuas dormidas. Descansa y no temas, si tus dioses aciertan verás el despertar de los cuerpos sin vida en el final de los días.

Sonríes apoyando la cabeza sobre la cama mullida y te duermes sin que el murmullo de mis palabras últimas llegue hasta tus pendientes.

Ayer tras silenciosa agonía, tu motor ha cesado y sentada en la silla que mira a la galería, te has quedado fría como los cristales o el viento de la tarde. Cuando he llegado, he sentido el vacio que dejan los trenes en la estación cuando parten. Como el viajero que llega tarde y se encuentra los rieles solitarios de las vías que miran al reloj mudo del andén muerto. Así me acerqué a tu silla y conteniendo la marea, te dije adiós despacio en las farolas que alumbraban las calles ciegas.


Gentes y más gentes desfilan silenciosas o hablan con voz queda, abrigos negros y caras blancas y mi mente se pierde encerrada en aquellos recuerdos que me alejan de la estancia. Ya no hay nadie, me olvido de todos los presentes empezando conmigo y surcando el mar de la memoria regreso a los tiempos en los que aun no planeaba sobre la aurora la enfermedad, ni la sombra.
Una mano, la tuya, acaricia la cara de un niño que en la playa ha sido engullido por una ola y su juguete lo arrastra la espuma blanca hasta perderlo en la bruma; unas lágrimas surcan sus ojos de ámbar con una pregunta. Tú, con la sonrisa quieta, le cuentas la historia de aquel pescador que halló en el centro de un pez el anillo del príncipe encantado. Y cada vez que vayas a la pescadería aquel niño irá de la mano a preguntar a los peces que miran fríos hacia el hielo blanco, por si alguno fuera tan grande de guarecer su tesoro cuando nadaba por el fondo.

Una voz me rescata cuando la tierra resuena en su mortaja y en sus últimas palabras encuentro que menta las condiciones de la herencia, entonces con un gesto de desprecio me río hacia dentro porque no son los bienes lo que yo albergo.

-Mi herencia está a salvo, aquí, en mi cabeza, señora mía; fuera del mundo que habita y puede que un día venga vestida de hojas de un libro que cuente aquello que usted no leería.

Pero no es eso lo que dicen mis labios, sino que se visten con la educación que en su día me diste, madre querida, a fuerza de privarte de todo lo que te daba la vida.
Atado a un viejo poema entrego a la tierra una rosa encarnada, cortada a la vida en su hora plena, para que endulce el abrigo de tu último asilo. Luego me alejo y mis pasos se pierden entre las losas grises del cementerio para atravesar la cancela de hierro que separa lo vivo de lo que ya ha se ha ido.

Por el lobo que camina

domingo, 18 de octubre de 2009

la ciudad puede esperar.


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Abrió los ojos despacio a la mañana que rozaba su piel desnuda, con un leve gesto, miró la hora del reloj digital de la mesilla de noche y los volvió a cerrar. Un diamante brotó de sus ojos precipitándose sobre la almohada blanca que tenia presa entre sus manos. No. Su voz sonó atronadora en el cuarto aún envuelto en sombras y con gesto marcial desterró la losa que hundía su pecho junto a los recuerdo.
La noche pasada había sido muy larga, demasiado. En instantáneas color sepia, veía la última discusión que había tenido con él. Si, decía bien. Esa era la última, se acabó. Una mano volaba por el aire enrarecido del cuarto lleno de gritos, como platos rotos de reproches mientras el labio y la voz temblaban incrédulos de tanto odio, de tanto falso amor. ¿Cuándo se había apagado aquel amor de juventud? Miraba la barba de tres días de él, la elegante camisa planchada por ella, los ojos inyectados en sangre y las palabras obscenas y no reconocía a ese chico tímido que en la primera cita temblaba con cada beso que ella le daba. ¿Dónde estaba ese chico ahora? ¿Había cambiado ella o tan solo era que el tiempo lo empeora todo?
Caminó por la moqueta hasta el cuarto de baño y abrió la ducha. El agua tibia recorrió su espalda desde el cuello, impactando despacio sobre su dermis tan cansada y exhausta. Cuando el jabón anego sus poros con la espuma blanca, sintió la levedad de los aromas de su juventud. Aquella marca de gel traía de vuelta los años en la universidad, las acampadas, los conciertos y las noches eternas sin dormir esperando la amanecida.

Salió de la ducha, enrolló la toalla a su cuerpo mojado y seco su cabello con gestos enérgicos. Por un instante se miró en el espejo brumoso del baño, allí vio la imagen de una mujer, pero ¿era ella? No se reconocía en ese cuerpo que empezaba a arrugarse, a secarse definitivamente. Ayer tan solo era una mujer hermosa que lucía con orgullo las flores de la vida, pero hoy…

Fue al vestidor y eligió un escotado vestido color café, sobre ropa interior blanca y unas sandalias con algo de tacón. El bolso de mano a juego con los zapatos y unos pendientes de ámbar que habían sido de su abuela materna. Un pensamiento la inundó mientras se colocaba los pendientes frente al espejo dorado. Vio la sombra de todas las mujeres que habían llevado esos mismos pendientes y sintió al cerrar los ojos un instante, la fuerza que emanaba de ellos abrazándola.
Bajó las escaleras hasta llegar a la cocina, se preparó un zumo de naranja y un té bien cargado que se bebió de un trago. El calor que desprendía el líquido ardiente en su garganta seca, hizo que recobrara la vitalidad y salió decidida a la calle donde brillaba tímido el sol de la mañana.


-El Señor Álvarez está ocupado, señorita, si tiene la bondad de esperar en la sala…_ dijo la secretaria con voz chillona-

Aquella mocosa se daba aires de importancia delante de los clientes que ella no estimaba demasiado notables, mientras que era capaz de fingirse sumisa y servicial ante los hombres de corbata y gemelos de oro. El puesto le venía que ni pintado. Imaginó por un momento lo frustrante que sería para ella desempeñar ese trabajo y mirando a los ojos de su interlocutora asintió condescendiente.
La sala de espera estaba en silencio y hasta ella llegaban vagos rumores de pasos sobre la tablazón de madera y conversaciones inconexas. El viejo cuadro de la pared recibía la luz y devolvía su imagen reflejada en él como un espejo. Sacó del bolso el pinta labios carmesí y mirándose en el reflejo del cristal endulzó su sonrisa.

-¡Pero qué sorpresa!, Lorena, pasa mujer, pasa- dijo saludando el Sr. Alberto Alvares del castillo, abogado y hombre pretencioso que no paraba de admirarse en los objetos que poseía.-¿Cómo te va todo? Siempre tan joven y hermosa…

_bien Alberto, no me puedo quejar. Bueno, mejor dicho, mal y bastante cabreada, para qué engañarse. -Los formulismos para los funcionarios, ella venía a contratar sus servicios y debía ir al grano sin dilación. Se dijo a si misma.- quiero el divorcio por la vía rápida, Alberto.

_Bien ya veo…- siéntate y hablemos más despacio Lorena.

_ Me temo Alberto que ahora vas a escucharme y luego asesorarme legalmente y si conocer a mi futuro Ex marido te supone algún tipo de impedimento, digamos, de camaradería entre amigos, dímelo ahora.

_¡Joder que genio!- dijo sorprendido el letrado- Tranquila, cuéntame lo que tienes en mente y yo lo daré forma legal, por eso de mi amistad con Mario, ni te preocupes. Además no somos tan amigos como supones. El trabajo se diferenciarlo del placer perfectamente. Cuéntamelo todo.

¿Había sonreído? Quizá el gesto agrio le quite toda espereza de ver una mujer débil, se dijo para si y apretó el bolso hasta que sus manos dolieron.

_El caso Alberto es que hay poco que contar- dijo depositando una carpeta blanca sobre la mesa – aquí está la denuncia policial, el informe de urgencias, todo ello con fecha de ésta misma mañana. También la solicitud de orden de alejamiento, que aunque no voy a necesitar, pues voy a irme ésta noche mismo, cursaremos por si acaso hiciera falta.
Quiero todo aquello que la ley dice que es mío, la casa el coche, el apartamento de la costa y los ahorros en las cuentas comunes, todo y no aceptaré menos. No se negocia.

_Bien supongo que ese apartado lo has pensado bien… -de pronto su gesto se había tornado serio y circunspecto- Un divorcio por las malas puede demorarse en el tiempo: la venta de los bienes comunes. Y en el caso de que se dicte sentencia, como pronto, pongamos, de dos a cuatro años…¿Lo entiendes?
-Desde luego, lo sé muy Bien, no hay prisa. Si tengo que volver a verlo que sea en los juzgados y ante testigos.

_ No es cosa mía, Lorena, pero ¿para tanto es? -Dijo Alberto al tiempo que arqueaba una ceja.

-En efecto, Alberto, no es cosa tuya, pero te diré que si hubo una primera vez habrá próximas. Y diciendo esto se quitó las gafas oscuras dejando al aire un ojo amoratado.

- Entiendo, cielo. Haré todo lo que esté en mi mano. ¿necesitas algo? Lo que sea, pídemelo.

- Gracias Alberto, pero no. Lo que necesito es alejarme un tiempo, recuperar mi vida y pasar página.

Al salir a la calle y respirar por fin aire fresco descubrió que la mañana se había fugado como por arte de magia y que el sol en el cielo empezaba a declinar. Con paso firme se adentró en el centro de la ciudad camino de su oficina. Cuando llegó fue derecha al despacho del jede de personal, que sin duda la estaría esperando, aunque quizá no tan pronto.

_ Hola señor Estévez, ¿puede pasar?

Un hombre de mediana edad con las sienes de plata y bastante demacrado estaba sentado delante del pc ensimismado. Con la mano izquierda sostenía la taza de café vacía mientras la otra asía el ratón que cliqueaba sin parar.

_Caramba, caramba, Lorena, pasa y siéntate anda…Señor Estévez, ¿habrase visto que descaro? ¿Cuándo hemos dejado de tutearnos?-

Su sonrisa era franca y por encima de las lentes de pasta podía apreciar unos ojos glaucos, fríos la mayoría del tiempo, pero no con ella, ni para ella. Enrique era una buena persona con mal carácter, solo eso, ¿pero quién no lo es?

_ Me lo he pensado, Enrique, quiero la corresponsalía y la quiero ya, ¿cuándo empiezo?

Enrique dejo posada la taza frente al teclado y soltando el ratón se quitó las gafas despacio. Con una pregunta en la mirada asintió bajando la vista hasta la mesa. Del bolsillo de la americana que estaba colgada de la silla giratoria en la que se hallaba sentado, sacó un paquete de tabaco, luego de su interior extrajo un cigarrillo y con mucha calma lo encendió. Con la primera bocanada de humo llevó su vista a la ventana de cristales oscurecidos por la luz de la tarde. Por fin habló

_ Cuando te ofrecí el puesto fue porque estoy convencido de que eres la mejor, pero no para que salgas huyendo de lo que quiera que te preocupe. Lorena, ¿puedes quietarte las gafas un momento, cielo?

Aquellas palabras inesperadas, que por otra parte necesitaba, hicieron aparecer una lágrima que rebelde se deslizó por su afilado rostro hasta caer en la comisura de los labios recién pintados. Volviendo la cara hacia la misma ventana que miraba su jefe contestó.

_No Enrique. No puedo, hoy me molesta la luz demasiado. _Su voz temblaba ligeramente, pero ella era pura roca, al menos por ahora.

_Como quieras,_ dijo después de soltar una bocanada de humo vaporoso_ no me hace falta que te las quites para ver lo que ocultan. No voy a decirte algo que ya sabes que sé y que llevo esperando desde que le conocí. Solo quiero que sepas que mi apoyo es incondicional y que el apartamento sucio y desastroso que tengo por casa es tuyo si lo necesitas .Ahora, ya, mañana… y cuanto tiempo quieras quedarte en él es solo asunto tuyo.

_Gracias Enrique, de verdad gracias…_ ahora estaba a punto de derrumbarse la muralla defensiva que protegía su reino mal herido y lluvioso pero con un esfuerzo sobre humano se rehízo como pudo y continuó hablando._ …Pero preferiría salir de la ciudad, mantenerme ocupada y sobre todo no pensar demasiado en mis miserias, me entiendes ¿verdad?

_ Hay un vuelo ésta misma noche, puedo reservarte plaza en él y un hotel en el acto. No va a ser fácil el principio allí, así que, por favor, cuídate y mantenme informado a diario de cómo lo llevas, no quisiera tener que sustituirte demasiado pronto.

La despedida fue muy breve y quizá algo fría. Quiso abrazarlo, sentir su calor de amigo y resguardarse en él, pero decidió salir por la puerta mientras contenía una a una las lágrimas que nada más cerrar la puerta emergieron en sus ojos.

La sala vip del aeropuerto estaba en silencio, apenas media docena de personas esperaban vuelo aquella tarde en sus sillones. Lorena entró con aire fatigado a pesar de la ducha y el cambio de indumentaria. Ahora lucía unos vaqueros ajustados con botines negros de cuero y algo de tacón, una camisa de seda blanca que dejaba entrever su ropa interior y un chaleco negro a juego con la mochila de cremalleras que llevaba a la espalda. Se sentó cerca de la gran cristalera que miraba a la pista de aterrizaje cuando una azafata le trajo un sándwich vegetal y un Bombay sapphire con limón . En la librería antes de facturar había comprado un libro cuya decisión no fue tan fácil como esperaba. Tenía claro que no le apetecía leer un betseller novedoso de ningún autor masculino. No porque aquellos hombres tuvieran culpa de nada de lo sucedido, sino porque quería identificarse con la escritora, ser ella, oír el lenguaje que tan solo las mujeres escribas y quizá muy pocos de los hombres transmiten. Revisó la oferta y separó media docena de libros; Isabel allende, Rosa Montero, Fred Vargas, Lucia Etxebarría entre las autoras. Era tan difícil decidirse por nada en ese día tan oscuro…

Fue al mostrador con un libro totalmente elegido al azar y que solo en el momento de pagarlo vio cual era. Sonrió sin pretenderlo. Quizá hay destinos que superen a los hombres e indiquen con su flecha la dirección que se debe tomar, pensó para sí. Son los libros los que buscan a una…
Sacó el libro y empezó a leerlo con placer. De poco en poco se llevaba la copa para humedecer los labios mientras devora las páginas de aquella maravillosa historia. Por el rabilo del ojo vio la figura de un hombre que se detenía frente a ella. Era alto, apuesto, con la mirada segura de sí mismo. Vestía un pantalón de pinzas color arena con cinturón y zapatos de piel, italianos. La camisa perfectamente planchada con gemelos de oro y rubí destacaba como las velas de un velero y dejaban entrever su musculatura de gimnasio. Sobre la mano derecha que sostenía un líquido color oro- whisky según dedujo- estaba apoyada la americana y con una sonrisa perfecta de anuncio de televisión la miraba atentamente. Apuesto se dijo levantando la vista del libro y mirándole de soslayo.

-Buenas tarde, no he podido resistirme a espiar el título de ese libro. ¿Le importa si me siento aquí?

Su aroma a perfume y body milk llegó a ella en oleadas turbando su mente cansada.

-Si desde luego- ¿si? Se dijo incrédula a sí misma.

-He leído algo de esa autora hace tiempo y la verdad es que su humor me parece elegante y atrevido. Una visión muy particular de ver la literatura…

_No sabría decirle, es el primero que leo y ha sido una elección casual totalmente.
-En serio? No pareces de las que deja al azar ningún cabo en tu vida. Se te ve tan segura desde aquí que…

¿Segura? Enmarcó una ceja y miró atentamente el interior de aquellos ojos: Lentillas de color. El azul era un color que la gustaba, la recordaba al mar de su infancia.

-Las apariencias no son sinceras. Nunca lo son.

El levantó la mano izquierda para atusarse el pelo totalmente engominado que no dejaba ni un cabello rebelde. Con el movimiento se aseguró que viese el rolex de oro y brillantes que ceñía su muñeca, aunque quizá lo que no pretendía era mostrar la marca de haberse quitado el anillo de compromiso del dedo anular, que los ojos atentos de Lorena descubrieron al instante: Su franja lo delataba.
-Estoy de camino a Estambul, negocios ya sabes y tú ¿hacia dónde te diriges?, a todo esto Alejandro Falcó, encantado
Al oír el destino su sonrisa la delató y alumbro por un momento la estancia.
La mano de él voló por el aire para estrechar la suya y arqueando el cuerpo se aproximó en un intento de besar su mejilla, pero la rigidez y el gesto explicito de Lorena hizo que se irguiera a medio camino. Sus manos se rozaron sin fuerza, en un saludo formal y breve.

- Lorena a secas, encantada. Vaya, que casualidad. Allí me dirijo si es que no se retrasa más el condenado vuelo.

Aquel hombre hablaba con bastante soltura y elegancia pero, en sus ojos podía leerse el deseo atrapado. Una a una sus miradas se desviaban en dirección a sus senos intentando vislumbrar la piel blanca que escondía el último botón de la camisa transparente.

Ella lo imaginó desnudo frente a ella, su torso musculado, sus abdominales bien definidas, el pene erecto sobre el ombligo y la total ausencia de bello, con la tersura de un adolescente. Su aroma embriagador seduciéndola de cerca y atrapando su esencia, las fuertes y agiles manos acariciando despacio los caminos de su cuerpo…
De pronto sintió la mano en la suya y recuperando la conversación escuchó las últimas palabras

-…Sería estupendo que pudiéramos cenar a la luz de las velas en mi hotel ésta noche y así conocerte mejor…no hace falta que contestes ahora. Sonreía.

Su ensoñación se diluyó de repente y apartando la mano, dejó que la fiereza de sus ojos azabache respondiera por ella. Hubo largo silencio entre los dos y por fin él se levantó con la escusa de ir al servicio.

Cuando volvió ella se había pedido otro Bombay y otro sándwich. La conversación decayó hasta morir y se sumergió en el libro hasta el aviso del vuelo por megafonía.
El vuelo fue tedioso, sin chispa, ni aliciente alguno aparte de haber perdido de vista a aquel hombre sin sustancia. ¿enserio lo era? Tenía que corregir ese defecto suyo de evaluar a los hombres por las apariencias, pero ¿se confundía? No. Sus ojos le habían delatado desde el primer encuentro con los suyos. Ardía en deseos de tener otra aventura más y ella debía ser su tipo. Qué engañado estaba aquel pobre infeliz. Se imaginó a la esposa sumisa en el hogar junto al perro labrador y los dos hijos vestidos de marineritos primera comunión. Hipócrita.


En la terminal de llegadas le esperaba Abdul Hasan, un hombre cetrino, aceitunado de generosos labios, nariz prominente y pelo ensortijado. Lucía un pantalón de pinzas color azul marino con camisa blanca sin corbata, que hacía destacar aún más aquella sonrisa campechana y familiar. Aquel hombre la rescató del caos aeroportuario para introducirla en la jungla circulatoria de la ciudad nocturna, donde las leyes de tráfico parecían no existir. Más de una vez contuvo la respiración esperando la inminente colisión con los vehículos, que sin aviso previo, se cruzaban en la trayectoria de aquel viejo Mercedes 300 Sel 3.5 azul metalizado. Cuando por fin se bajo en la puerta del hotel, estuvo a punto de besar el suelo y hacer promesa de no volver a montarse nunca en un automóvil, pero por la mañana, tendría que hacerlo de nuevo y no se debe jurar en falso. Con un hasta mañana se despidieron y ella pudo refugiarse en la habitación de aquel hotel.
Era sencilla, pero acogedora: contaba con una cama de uno cincuenta por dos y un dosel colonial con mosquitera blanca. A su derecha, la ventana oculta tras los visillos, que dejaban pasar la luz de las farolas del jardín y enfrentado a ésta un enorme espejo de marco dorado, en el que uno casi podía verse uno de cuerpo entero. A su lado la puerta del aseo muy sencillo con ducha. La grifería dorada era la original o al menos así le parecía, cosa que daba un toque rústico y antiguo a la estancia. A los pies de la cama se encontraba un pequeño escritorio con una silla de patas leonadas en la que dejó su mochila para tenderse boca abajo sobre la colcha con motivos florales.
Se quedó dormida inmediatamente sin desvestirse y fue la luz de la mañana quien de puntillas le dio los buenos días. Un sol radiante iluminaba la habitación haciéndola entrecerrar sus ojos de miel. Tras correr de golpe la cortina vio por primera vez aquella luz de la que tanto hablaban en los libros, novelas y guías de viaje que ella había leído con fervor religioso. Allí la luz, las especias y la mar lo eran todo. A lo lejos podía oírse la letanía del muecín anunciando la oración en la gran mezquita de brillante bóveda azul.

Su primer día laboral fue de lo más caótico y extraño. Lidiar con hombres que la miraban extrañados de obedecer el criterio de una mujer no fue nada sencillo, por doquier se veía obligada a imponer su autoridad de forma taxativa para no dar pie al galimatías de opiniones contrarias unas a otras y que amenazaban con generar una guerra de influencias y envidias. Ella actuaría de juez salomónico en todas y cada unas de las decisiones, si o si y el resultado de ello no sería otro, que la sobrecarga de trabajo. Pero qué narices, tenía demasiado tiempo libre y pensar no le convenía demasiado, se decía.
Cuando cenaba frente al televisor se empeñada en acostumbrarse al idioma local, con el afán de integrarse rápidamente, fue entonces cuando descubrió que su móvil, olvidado desde el día anterior, estaba a punto de morir. Un ingente número de llamadas perdidas asolaba su buzón con mensajes. No le interesaba saber que decían ni de quien eran. Lo sabía de sobra. Con desdén lo arrojó de su lado, no sin antes tener la mala idea de responder a alguna de esas llamadas para que el operador de turno sablease la cuenta de su futuro…, la palabra le produjo risa. ¿Qué significaba él para ella? ¿Quién era ese indigente que la llamaba? – Algún fantasma del pasado feliz, y que ahora solo daba miedo y generaba olvido a su paso.
Al terminar de cenar fue a la ventana de su habitación y la abrió de par en par. La brisa de la noche entraba con el frescor aromático que tan solo en oriente se respira. Entre la protección de las cortinas que la envolvían contemplo las ventanas del resto de habitaciones del hotel, preguntándose si alguno de sus moradores se sentiría tan desgraciado como ella. En el cielo una delgada luna iba a morir al occidente oscuro de un cielo demasiado contaminado para observar el fulgor de las estrellas.

El tiempo fue pasando entre decisión y decisión hasta hacerse con el respeto de todos y la admiración de muchos. Una de las pocas tarde que tuvo libre fue de visita, a solas, por la ciudad. Desde su llegada aquel gentil hombre la acompañaba a todas partes con su sonrisa silenciosa, pero empezaba a creer que un día u otro debía prescindir de su permanente presencia para descubrir por si misma que era capaz de desenvolverse en esa cultura tan diferente.
Cuando paseaba se fijaba en la indumentaria de las mujeres en ese lugar y sobre todo en que puestos ocupaban en el rol ciudadano. Ese país era de los más liberales en cuanto a la integración de las féminas, pero aún así, la distancia con el mundo que ella conocía era mucha. No todo tenía por qué ser malo, se repetía intentado entender el funcionamiento de las cosas sin prejuicios occidentales. De hecho compró varios pañuelos de colores, tenues pero alegres, para cubrir su cabello al modo islámico.

En su oficina todo era de corte laico al estilo occidental y allí ejercía el rol de jefa suprema de inescrutables decisiones, casi como un faraón de la dinastía antigua, cetros Nejej y heka en mano.
En una de esas tarde alocadas en que el trabajo de actualidad absorbía su hemisferio, sin esperarlo, se encontró de frente con unos ojos fieros que la miraban.
Al principio ni le dio más importancia y siguió dictando órdenes a diestro y siniestro, gobernándolo todo a su antojo dictatorial, hasta que en un segundo de calma sus ojos volvieron a él. Allí seguían, mirándola desafiantes con un tenue, pero cierto, aire de zozobra. Aquel era el fotógrafo que en turno fijo recorría las calles sin horas hasta conseguir lo que de él se esperaba. Un hombre de corte occidental que de no ser por el color aceitunado de su piel, habría pasado por italiano o incluso español. Su vestimenta era peculiar sin rayar lo anticuado, un chaleco negro con leontina de plata hacía siempre que sus ojos fueran atraídos por él con una sonrisa. Estaba allí con la réflex descansando en sus hombros colgada inerte cual espada presta a ser desenfundada quitado el velo que protegía la lente.
¿Cómo se llamaba? Se vanagloriaba de haberse aprendido todos los nombres de sus empleados y sin embargo aquel nombre siempre se le resistía, como si ejerciese algún tipo de arcano misterio que si lo desvelaba, conseguiría recordar algo que había olvidado.
Uno a unió sus empleados fueron abandonando la oficina para dar cabida al nuevo turno que inauguraba la noche.
Ella siempre era la última en abandonar el barco e incluso ciertos días amanecía con la cabeza apoyada en la mesa.
Cuando disponía a abandonar el edificio para recoger su pequeño utilitario, se topó de nuevo con aquellos ojos profundos como la noche que la miraban atentos. De entre las sombras salieron a su encuentro impidiéndola el paso. Con su aliento de fuego y aroma de arena dijo las palabras que ya jamás podría olvidar nunca y que tantos desvelos sufriría luego.

_Lorena, ¿me permite robarle un poco de su tiempo?

_Si es algo referente al trabajo, espera a mañana a primera hora.- dijo sin inmutarse, al menos en apariencia.

_ lo cierto es que es algo de índole personal, pero de vital importancia y creo que debe …que tiene, derecho a saber. Puedo ¿invitarla a un café?

_ Bien, de acuerdo, ¿conoces donde me hospedo? En la cafetería andalusí dentro de una hora. No puedo permitirme perder mucho tiempo todavía tengo que enviar un par de mails y un fax a Madrid.

_Bien, entonces en una hora en su hotel, perfecto, allí estaré.
Ella se subió al vehículo y recorrió las calles infectadas de tráfico para llegar a su refugio. Una vez allí se dio una ducha revitalizante y cuando estaba a punto de conectarse al pc, vio la hora que era. Llegaba tarde. Se vistió unos vaqueros apretados con blusa étnica color café que había comprado en el Gran bazar y calzándose las sandalias salió disparada a la cafetería.

Cuando llegó, no tuvo que buscar mucho a su empleado. Estaba sentado en la mesa del fondo rodeado de un halo místico que casi podía palpase. Su mirada se perdía en el cuadro de la pared, haciendo aflorar en él una sonrisa inquietante. Era como si el mundo y él fuesen dos realidades distintas que tan solo se rozaban levemente, Como un observador que subido en su atalaya otea el discurrir de los tiempos, seguro de no ser alcanzado por nada ni nadie
Por un instante sintió su corazón acelerarse, algo que tan solo ocurría en su presencia. Es solo el fotógrafo del periódico, se dijo. ¿Pero era cierto?
Sus pasos la iban acercando a él cuando éste intuyendo su presencia giro la cabeza y aquella enigmática sonrisa se transformó en otra más radiante y a la vez oscura. Era como un torrente de luz que de pronto es cubierto por un leve velo y que va oscureciéndolo todo sin que se sepa por donde avanzan las sombras.

_Hola Emil- ¿Emil?, lo recordaba, pero ¿cómo? ¿por qué? Las preguntas se agolpaban en ella, que ruborizada, se sentó a su lado.- Siento el retraso, perdí la noción del tiempo

_Tranquila, no pasa nada, así he aprovechado para despejar la mente por un rato. ¿Quieres que te pida algo de beber?

_ Si, por favor, un té helado con una rodaja de limón, Earl grey, gracias Emil.
Levantó la mano mirando hacía la barra y del fondo del local, se acercó un camarero a atenderles. Ambos esperaron la llegada de la bebida conversando del tiempo y cuestione triviales, hasta que ella apuntó a la línea e flotación.

-¿De qué asunto querías hablarme?, ha de ser de vital importancia para citarme así de improviso…

Ella lo miraba con el rabillo del ojo mientras introducía el limón en la taza de té humeante.

-Lorena,…voy a abandonar la redacción.- su voz sonaba distante, como si la burbuja imaginaria refractara el sonido antes de llegar a ella. Por un instante la miró con esa mirada oscura llena de sentimiento, para ir bajándola a ras del suelo de baldosas blancas negras.

-Emil…¿puedo saber los motivos de tu renuncia?, ¿te sientes a disgusto? , Si es por el dinero, solo tienes que decírmelo y hablaré con el Sr. Estévez para ver qué se puede hacer.

Con la mirada fija en los zapatos, Emil, lidiaba con las voces de su pensamiento que clamaban por salir. Leves gotas de sudor perlaban su frente y con gesto de dolor elevó sus ojos hasta encontrar los de ella. Estaba tan guapa con esa luz indirecta de las farolas. Aquellos tonos hacían que su piel de canela brillara debajo de la seda. Aspiró fuerte para impregnarse de su aroma afrutado que aún tenía retazos del perfume matutino y entonces habló.

_ Lorena, yo…si dejo la redacción no es porque esté a disgusto, ni por el dinero. Son mis sentimientos los que me obligan a irme, para no ser un obstáculo. Desde el primer día que apareciste por la redacción te he amado en silencio, con cada gesto, con cada detalle, con cada golpe de timón. Te amo desesperadamente y ya no puedo remar más contra la mar que me gobierna.

Aquellas palabras cayeron como losas en el ánimo de Lorena que iba sintiéndose morir en cada una. Vio ante sí un hombre sencillo que clamaba desgarrado mientras ella protegida por su máscara de silencio contenía la mar.

_Solo, quería decírtelo. Ahora adiós Lorena. assalamoe `alaykum IA HABIBATI, IA HAIATI, IA QALBI( mi querida, mi vida, mi corazón)

Un torrente inundó sus ojos oscuros mientras se levantaba y mirándola por última vez con la ternura que solo los amantes poseen, encaminó sus pasos hacia la puerta. A medida que se alejaba iba dejando húmedas huellas que su cabeza baja intentaba disimular sin conseguirlo. El aire de la noche inundó su aliento y agarrado a la señal de la parada de taxi su brazo naufrago se levantó.
Con un esfuerzo agónico se introdujo en el Austin fx4 bronze amarillo y negro dejándose morir, y cuando cerraba la puertezuela, una mano aferró la suya que asía el picaporte interior. La voz que tantas veces había soñado en las noches insomnes que lo habitaban habló susurrando en su oído:

-wa`alaykum assalam, "Ed dounia kéda, ya dounia helwa habibi"(Si es así la vida; la vida es dulce amado")


Lorena lo abrazaba enjugando sus lágrimas de Emil con el cabello y rescatando una a una con sus labios hasta evaporarlas.
El taxista, atónito, sin preguntar nada arrancó el vehículo perdiéndose en la sinuosa serpiente de luces rojas y blancas. De vez en cuando los espiaba por el espejo interior con una sonrisa afable y cómplice.
Lorena desenterró su cabeza por un instante de los brazos de su amado y con voz firme indicó al taxista una dirección.

_Buen hombre, ¿sería tan amable de llevarnos al Sarayburnu,? Por favor

_ Será un placer, señorita, será un placer… allah akbar.

Sin decir una palabra ambos amantes permanecieron abrazados escuchando entre sus latidos la respiración del otro. Las calles se movían veloces en la ventanilla quieta como imágenes de un mundo irreal y ajeno a ellos. En su mundo todo era armónicamente expresado por el silencio de ojos cerrados, con el tacto de las caricias que sus manos tímidas profesaban la una a la otra. El aroma de ambos se había entrelazado de tal manera que se confundían irremediablemente como dos mares que se encuentran.

Cuando llegaron, el taxista carraspeo, Lorena le sonrió y extendiendo su mano entregó un billete.

_Recójanos en una hora, por favor.

-Abdul Husain a su servicio , señorita. Dijo éste besando la cara del presidente muerto impresa en el billete verde, y se alejó de allí haciendo ronronear su viejo Austin.

De la mano pasearon por los jardines que miran al cabo que Plinio el viejo describiese en sus crónicas, donde aun hoy pueden contemplarse los restos la muralla de la antigua Lygos ; a su espalda entre las sombras se levantaba el palacio de Tocapi enmarcado por las luces que lo iluminaban y por un camino de baldosas que apenas era visible a la luz de la tenue luna, contemplaron la mar iluminada que iba meciendo con calma los barcos y las sombras; al otro lado enfrentado a ellos, las luces de la ciudad que pertenece a otro continente, donde otrora estuvo el puerto de Neorión se dibujaban líneas superpuestas de bombillas encendidas entre otras que inmóviles las seguían. La eterna Bizancio dormía y ellos insomnes y locos velaban su sueño inventando el amor.
Lorena enfrentada a los ojos de Emil que sonreía, apagó los faros y se estrelló en los labios de él con tanta furia que tuvieron que sujetarse mutuamente en un abrazo feroz. El la rodeo con sus grandes ramas y la meció dulcemente mientras la devoraba, por fin entre jadeos se miraron con deseo y supieron que esa noche no se acabaría nunca.

-Emil, ahora sí que acepto tu renuncia como empleado. Mañana te iras de la redacción, para ocupar el puesto que queda vacante en mi vida.

-Oh Lorena, ayer tan solo pensar en ello me fustigaba como el viento cruel, pero hoy, ahora después de oír el latido de tu corazón junto a mío, después de sentir el roce de tu piel, nada más me importa que desear que desees mi amor y hacerme merecedor del paraíso.

- La gente hablará, habrá murmuraciones, quizá no sea yo, ni tu quien las avive, pero dime Emil, yo no soy una mujer sumisa a la que puedas gobernar con la religión y las apariencias, en todo seré tu igual o no seré, ¿estás seguro de que es eso lo que quieres?

-Aunque sea cierto que hay un paraíso con siete mujeres complacientes en el cielo de Allah, aunque los hombres me señalen con el dedo y me acusen de infiel o sea proscrito por el padre que me dio la vida, no amedrentará mi amor hacia ti. Nada significa para mí la vida si tú no me das cobijo en el amor de tus brazos.

-Me gustaría ver amanecer cada mañana mirando al mar y saber que puedo contar contigo para que seas el sol de mi vida Emil, pero tengo mucho miedo. Hoy fueron tus lágrimas y la renuncia lo que espoleó mi corazón haciendo caer la armadura. La fuerza no me conmueve Emil, ni el silencio altivo. Solo quiero que no lo olvides nunca, amor. Nunca.

_En los barrios altos, alejado del bullicio, hay un sitio desde el que se divisa la mar y pueden verse brillando las cúpulas de las mezquitas o el volar las palomas sobre ellas, allí viviremos como águilas en el nido del amor. Por la fuerza nada emprenderé, sino que, serán mis actos amantes los que harán que tus murallas caigan para convertirse en sembrados de besos y abrazos. Quiéreme solo por lo que soy, sin importarte nada más que lo veas con los ojos cerrados dentro de mi corazón. Toda palabra sobrará entonces.

-Bésame tonto, que es ahora cuando las palabras sobran más


Y se besaron inventando besos nuevos nacidos para sus bocas --como Gabriela Mistral dice en el poema-, hasta que el taxi les recogió llevándoles de regreso al hotel.

Lorena abrió los ojos despacio a la mañana, la luz rozaba su piel desnuda haciéndola brillar; con un leve gesto, miró la hora del reloj digital de la mesilla de noche y los volvió a cerrar. Un diamante brotó de sus ojos precipitándose sobre el torso desnudo de Emil que yacía dormido y enredado a su cuerpo junto a ella. El aroma del sexo llegó a ella como un mar de olas y supo que esa mañana que amanecía al mundo de su vida, se quedaría largo tiempo. Si había suerte, hasta que sus ojos fueran cerrados para siempre.