domingo, 18 de octubre de 2009

la ciudad puede esperar.


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Abrió los ojos despacio a la mañana que rozaba su piel desnuda, con un leve gesto, miró la hora del reloj digital de la mesilla de noche y los volvió a cerrar. Un diamante brotó de sus ojos precipitándose sobre la almohada blanca que tenia presa entre sus manos. No. Su voz sonó atronadora en el cuarto aún envuelto en sombras y con gesto marcial desterró la losa que hundía su pecho junto a los recuerdo.
La noche pasada había sido muy larga, demasiado. En instantáneas color sepia, veía la última discusión que había tenido con él. Si, decía bien. Esa era la última, se acabó. Una mano volaba por el aire enrarecido del cuarto lleno de gritos, como platos rotos de reproches mientras el labio y la voz temblaban incrédulos de tanto odio, de tanto falso amor. ¿Cuándo se había apagado aquel amor de juventud? Miraba la barba de tres días de él, la elegante camisa planchada por ella, los ojos inyectados en sangre y las palabras obscenas y no reconocía a ese chico tímido que en la primera cita temblaba con cada beso que ella le daba. ¿Dónde estaba ese chico ahora? ¿Había cambiado ella o tan solo era que el tiempo lo empeora todo?
Caminó por la moqueta hasta el cuarto de baño y abrió la ducha. El agua tibia recorrió su espalda desde el cuello, impactando despacio sobre su dermis tan cansada y exhausta. Cuando el jabón anego sus poros con la espuma blanca, sintió la levedad de los aromas de su juventud. Aquella marca de gel traía de vuelta los años en la universidad, las acampadas, los conciertos y las noches eternas sin dormir esperando la amanecida.

Salió de la ducha, enrolló la toalla a su cuerpo mojado y seco su cabello con gestos enérgicos. Por un instante se miró en el espejo brumoso del baño, allí vio la imagen de una mujer, pero ¿era ella? No se reconocía en ese cuerpo que empezaba a arrugarse, a secarse definitivamente. Ayer tan solo era una mujer hermosa que lucía con orgullo las flores de la vida, pero hoy…

Fue al vestidor y eligió un escotado vestido color café, sobre ropa interior blanca y unas sandalias con algo de tacón. El bolso de mano a juego con los zapatos y unos pendientes de ámbar que habían sido de su abuela materna. Un pensamiento la inundó mientras se colocaba los pendientes frente al espejo dorado. Vio la sombra de todas las mujeres que habían llevado esos mismos pendientes y sintió al cerrar los ojos un instante, la fuerza que emanaba de ellos abrazándola.
Bajó las escaleras hasta llegar a la cocina, se preparó un zumo de naranja y un té bien cargado que se bebió de un trago. El calor que desprendía el líquido ardiente en su garganta seca, hizo que recobrara la vitalidad y salió decidida a la calle donde brillaba tímido el sol de la mañana.


-El Señor Álvarez está ocupado, señorita, si tiene la bondad de esperar en la sala…_ dijo la secretaria con voz chillona-

Aquella mocosa se daba aires de importancia delante de los clientes que ella no estimaba demasiado notables, mientras que era capaz de fingirse sumisa y servicial ante los hombres de corbata y gemelos de oro. El puesto le venía que ni pintado. Imaginó por un momento lo frustrante que sería para ella desempeñar ese trabajo y mirando a los ojos de su interlocutora asintió condescendiente.
La sala de espera estaba en silencio y hasta ella llegaban vagos rumores de pasos sobre la tablazón de madera y conversaciones inconexas. El viejo cuadro de la pared recibía la luz y devolvía su imagen reflejada en él como un espejo. Sacó del bolso el pinta labios carmesí y mirándose en el reflejo del cristal endulzó su sonrisa.

-¡Pero qué sorpresa!, Lorena, pasa mujer, pasa- dijo saludando el Sr. Alberto Alvares del castillo, abogado y hombre pretencioso que no paraba de admirarse en los objetos que poseía.-¿Cómo te va todo? Siempre tan joven y hermosa…

_bien Alberto, no me puedo quejar. Bueno, mejor dicho, mal y bastante cabreada, para qué engañarse. -Los formulismos para los funcionarios, ella venía a contratar sus servicios y debía ir al grano sin dilación. Se dijo a si misma.- quiero el divorcio por la vía rápida, Alberto.

_Bien ya veo…- siéntate y hablemos más despacio Lorena.

_ Me temo Alberto que ahora vas a escucharme y luego asesorarme legalmente y si conocer a mi futuro Ex marido te supone algún tipo de impedimento, digamos, de camaradería entre amigos, dímelo ahora.

_¡Joder que genio!- dijo sorprendido el letrado- Tranquila, cuéntame lo que tienes en mente y yo lo daré forma legal, por eso de mi amistad con Mario, ni te preocupes. Además no somos tan amigos como supones. El trabajo se diferenciarlo del placer perfectamente. Cuéntamelo todo.

¿Había sonreído? Quizá el gesto agrio le quite toda espereza de ver una mujer débil, se dijo para si y apretó el bolso hasta que sus manos dolieron.

_El caso Alberto es que hay poco que contar- dijo depositando una carpeta blanca sobre la mesa – aquí está la denuncia policial, el informe de urgencias, todo ello con fecha de ésta misma mañana. También la solicitud de orden de alejamiento, que aunque no voy a necesitar, pues voy a irme ésta noche mismo, cursaremos por si acaso hiciera falta.
Quiero todo aquello que la ley dice que es mío, la casa el coche, el apartamento de la costa y los ahorros en las cuentas comunes, todo y no aceptaré menos. No se negocia.

_Bien supongo que ese apartado lo has pensado bien… -de pronto su gesto se había tornado serio y circunspecto- Un divorcio por las malas puede demorarse en el tiempo: la venta de los bienes comunes. Y en el caso de que se dicte sentencia, como pronto, pongamos, de dos a cuatro años…¿Lo entiendes?
-Desde luego, lo sé muy Bien, no hay prisa. Si tengo que volver a verlo que sea en los juzgados y ante testigos.

_ No es cosa mía, Lorena, pero ¿para tanto es? -Dijo Alberto al tiempo que arqueaba una ceja.

-En efecto, Alberto, no es cosa tuya, pero te diré que si hubo una primera vez habrá próximas. Y diciendo esto se quitó las gafas oscuras dejando al aire un ojo amoratado.

- Entiendo, cielo. Haré todo lo que esté en mi mano. ¿necesitas algo? Lo que sea, pídemelo.

- Gracias Alberto, pero no. Lo que necesito es alejarme un tiempo, recuperar mi vida y pasar página.

Al salir a la calle y respirar por fin aire fresco descubrió que la mañana se había fugado como por arte de magia y que el sol en el cielo empezaba a declinar. Con paso firme se adentró en el centro de la ciudad camino de su oficina. Cuando llegó fue derecha al despacho del jede de personal, que sin duda la estaría esperando, aunque quizá no tan pronto.

_ Hola señor Estévez, ¿puede pasar?

Un hombre de mediana edad con las sienes de plata y bastante demacrado estaba sentado delante del pc ensimismado. Con la mano izquierda sostenía la taza de café vacía mientras la otra asía el ratón que cliqueaba sin parar.

_Caramba, caramba, Lorena, pasa y siéntate anda…Señor Estévez, ¿habrase visto que descaro? ¿Cuándo hemos dejado de tutearnos?-

Su sonrisa era franca y por encima de las lentes de pasta podía apreciar unos ojos glaucos, fríos la mayoría del tiempo, pero no con ella, ni para ella. Enrique era una buena persona con mal carácter, solo eso, ¿pero quién no lo es?

_ Me lo he pensado, Enrique, quiero la corresponsalía y la quiero ya, ¿cuándo empiezo?

Enrique dejo posada la taza frente al teclado y soltando el ratón se quitó las gafas despacio. Con una pregunta en la mirada asintió bajando la vista hasta la mesa. Del bolsillo de la americana que estaba colgada de la silla giratoria en la que se hallaba sentado, sacó un paquete de tabaco, luego de su interior extrajo un cigarrillo y con mucha calma lo encendió. Con la primera bocanada de humo llevó su vista a la ventana de cristales oscurecidos por la luz de la tarde. Por fin habló

_ Cuando te ofrecí el puesto fue porque estoy convencido de que eres la mejor, pero no para que salgas huyendo de lo que quiera que te preocupe. Lorena, ¿puedes quietarte las gafas un momento, cielo?

Aquellas palabras inesperadas, que por otra parte necesitaba, hicieron aparecer una lágrima que rebelde se deslizó por su afilado rostro hasta caer en la comisura de los labios recién pintados. Volviendo la cara hacia la misma ventana que miraba su jefe contestó.

_No Enrique. No puedo, hoy me molesta la luz demasiado. _Su voz temblaba ligeramente, pero ella era pura roca, al menos por ahora.

_Como quieras,_ dijo después de soltar una bocanada de humo vaporoso_ no me hace falta que te las quites para ver lo que ocultan. No voy a decirte algo que ya sabes que sé y que llevo esperando desde que le conocí. Solo quiero que sepas que mi apoyo es incondicional y que el apartamento sucio y desastroso que tengo por casa es tuyo si lo necesitas .Ahora, ya, mañana… y cuanto tiempo quieras quedarte en él es solo asunto tuyo.

_Gracias Enrique, de verdad gracias…_ ahora estaba a punto de derrumbarse la muralla defensiva que protegía su reino mal herido y lluvioso pero con un esfuerzo sobre humano se rehízo como pudo y continuó hablando._ …Pero preferiría salir de la ciudad, mantenerme ocupada y sobre todo no pensar demasiado en mis miserias, me entiendes ¿verdad?

_ Hay un vuelo ésta misma noche, puedo reservarte plaza en él y un hotel en el acto. No va a ser fácil el principio allí, así que, por favor, cuídate y mantenme informado a diario de cómo lo llevas, no quisiera tener que sustituirte demasiado pronto.

La despedida fue muy breve y quizá algo fría. Quiso abrazarlo, sentir su calor de amigo y resguardarse en él, pero decidió salir por la puerta mientras contenía una a una las lágrimas que nada más cerrar la puerta emergieron en sus ojos.

La sala vip del aeropuerto estaba en silencio, apenas media docena de personas esperaban vuelo aquella tarde en sus sillones. Lorena entró con aire fatigado a pesar de la ducha y el cambio de indumentaria. Ahora lucía unos vaqueros ajustados con botines negros de cuero y algo de tacón, una camisa de seda blanca que dejaba entrever su ropa interior y un chaleco negro a juego con la mochila de cremalleras que llevaba a la espalda. Se sentó cerca de la gran cristalera que miraba a la pista de aterrizaje cuando una azafata le trajo un sándwich vegetal y un Bombay sapphire con limón . En la librería antes de facturar había comprado un libro cuya decisión no fue tan fácil como esperaba. Tenía claro que no le apetecía leer un betseller novedoso de ningún autor masculino. No porque aquellos hombres tuvieran culpa de nada de lo sucedido, sino porque quería identificarse con la escritora, ser ella, oír el lenguaje que tan solo las mujeres escribas y quizá muy pocos de los hombres transmiten. Revisó la oferta y separó media docena de libros; Isabel allende, Rosa Montero, Fred Vargas, Lucia Etxebarría entre las autoras. Era tan difícil decidirse por nada en ese día tan oscuro…

Fue al mostrador con un libro totalmente elegido al azar y que solo en el momento de pagarlo vio cual era. Sonrió sin pretenderlo. Quizá hay destinos que superen a los hombres e indiquen con su flecha la dirección que se debe tomar, pensó para sí. Son los libros los que buscan a una…
Sacó el libro y empezó a leerlo con placer. De poco en poco se llevaba la copa para humedecer los labios mientras devora las páginas de aquella maravillosa historia. Por el rabilo del ojo vio la figura de un hombre que se detenía frente a ella. Era alto, apuesto, con la mirada segura de sí mismo. Vestía un pantalón de pinzas color arena con cinturón y zapatos de piel, italianos. La camisa perfectamente planchada con gemelos de oro y rubí destacaba como las velas de un velero y dejaban entrever su musculatura de gimnasio. Sobre la mano derecha que sostenía un líquido color oro- whisky según dedujo- estaba apoyada la americana y con una sonrisa perfecta de anuncio de televisión la miraba atentamente. Apuesto se dijo levantando la vista del libro y mirándole de soslayo.

-Buenas tarde, no he podido resistirme a espiar el título de ese libro. ¿Le importa si me siento aquí?

Su aroma a perfume y body milk llegó a ella en oleadas turbando su mente cansada.

-Si desde luego- ¿si? Se dijo incrédula a sí misma.

-He leído algo de esa autora hace tiempo y la verdad es que su humor me parece elegante y atrevido. Una visión muy particular de ver la literatura…

_No sabría decirle, es el primero que leo y ha sido una elección casual totalmente.
-En serio? No pareces de las que deja al azar ningún cabo en tu vida. Se te ve tan segura desde aquí que…

¿Segura? Enmarcó una ceja y miró atentamente el interior de aquellos ojos: Lentillas de color. El azul era un color que la gustaba, la recordaba al mar de su infancia.

-Las apariencias no son sinceras. Nunca lo son.

El levantó la mano izquierda para atusarse el pelo totalmente engominado que no dejaba ni un cabello rebelde. Con el movimiento se aseguró que viese el rolex de oro y brillantes que ceñía su muñeca, aunque quizá lo que no pretendía era mostrar la marca de haberse quitado el anillo de compromiso del dedo anular, que los ojos atentos de Lorena descubrieron al instante: Su franja lo delataba.
-Estoy de camino a Estambul, negocios ya sabes y tú ¿hacia dónde te diriges?, a todo esto Alejandro Falcó, encantado
Al oír el destino su sonrisa la delató y alumbro por un momento la estancia.
La mano de él voló por el aire para estrechar la suya y arqueando el cuerpo se aproximó en un intento de besar su mejilla, pero la rigidez y el gesto explicito de Lorena hizo que se irguiera a medio camino. Sus manos se rozaron sin fuerza, en un saludo formal y breve.

- Lorena a secas, encantada. Vaya, que casualidad. Allí me dirijo si es que no se retrasa más el condenado vuelo.

Aquel hombre hablaba con bastante soltura y elegancia pero, en sus ojos podía leerse el deseo atrapado. Una a una sus miradas se desviaban en dirección a sus senos intentando vislumbrar la piel blanca que escondía el último botón de la camisa transparente.

Ella lo imaginó desnudo frente a ella, su torso musculado, sus abdominales bien definidas, el pene erecto sobre el ombligo y la total ausencia de bello, con la tersura de un adolescente. Su aroma embriagador seduciéndola de cerca y atrapando su esencia, las fuertes y agiles manos acariciando despacio los caminos de su cuerpo…
De pronto sintió la mano en la suya y recuperando la conversación escuchó las últimas palabras

-…Sería estupendo que pudiéramos cenar a la luz de las velas en mi hotel ésta noche y así conocerte mejor…no hace falta que contestes ahora. Sonreía.

Su ensoñación se diluyó de repente y apartando la mano, dejó que la fiereza de sus ojos azabache respondiera por ella. Hubo largo silencio entre los dos y por fin él se levantó con la escusa de ir al servicio.

Cuando volvió ella se había pedido otro Bombay y otro sándwich. La conversación decayó hasta morir y se sumergió en el libro hasta el aviso del vuelo por megafonía.
El vuelo fue tedioso, sin chispa, ni aliciente alguno aparte de haber perdido de vista a aquel hombre sin sustancia. ¿enserio lo era? Tenía que corregir ese defecto suyo de evaluar a los hombres por las apariencias, pero ¿se confundía? No. Sus ojos le habían delatado desde el primer encuentro con los suyos. Ardía en deseos de tener otra aventura más y ella debía ser su tipo. Qué engañado estaba aquel pobre infeliz. Se imaginó a la esposa sumisa en el hogar junto al perro labrador y los dos hijos vestidos de marineritos primera comunión. Hipócrita.


En la terminal de llegadas le esperaba Abdul Hasan, un hombre cetrino, aceitunado de generosos labios, nariz prominente y pelo ensortijado. Lucía un pantalón de pinzas color azul marino con camisa blanca sin corbata, que hacía destacar aún más aquella sonrisa campechana y familiar. Aquel hombre la rescató del caos aeroportuario para introducirla en la jungla circulatoria de la ciudad nocturna, donde las leyes de tráfico parecían no existir. Más de una vez contuvo la respiración esperando la inminente colisión con los vehículos, que sin aviso previo, se cruzaban en la trayectoria de aquel viejo Mercedes 300 Sel 3.5 azul metalizado. Cuando por fin se bajo en la puerta del hotel, estuvo a punto de besar el suelo y hacer promesa de no volver a montarse nunca en un automóvil, pero por la mañana, tendría que hacerlo de nuevo y no se debe jurar en falso. Con un hasta mañana se despidieron y ella pudo refugiarse en la habitación de aquel hotel.
Era sencilla, pero acogedora: contaba con una cama de uno cincuenta por dos y un dosel colonial con mosquitera blanca. A su derecha, la ventana oculta tras los visillos, que dejaban pasar la luz de las farolas del jardín y enfrentado a ésta un enorme espejo de marco dorado, en el que uno casi podía verse uno de cuerpo entero. A su lado la puerta del aseo muy sencillo con ducha. La grifería dorada era la original o al menos así le parecía, cosa que daba un toque rústico y antiguo a la estancia. A los pies de la cama se encontraba un pequeño escritorio con una silla de patas leonadas en la que dejó su mochila para tenderse boca abajo sobre la colcha con motivos florales.
Se quedó dormida inmediatamente sin desvestirse y fue la luz de la mañana quien de puntillas le dio los buenos días. Un sol radiante iluminaba la habitación haciéndola entrecerrar sus ojos de miel. Tras correr de golpe la cortina vio por primera vez aquella luz de la que tanto hablaban en los libros, novelas y guías de viaje que ella había leído con fervor religioso. Allí la luz, las especias y la mar lo eran todo. A lo lejos podía oírse la letanía del muecín anunciando la oración en la gran mezquita de brillante bóveda azul.

Su primer día laboral fue de lo más caótico y extraño. Lidiar con hombres que la miraban extrañados de obedecer el criterio de una mujer no fue nada sencillo, por doquier se veía obligada a imponer su autoridad de forma taxativa para no dar pie al galimatías de opiniones contrarias unas a otras y que amenazaban con generar una guerra de influencias y envidias. Ella actuaría de juez salomónico en todas y cada unas de las decisiones, si o si y el resultado de ello no sería otro, que la sobrecarga de trabajo. Pero qué narices, tenía demasiado tiempo libre y pensar no le convenía demasiado, se decía.
Cuando cenaba frente al televisor se empeñada en acostumbrarse al idioma local, con el afán de integrarse rápidamente, fue entonces cuando descubrió que su móvil, olvidado desde el día anterior, estaba a punto de morir. Un ingente número de llamadas perdidas asolaba su buzón con mensajes. No le interesaba saber que decían ni de quien eran. Lo sabía de sobra. Con desdén lo arrojó de su lado, no sin antes tener la mala idea de responder a alguna de esas llamadas para que el operador de turno sablease la cuenta de su futuro…, la palabra le produjo risa. ¿Qué significaba él para ella? ¿Quién era ese indigente que la llamaba? – Algún fantasma del pasado feliz, y que ahora solo daba miedo y generaba olvido a su paso.
Al terminar de cenar fue a la ventana de su habitación y la abrió de par en par. La brisa de la noche entraba con el frescor aromático que tan solo en oriente se respira. Entre la protección de las cortinas que la envolvían contemplo las ventanas del resto de habitaciones del hotel, preguntándose si alguno de sus moradores se sentiría tan desgraciado como ella. En el cielo una delgada luna iba a morir al occidente oscuro de un cielo demasiado contaminado para observar el fulgor de las estrellas.

El tiempo fue pasando entre decisión y decisión hasta hacerse con el respeto de todos y la admiración de muchos. Una de las pocas tarde que tuvo libre fue de visita, a solas, por la ciudad. Desde su llegada aquel gentil hombre la acompañaba a todas partes con su sonrisa silenciosa, pero empezaba a creer que un día u otro debía prescindir de su permanente presencia para descubrir por si misma que era capaz de desenvolverse en esa cultura tan diferente.
Cuando paseaba se fijaba en la indumentaria de las mujeres en ese lugar y sobre todo en que puestos ocupaban en el rol ciudadano. Ese país era de los más liberales en cuanto a la integración de las féminas, pero aún así, la distancia con el mundo que ella conocía era mucha. No todo tenía por qué ser malo, se repetía intentado entender el funcionamiento de las cosas sin prejuicios occidentales. De hecho compró varios pañuelos de colores, tenues pero alegres, para cubrir su cabello al modo islámico.

En su oficina todo era de corte laico al estilo occidental y allí ejercía el rol de jefa suprema de inescrutables decisiones, casi como un faraón de la dinastía antigua, cetros Nejej y heka en mano.
En una de esas tarde alocadas en que el trabajo de actualidad absorbía su hemisferio, sin esperarlo, se encontró de frente con unos ojos fieros que la miraban.
Al principio ni le dio más importancia y siguió dictando órdenes a diestro y siniestro, gobernándolo todo a su antojo dictatorial, hasta que en un segundo de calma sus ojos volvieron a él. Allí seguían, mirándola desafiantes con un tenue, pero cierto, aire de zozobra. Aquel era el fotógrafo que en turno fijo recorría las calles sin horas hasta conseguir lo que de él se esperaba. Un hombre de corte occidental que de no ser por el color aceitunado de su piel, habría pasado por italiano o incluso español. Su vestimenta era peculiar sin rayar lo anticuado, un chaleco negro con leontina de plata hacía siempre que sus ojos fueran atraídos por él con una sonrisa. Estaba allí con la réflex descansando en sus hombros colgada inerte cual espada presta a ser desenfundada quitado el velo que protegía la lente.
¿Cómo se llamaba? Se vanagloriaba de haberse aprendido todos los nombres de sus empleados y sin embargo aquel nombre siempre se le resistía, como si ejerciese algún tipo de arcano misterio que si lo desvelaba, conseguiría recordar algo que había olvidado.
Uno a unió sus empleados fueron abandonando la oficina para dar cabida al nuevo turno que inauguraba la noche.
Ella siempre era la última en abandonar el barco e incluso ciertos días amanecía con la cabeza apoyada en la mesa.
Cuando disponía a abandonar el edificio para recoger su pequeño utilitario, se topó de nuevo con aquellos ojos profundos como la noche que la miraban atentos. De entre las sombras salieron a su encuentro impidiéndola el paso. Con su aliento de fuego y aroma de arena dijo las palabras que ya jamás podría olvidar nunca y que tantos desvelos sufriría luego.

_Lorena, ¿me permite robarle un poco de su tiempo?

_Si es algo referente al trabajo, espera a mañana a primera hora.- dijo sin inmutarse, al menos en apariencia.

_ lo cierto es que es algo de índole personal, pero de vital importancia y creo que debe …que tiene, derecho a saber. Puedo ¿invitarla a un café?

_ Bien, de acuerdo, ¿conoces donde me hospedo? En la cafetería andalusí dentro de una hora. No puedo permitirme perder mucho tiempo todavía tengo que enviar un par de mails y un fax a Madrid.

_Bien, entonces en una hora en su hotel, perfecto, allí estaré.
Ella se subió al vehículo y recorrió las calles infectadas de tráfico para llegar a su refugio. Una vez allí se dio una ducha revitalizante y cuando estaba a punto de conectarse al pc, vio la hora que era. Llegaba tarde. Se vistió unos vaqueros apretados con blusa étnica color café que había comprado en el Gran bazar y calzándose las sandalias salió disparada a la cafetería.

Cuando llegó, no tuvo que buscar mucho a su empleado. Estaba sentado en la mesa del fondo rodeado de un halo místico que casi podía palpase. Su mirada se perdía en el cuadro de la pared, haciendo aflorar en él una sonrisa inquietante. Era como si el mundo y él fuesen dos realidades distintas que tan solo se rozaban levemente, Como un observador que subido en su atalaya otea el discurrir de los tiempos, seguro de no ser alcanzado por nada ni nadie
Por un instante sintió su corazón acelerarse, algo que tan solo ocurría en su presencia. Es solo el fotógrafo del periódico, se dijo. ¿Pero era cierto?
Sus pasos la iban acercando a él cuando éste intuyendo su presencia giro la cabeza y aquella enigmática sonrisa se transformó en otra más radiante y a la vez oscura. Era como un torrente de luz que de pronto es cubierto por un leve velo y que va oscureciéndolo todo sin que se sepa por donde avanzan las sombras.

_Hola Emil- ¿Emil?, lo recordaba, pero ¿cómo? ¿por qué? Las preguntas se agolpaban en ella, que ruborizada, se sentó a su lado.- Siento el retraso, perdí la noción del tiempo

_Tranquila, no pasa nada, así he aprovechado para despejar la mente por un rato. ¿Quieres que te pida algo de beber?

_ Si, por favor, un té helado con una rodaja de limón, Earl grey, gracias Emil.
Levantó la mano mirando hacía la barra y del fondo del local, se acercó un camarero a atenderles. Ambos esperaron la llegada de la bebida conversando del tiempo y cuestione triviales, hasta que ella apuntó a la línea e flotación.

-¿De qué asunto querías hablarme?, ha de ser de vital importancia para citarme así de improviso…

Ella lo miraba con el rabillo del ojo mientras introducía el limón en la taza de té humeante.

-Lorena,…voy a abandonar la redacción.- su voz sonaba distante, como si la burbuja imaginaria refractara el sonido antes de llegar a ella. Por un instante la miró con esa mirada oscura llena de sentimiento, para ir bajándola a ras del suelo de baldosas blancas negras.

-Emil…¿puedo saber los motivos de tu renuncia?, ¿te sientes a disgusto? , Si es por el dinero, solo tienes que decírmelo y hablaré con el Sr. Estévez para ver qué se puede hacer.

Con la mirada fija en los zapatos, Emil, lidiaba con las voces de su pensamiento que clamaban por salir. Leves gotas de sudor perlaban su frente y con gesto de dolor elevó sus ojos hasta encontrar los de ella. Estaba tan guapa con esa luz indirecta de las farolas. Aquellos tonos hacían que su piel de canela brillara debajo de la seda. Aspiró fuerte para impregnarse de su aroma afrutado que aún tenía retazos del perfume matutino y entonces habló.

_ Lorena, yo…si dejo la redacción no es porque esté a disgusto, ni por el dinero. Son mis sentimientos los que me obligan a irme, para no ser un obstáculo. Desde el primer día que apareciste por la redacción te he amado en silencio, con cada gesto, con cada detalle, con cada golpe de timón. Te amo desesperadamente y ya no puedo remar más contra la mar que me gobierna.

Aquellas palabras cayeron como losas en el ánimo de Lorena que iba sintiéndose morir en cada una. Vio ante sí un hombre sencillo que clamaba desgarrado mientras ella protegida por su máscara de silencio contenía la mar.

_Solo, quería decírtelo. Ahora adiós Lorena. assalamoe `alaykum IA HABIBATI, IA HAIATI, IA QALBI( mi querida, mi vida, mi corazón)

Un torrente inundó sus ojos oscuros mientras se levantaba y mirándola por última vez con la ternura que solo los amantes poseen, encaminó sus pasos hacia la puerta. A medida que se alejaba iba dejando húmedas huellas que su cabeza baja intentaba disimular sin conseguirlo. El aire de la noche inundó su aliento y agarrado a la señal de la parada de taxi su brazo naufrago se levantó.
Con un esfuerzo agónico se introdujo en el Austin fx4 bronze amarillo y negro dejándose morir, y cuando cerraba la puertezuela, una mano aferró la suya que asía el picaporte interior. La voz que tantas veces había soñado en las noches insomnes que lo habitaban habló susurrando en su oído:

-wa`alaykum assalam, "Ed dounia kéda, ya dounia helwa habibi"(Si es así la vida; la vida es dulce amado")


Lorena lo abrazaba enjugando sus lágrimas de Emil con el cabello y rescatando una a una con sus labios hasta evaporarlas.
El taxista, atónito, sin preguntar nada arrancó el vehículo perdiéndose en la sinuosa serpiente de luces rojas y blancas. De vez en cuando los espiaba por el espejo interior con una sonrisa afable y cómplice.
Lorena desenterró su cabeza por un instante de los brazos de su amado y con voz firme indicó al taxista una dirección.

_Buen hombre, ¿sería tan amable de llevarnos al Sarayburnu,? Por favor

_ Será un placer, señorita, será un placer… allah akbar.

Sin decir una palabra ambos amantes permanecieron abrazados escuchando entre sus latidos la respiración del otro. Las calles se movían veloces en la ventanilla quieta como imágenes de un mundo irreal y ajeno a ellos. En su mundo todo era armónicamente expresado por el silencio de ojos cerrados, con el tacto de las caricias que sus manos tímidas profesaban la una a la otra. El aroma de ambos se había entrelazado de tal manera que se confundían irremediablemente como dos mares que se encuentran.

Cuando llegaron, el taxista carraspeo, Lorena le sonrió y extendiendo su mano entregó un billete.

_Recójanos en una hora, por favor.

-Abdul Husain a su servicio , señorita. Dijo éste besando la cara del presidente muerto impresa en el billete verde, y se alejó de allí haciendo ronronear su viejo Austin.

De la mano pasearon por los jardines que miran al cabo que Plinio el viejo describiese en sus crónicas, donde aun hoy pueden contemplarse los restos la muralla de la antigua Lygos ; a su espalda entre las sombras se levantaba el palacio de Tocapi enmarcado por las luces que lo iluminaban y por un camino de baldosas que apenas era visible a la luz de la tenue luna, contemplaron la mar iluminada que iba meciendo con calma los barcos y las sombras; al otro lado enfrentado a ellos, las luces de la ciudad que pertenece a otro continente, donde otrora estuvo el puerto de Neorión se dibujaban líneas superpuestas de bombillas encendidas entre otras que inmóviles las seguían. La eterna Bizancio dormía y ellos insomnes y locos velaban su sueño inventando el amor.
Lorena enfrentada a los ojos de Emil que sonreía, apagó los faros y se estrelló en los labios de él con tanta furia que tuvieron que sujetarse mutuamente en un abrazo feroz. El la rodeo con sus grandes ramas y la meció dulcemente mientras la devoraba, por fin entre jadeos se miraron con deseo y supieron que esa noche no se acabaría nunca.

-Emil, ahora sí que acepto tu renuncia como empleado. Mañana te iras de la redacción, para ocupar el puesto que queda vacante en mi vida.

-Oh Lorena, ayer tan solo pensar en ello me fustigaba como el viento cruel, pero hoy, ahora después de oír el latido de tu corazón junto a mío, después de sentir el roce de tu piel, nada más me importa que desear que desees mi amor y hacerme merecedor del paraíso.

- La gente hablará, habrá murmuraciones, quizá no sea yo, ni tu quien las avive, pero dime Emil, yo no soy una mujer sumisa a la que puedas gobernar con la religión y las apariencias, en todo seré tu igual o no seré, ¿estás seguro de que es eso lo que quieres?

-Aunque sea cierto que hay un paraíso con siete mujeres complacientes en el cielo de Allah, aunque los hombres me señalen con el dedo y me acusen de infiel o sea proscrito por el padre que me dio la vida, no amedrentará mi amor hacia ti. Nada significa para mí la vida si tú no me das cobijo en el amor de tus brazos.

-Me gustaría ver amanecer cada mañana mirando al mar y saber que puedo contar contigo para que seas el sol de mi vida Emil, pero tengo mucho miedo. Hoy fueron tus lágrimas y la renuncia lo que espoleó mi corazón haciendo caer la armadura. La fuerza no me conmueve Emil, ni el silencio altivo. Solo quiero que no lo olvides nunca, amor. Nunca.

_En los barrios altos, alejado del bullicio, hay un sitio desde el que se divisa la mar y pueden verse brillando las cúpulas de las mezquitas o el volar las palomas sobre ellas, allí viviremos como águilas en el nido del amor. Por la fuerza nada emprenderé, sino que, serán mis actos amantes los que harán que tus murallas caigan para convertirse en sembrados de besos y abrazos. Quiéreme solo por lo que soy, sin importarte nada más que lo veas con los ojos cerrados dentro de mi corazón. Toda palabra sobrará entonces.

-Bésame tonto, que es ahora cuando las palabras sobran más


Y se besaron inventando besos nuevos nacidos para sus bocas --como Gabriela Mistral dice en el poema-, hasta que el taxi les recogió llevándoles de regreso al hotel.

Lorena abrió los ojos despacio a la mañana, la luz rozaba su piel desnuda haciéndola brillar; con un leve gesto, miró la hora del reloj digital de la mesilla de noche y los volvió a cerrar. Un diamante brotó de sus ojos precipitándose sobre el torso desnudo de Emil que yacía dormido y enredado a su cuerpo junto a ella. El aroma del sexo llegó a ella como un mar de olas y supo que esa mañana que amanecía al mundo de su vida, se quedaría largo tiempo. Si había suerte, hasta que sus ojos fueran cerrados para siempre.

sábado, 10 de octubre de 2009

Verenice de Bretaña.



La tarde había estado animada y un número ingente de turistas, cámara en ristre, se había interesado por mis dibujos. Como de costumbre dejé los exiguos bártulos en el quiosco de Alain y me dispuse a dar un largo paseo hasta mi guarida. Alain es uno de esos monumentos cotidianos, que tras cuarenta años regentando su quiosco de dulces y prensa, es querido por todos los parisinos como un familiar más. Con un hasta mañana cordial, se despidió de mi regalándome una de sus sonrisas sinceras, que yo correspondí lanzándole un beso, guiño de ojo incluido y encaminé mis pasos avenida arriba alejándome del Sena.

Tenía el humor tormentoso y sólo los lápices parecían poder calmar el viento huracanado de mi interior. Anduve deprisa sin fijar la vista en nada ni en nadie; las baldosas volaban debajo de mis pies y al doblar la esquina de Rue Le Martinique, decidí hacer tiempo en la taberna de Joss y calmar los mares que arreciaban la costa.

La taberna de Joss, un bretón alejado del mar como yo, es un lugar apacible donde la música nunca impide conversar. Todo en ella es de madera y bronce emulando un velero. Los grandes ventanales que dan a la calle imprimen un aire bohemio, donde solo la barra queda iluminada por una tenue luz amarillenta, que la campana de bronce irisa sobre las botellas de licor.

Pedí un té con una nube de leche y me senté en la mesa del fondo junto a la ventana, allí había mucho más luz y podría abstraerme de todo por un tiempo.
Dejé sobre el suelo el vetusto porta láminas que siempre me acompaña y mecánicamente di vueltas y más vueltas a la cucharilla mareando el oscuro líquido, hasta entrar en trance. Por un instante dejé de oír el murmullo de la gente, la música, el tintineo rítmico que la cucharilla metálica producía al chocar con la taza de loza blanca; casi podía oír como chocaban las ideas en mi acelerado cerebro, buscando desesperadamente una solución lógica a la actual situación.

Jean era un buen tipo, pero me asaltaban dudas acerca de mis verdaderos sentimientos hacia él. Con él todo parecía sencillo y sin embargo cada día me sumía en una desesperanza tal, que tenía la sensación de ser un naufrago antes de embarcar. La monotonía estaba a punto de asfixiarme por completo, junto a mis sentimientos hacia él.
Éramos demasiado diferentes y esa diferencia se acrecentaba los domingos por la tarde, cuando acompañado de sus amigos, se ponía delante del televisor a despotricar sobre el juego, los jugadores, el árbitro o la madre de éste, mientras bebían cerveza barata y comían compulsivamente frutos secos. Obviamente tenía sus momentos, pero con el paso de los meses, se habían hecho casi imperceptibles para mí, o tal vez era yo misma la que había cambiado y ahora que la marea estaba baja, veía el fondo rocoso bajo la quilla.


Mi mente voló sin darme cuenta de regresó a los días de Brighton, cuando en una taberna parecida ésta, una chica sentada en la barra con media pinta de cerveza en la mano cambio el curso de los ríos.
Según la vi, no pude resistirme y sacando unas cuartillas del porta láminas, empecé a trazar líneas a carboncillo. Era deslumbrante, como un ángel bajado al purgatorio, visto por una de las almas en pena. Su luz iluminaba aquella inmunda taberna llena de humo y cerveza barata; pero ella, ¡oh!, ella era perfecta. La candidez de su mirada, los labios de fresa madura, la palidez del rostro, aquellas dos preciosas y grandes aguamarinas enmarcadas por unas cejas finamente perfiladas.

El carboncillo se deslizaba por el papel velozmente trazando sus curvas perfectas, su faz, sus manos. Y qué manos. Eran pequeñas, finas, delicadas como aves que sobresalían de sus brazos ligeros. Por eso dediqué varias de las cuartillas a tan sublime símbolo de perfección aurea. Estaba tan absorta en la creación y en captar la luz de aquella desconocida, que no vi como se acercaba hasta mi mesa. De pronto estaba a un paso de mí, observando con aquellos preciosos ojos mis bocetos.
Me azoré tanto que la sangre inundó mis mejillas tiznándolas de rosa y ninguna palabra mía acudió a las suyas, que amables, preguntaron si podía sentarse en mi mesa.

¬ Lo siento…_ Dijo mirándome a los ojos_ No quería interrumpirte, pero me moría de ganas de ver que era lo que mirabas tan concentrada.

Tampoco pude contestar ésta vez, pero por alguna circunstancia, ella prosiguió su monologo, sentándose a mi lado, con ese timbre de voz que sólo los londinenses tienen.

¬ Son magníficos, ¿sabes? Adoro el arte, de hecho vengo de una exposición de un amigo mío que…

Estuvimos hablando largas horas que parecieron segundos; su voz elegante y segura de sí misma, era como la obertura de alguno de los grandes músicos de antaño; acariciaba mi oído trasladándome al parnaso de los sentidos.

De pronto, sin saber cómo, estaba subida a su vehículo recorriendo las calles mojadas por una tenue llovizna que hacía brillar los halos de las farolas. Ella continuaba hablando y hablando; de sus peripecias artísticas de cuando estudiaba bellas artes en Paris, del concierto de año nuevo en Viena, de la inauguración de tal o cual espectáculo… Su vida era un continuo ir y venir de evento en evento por ciudades de ensueño que sus acaudalados padres permitían orgullosos. La niña, era un arbiter elegantiae en cuanto a decoración y a sus escasos veinticinco años, dirigía una floreciente empresa de diseño gráfico con cinco empleados.

El vehículo se paró delante de la verja de hierro forjado que accedía a la residencia familiar. Mientras esperábamos la apertura de la puerta automática, ella sonriendo pícaramente, accionó un botón y la capota se plegó dejando entrar la llovizna fría. Los focos hacían brillar como pequeños diamantes sobre su cabello dorado, las finas gotas de lluvia y reía con una risa cristalina que danzaba en mis oídos, como bailarinas de ballet. Su carcajada llenaba la oscura carretera de graba que conducía a la mansión de dos plantas estilo victoriano.¡ Qué hermosa era con aquella luz!
Por fin el ruido del motor se extinguió dejando que el sonido de la noche nos rodease. Los focos del descapotable iluminaban la entrada y Sibil en silencio por primera vez en toda la noche me miraba con sus deslumbrantes ojos azules. A cámara lenta sentí su mano sobre la mía, mientras la otra acariciaba mi pelo mojado que caía inerte sobre una empapada camisa blanca, donde mis erectos pezones amenazaban con desgarrar la tela. Ella se había percatado y por un instante me azoré bajando la mirada. De pronto sus manos se abalanzaron sobre la camisa liberando mis pechos, al tiempo que me besaba los labios con deseo. Me acarició los senos desnudos, recogiendo la lluvia que caía sobre ellos, los besó, los lamió, los estrujó, mientras yo era espectadora muda de la escena.
Torpemente subimos los peldaños de la escalinata cogidas de la mano, abrimos la puerta de entrada lacada en blanco y tras el ruido seco al cerrarse. Me rodeo con sus brazos haciéndome sentir el fuego de su cuerpo. Sin apenas luz, fui descubriendo sus misterios con la excitación de una adolescente. Despacio, muy despacio, deteniéndome en cada pliegue de su piel de seda. Una a una las prendas mojadas que vestían su cuerpo, fueron cayendo hasta que la desnudez nos cubrió con su manto. Hicimos el amor y nos amamos tanto, que la luz de la mañana nos sorprendió sobre la alfombra persa del hall de entrada y contagiando a los muebles clásicos con nuestra risa, subimos corriendo las escaleras hasta su habitación para refugiamos dentro de la cama tapadas hasta la nariz por el edredón nórdico de pluma y seducidas por Morfeo yacimos abrazadas.

Era mediodía cuando me despertó la claridad que de puntillas se filtraba entre las rendijas de la veneciana. Sibil, despierta contemplaba mi sueño con una de sus maravillosas sonrisas, me besó en los labios, un beso tierno y húmedo; leve como el rocío de la mañana, que hizo que un escalofrío me recorriera el cuerpo aun dormido.

_ ¿Sabes? Ha sido la primera vez. Nunca antes había tenido sexo con una chica._ Balbucí, aun medio dormida.

Su mano acarició nuevamente mi pecho desnudo, que despertó al momento, y poniéndo su dedo índice en mis labios al tiempo que besaba el lóbulo de mi oreja dijo:

_ No ha sido sólo sexo, Verenice. Ha sido amor. Me he enamorado de ti en aquel bar.
Sin saber por qué, me puse a llorar como una tonta.

Era tan feliz entre sus brazos, que poco me importaba si era del mismo sexo que yo. Podía leer el amor en sus ojos de mar. La rodeé con mis brazos apretando mi pecho contra el suyo, y recostándola sobre la cama, la hice el amor despacio durante toda la tarde.


Esa fue la primera de las mil trescientas trece noches que pasamos inventando el amor. De aquel amor, para mí nuevo, surgió una de las etapas más creativas y felices de mi vida. Un frenesí sensorial y pictórico que me hizo trabajar día y noche, inundando con mis cuadros, no solo el estudio que Sibil acondicionó para mí, sino que también el salón, las habitaciones, todo. Ni que decir tiene que ella era el motivo principal de mis obras. Posó para mí como sólo una persona enamorada puede y por esa razón, todo lo que salió de mis pinceles y carboncillos fue tan especial.
Me presentó en la sociedad burguesa londinense y de su mano fui a todas las fiestas. Magnates, escritores noveles, artistas, deportistas de élite. Y todos ensalzaban los dibujos hasta el punto que llegué a tener lista de espera de encargos para pintar.

Pero los cuentos de hadas, desgraciadamente duran poco.

Era martes, llovía débilmente sobre la campiña inglesa de Windham hill cotagge, así se llamaba la casa de vacaciones que los padres de Sibil poseían en las afueras de Londres. Era nuestro nido de amor. Yo trabajaba en uno de los últimos encargos: un pura sangre de la prestigiosa cuadra que ese año había ganado, nada menos, que el Gran National.
Hice un receso para tomarme un té caliente, cuando caí en la cuenta de la hora que era. La luz de la tarde había sido secuestrada por algún dios perverso, que en su lugar había instalado la oscuridad detrás de los cristales. Sibil no había venido; y lo que era peor, no había llamado. Apagué las luces de la casa y subí a la habitación, donde todo me recordaba a ella. Abriendo la cama me rebujé dentro del edredón aspirando fuertemente para rescatar su aroma: Vainilla mezclado con su perfume y su olor corporal. Su sola presencia hacía que perdiera el sentido. Estuve despierta esperando su llegada; toda la noche deseando su cuerpo de fuego junto al mío, que no llegó, ni llamó. Y no era la primera vez ese mes.

Al borde de la desesperación, me levanté vistiéndome con lo primero que cogí del armario y me puse en camino a su apartamento de Londres. En la autopista poco a poco el dios perverso, fue liberando la luz que había robado a la tarde anterior y la mostró de par en par cuando aparcaba el coche bajo la ventana del apartamento de Sibil. A la entrada del inmueble me recibió Alister, el portero, que con un amable saludo a la inglesa, me abrió la puerta. Corrí hasta el ascensor que iba más lento que de costumbre, pues tardo varios años en ascender hasta el ático del edificio. Busqué las llaves en el bolso, y me dispuse a abrir la puerta con un temblor de manos tal, que habría sido incapaz de enhebrar una aguja del tamaño de la torre de Londres. Por fin pude hacerlo y abrí la puerta despacio. No se oía ningún ruido y tampoco encendí otra luz, que la que a hurtadillas había entrado por las ventanas. Todo parecía vacio y sin embargo sabía que Sibil estaba allí; su aroma no me engañaba. A las puertas de su habitación asomé la cabeza conteniendo la respiración tratando de que el estruendo de mi corazón no despertase su descanso. Estaba abrazada a un hombre que la rodeaba con su brazo de forma protectora, como ella solía hacer conmigo. La ropa de ambos esparcida por la habitación en penumbras y el aroma que desprendían se agolpó de tal forma en mí, que sobrevino una arcada, al tiempo que lágrimas de rabia brotaban de mis ojos y lloré. Lloré a pleno pulmón mientras bajaba las escaleras de dos en dos hacía el coche , lloré por las calles de esa ciudad, que por la mañana, son un caos circulatorio y lloré más sí cabe, por qué no tenía donde ir aparte de la guarida que Sibil había fabricado para mí.
Fui a toda velocidad a Windham Hill cotagge, recogí todo los cuadros, las pinturas, los bocetos, mis exiguas ropas y escapé lejos de aquella colina que se había tornado para mi, tan agria como el vino malo que se hace anciano.


Desperté de mis ensoñaciones, cuando Joss hizo sonar la campana al tiempo que con voz grave anunciaba la hora de cierre. Me miraba de hito en hito haciendo que sacaba brillo a las jarras de cerveza, sin atreverse a comentar nada .La taberna estaba en silencio desde ni se sabe cuánto tiempo, recogí mis bártulos y acerqué la taza de té a la barra. Justo en el momento que soltaba la taza, me encontré de frente con la mirada certera de Joss.

¬ ¿Cuándo te levas anclas Marinera?

Intenté evadirme, con frases típicas y sonrisas un tanto forzadas, pero me fue inútil.

¬ Eso se lo cuentas a los que no han visto la mar, paisana. Tus asuntos no son de mi incumbencia, pero me agrada que las sirenas guapas que frecuenta mi casa, al menos se despidan de los amigos, cuando regresan al mar.

¬ ¿ Eres adivino, druida? Ni si quiera yo misma sé si me voy y a dónde, pero tú ya crees saberlo todo. Así que dime, ¿Tanto se nota?

Joss salió de dentro de la barra con dos vasos y una botella de sidra bretona y se sentó en uno de los taburetes de madera, indicándome con la mano que me sentara a su lado. No era un tipo de muchas palabras; en los meses que llevaba frecuentando su local, apenas habíamos conversado media docena de veces, pero en las miradas y silencios que nos dirigíamos, había más complicidad de la que nunca tendría con Jean.

¬_ ¡Ah! Mi niña de Bretaña…Tú quieres que el viejo Joss te cuente lo que sabe, pero entonces, sabrías tú más que él mismo y eso no es justo._ Su risa sonó atronadora, bebió un trago largo y me miró a los ojos_ En el sur , lo más al sur que te señale el mapa, hay negocio para una chica espabilada y celta como tú. Sólo has de llegar allá y encandilar con tus artes, al enjambre de nacionalidades que visitan la isla, en busca del sol perpetuo. Cuando llegues, manda al viejo Joss una postal para saber que no te ha tragado el gran Kraken por el camino, y se feliz, ¿Me oyes? Olvida el pasado de una vez, déjalo que repose en paz en las profundidades Verenice.


Después de terminarnos la sidra, me dejé abrazar por los enormes brazos del antiguo marinero y nos despedimos sin pronunciar ni una sola palabra.
Mientras caminaba por las calles desiertas, no podía dejar de pensar en lo que Joss me había contado y en por qué lo había hecho. Era una caja de sorpresas hermética, pero aquellos ojos claros no engañaban, era un buen hombre con demasiados naufragios a sus espaldas.


El piso estaba en silencio, Jean hacía tiempo que se había acostado, y como ladrón en la noche, fui empaquetando mis enseres sin hacer el menor ruido. Cuando lo tuve todo listo, excepto el contenido del armario y mesilla de noche junto al durmiente desapercibido, lo baje al coche y me acosté en el sofá.
Con las primeras luces entrando por la ventana, me desperté y preparé un café cargado en exceso, me haría falta. Quizá el aroma de café recién hecho fue lo que despertó a mi durmiente o tan sólo el despertador, pero acudió a él como los osos a la miel: medio sonámbulo frotándose los ojos y las posaderas- No le di cuartel. Mientras se quemaba la lengua, disparé a la línea de flotación y expuse unos argumentos de sobra sabidos por ambos, que hacía tiempo estábamos posponiendo, en aras de la convivencia. Se quedó frio, no entendía una palabra, ni mucho menos esperaba yo que lo entendiese. Solo anhelaba que se apartase de las palabras dañinas, que suelen argumentarse en los finales de amor, para destruir lo poco que queda, de dignidad, amistad o lo que demonios quede al final, sí es que queda algo. No lo hizo. Y en un desplante colérico lo dejé hablando solo, mientras mi mente huía a los recónditos lugares interiores donde él no habita, ni lo hará nunca nadie. Recogí del armario mi escasa ropa llenando dos mochilas que cargué a mi espalda y ahí lo dejé ora despotricando ora suplicando perdón.

El ruido de la puerta al cerrarse fue de lo más liberador y mientras me alejaba en mi viejo, pero querido coche, no dejaba de pensar en Joss y sus augurios. ¿Cómo demonios se había dado cuenta de todo?, ¿Qué clase de magia poseía para leer mi mente? Miles de preguntas y una respuesta que nunca sabría, pero que me hacía sonreir. Tendrás tu postal, viejo Loco bretón.


Alain, no paraba de mesarse el cabello y proferir exclamaciones de sorpresa. No se lo esperaba, pero entendía que un día habría de llegar la despedida. Atrás quedaban muchas charlas paternales que nunca le agradeceré bastante, así como su amabilidad y camaradería para conmigo. Con un postrero abrazo, que me dejó temblando mientras lágrimas saltanban de mis ojos hasta su jersey de lana de Aram, nos despedimos, y la sensación de pérdida se hizo palpable en mí.


Los más dos mil kilómetros que me separaban del barco que habría de llevarme hasta mi destino, transcurrieron de forma apacible y tranquila, en varias escalas. Poco o nada puedo describir de las tierras que crucé con mi vieja máquina del tiempo; solamente el sol y los campos dorados me llamaron la atención lo suficiente, de entre todos los paisajes que se adentraron en mis pupilas. Enormes extensiones yermas, donde una vez floreció el trigo verde, ahora en reposo, hasta que el invierno languidezca y muera, vides podadas como esqueletos descarnados del verdor de sus carnes de septiembre, con sus frutos dulces y redondos, agrupados manjares de dioses antiguos cuya testa adornaron otrora. Ríos verde oliva que lentos van al mar a morir, felices de haber regados tantas tierras, tantas gentes. Ríos de vida escondida en las riberas, entre los juncos, en el fondo rocoso lleno de limo, donde acecha la carpa que salta cuando el sol de los atardeceres dora los verdes y los ocres.


Cádiz es una ciudad que se mira en el mar, con su ajetreo, sus calles desvencijadas y las gentes risueñas que las habitan. Todo en esa ciudad sabe a mar, a antiguo, a fritura de pescado, a vino blanco en barrica de madera, a flores que engalanan las casas humildes de sus callejuelas estrechas. Mientras aguardaba la hora de embarque, recorrí las viejas calles del puerto y degusté el famoso atún de almadrabas milenarias en una de esas tabernas pequeñas y familiares, donde todo el mundo se conoce de antiguo, pero los visitantes son muy bien recibidos. Paco. Así se llamaba el hombre entrado en años y curtido en mil temporales, que despachaba a la antigua, delantal y bayeta en mano, haciendo las cuentas a tiza en la barra de madera oscura, como seguramente su padre antes que él. Con alegría nacida, quizá del sol que bendice esas tierras, despachaba a la clientela con más gracias que educación, pero “sin farta a naide” según decía. Allí el tiempo parecía detenido cuarenta años atrás, sin tecnología, sólo la televisión apagada desentonaba en la decoración marinera de azulejos pintados a mano. Una copla de canción española desgarraba mientras la guitarra lloraba por bulerías. Allí entre gentes humildes desperté al nuevo mundo que se inauguraba ante mí y como el que se desprende de algo superfluo e innecesario, así me desprendí por fin de todos los días de lágrimas, de huidas y de rememorar el pasado extinto. Loco marinero en tierra, Joss, ¡Qué razón tenias en todo!
A la salida del local y tras despedirme más como una amiga que como una clienta, de camino a la cola de embarque, compre un libro de tapas de cuero y hojas en blanco, en el que escribiría mi nueva vida. Empezaría de nuevo con la lección aprendida, sin reproche, ni culpa, ni cilicio, ni nada que pudiera apartar de mí, una senda sencilla pero feliz.


Con un largo y ronco grito de sirena, a la hora señalada del Martes cuatro de Noviembre, “El Fortuny” un navío de 172 m. de eslora, capaz de desplazar mil pasajeros, 330 vehículos y mil ochocientos metros lineales de carga a la no despreciable velocidad de 22 nudos náuticos, abandonó el puerto dejando tras de sí los edificios y tinglados portuarios, que poco a poco iban empequeñeciendo hasta desaparecer engullido por el paisaje de ocres y verdes donde a lo lejos podían divisarse las montañas oscuras. La estela blanca arañando el azul distraía mis pensamientos y quizá por eso o por ser la hora mágica del ocaso, que de puntillas iba dorando los paisajes, no vi llegar a aquel hombre, que cámara en mano inmortalizaba el sol hundiéndose en el mar. Su figura delgada de oscuro cabello y afilado rostro, escrutaban más que miraban el mar. Pero eran sus manos, de dedos alargados, asiendo firme y a la vez suave, la cámara de fotos, lo que centraba mi mirada.

Absorto en el paisaje como estaba, dudo mucho que él se percatase de mi presencia. Y precisamente por eso, invisible a sus ojos, lo observé. Diseccioné su rostro, sus movimientos pausados y precisos, su desgarbada figura, sencilla pero altiva, de músculos largos y definidos que bronceados, destacaban de su ropa. Vestía de sport. Sandalias negras, tejanos raidos, camiseta a rayas blancas y azules sobre la que caía media melena oscura como la noche sin luna que el viento despeinaba, anudado a la cintura un sueter naranja con capucha.

Después de que el sol se ocultase en el océano, desapareció en el interior del barco, tal y como había aparecido. Sólo su aroma mezclado con el mar, me acompañó durante el tiempo que permanecí en la cubierta pintada de verde. Su olor era una mezcla de sudor y perfume con tónico para el cuerpo, que se adentraba en mi interior causando estragos. Otro aroma acudió a mi mente. Pero el nuevo, lo desterró fieramente aplastándolo, despedazándolo, golpeándolo y asfixiándolo hasta matar. Conquistaba sembrando la tierra, apropiándose de todas las flores, traspasando las puertas cerradas, filtrándose por las rendijas de las ventanas, instalando su fragancia tan dentro que uno se preguntaba, cómo había sido capaz de adentrarse hasta allí.
Mientras escalofríos recorrían mi cuerpo, que temblaba como hoja en otoño, me refugié en el camarote a esperar la hora de la cena. Tumbada en el camastro duro de la litera de arriba, abrí un libro, pero no puedo decir que leí. Detrás de cada línea aparecía la figura del extraño hombre del ocaso, Luego su perfume, invadiéndome de nuevo. Al fin sus manos grandes de puntiagudos dedos destacando de sus brazos ramados junto al tronco arbóreo de aliso. Descartaba su presencia concentrándome en la lectura de la siguiente página, más entre las letras, surgían unos ojos de azabache, que escrutaban preguntándome el nombre, desnudando mí alma hasta los huesos y subyugándome a su voluntad. El libro, sonó a madera golpeada al cerrarse entre mis dedos, mientras mis labios rielaban como velas al viento. Sólo el lápiz pudo calmar mi mente desordenada y poseída.

Aquella noche no lo vi en la cena, y en cada bocado lo busqué con ahínco, figura tras figura de la sala atestada de viajeros hambrientos y alborotadores.
Me volví al camarote decidida a amarrar con sentido común mis sentimientos, ordenarlos y desechar lo demás. Sólo era una visión, un rayo de luna que seguramente estaría casado, comprometido e inalcanzable para una artista bohemia sin encanto personal, que primero debería encontrarse a sí misma antes de fijarse imposibles romances de libro.


Asaltada por pesadillas y sudores desperté al rayar el alba, cuyas primeras luces se filtraban de puntillas por el ojo de buey y tras dar un salto del camastro, me encaminé a la cubierta de proa para ver amanecer. El viento golpeó mi rostro aun dormido con leves gotas y aroma de alta mar. Todo el barco estaba en calma y hasta mí sólo llegaba el murmullo del viento, golpeando el acero del casco que cortaba las olas, que empezaban a teñirse de azul. Junto al viento, ondeaba mi cabello como un gallardete irisado por el sol naciente, como volaban mis pensamientos llenos de incógnitas sobre el mundo nuevo que aparecería en el amanecer del siguiente día, donde tendría que empezar de nuevo. Empezar. Vivir de nuevo.
Sentí en mi espalda unos ojos clavarse, horadando la piel bajo la ropa. Lentamente me di la vuelta, como un autómata, sin dominio del cuerpo, ajena de mi misma hasta encontrarme de frente con mis pesadillas nocturnas.
De pie, a escasos metros de mí, estaba el hombre del ocaso agarrado a su réflex, como la tarde pasada, y sonriente me daba los buenos días.

¬ …Ésta hora, en que los rojos despuntan sobre el manto en repliegue de la noche, tiñendo las nubes y devolviendo el color al mundo, es una de mis favoritas.¬ Su voz sonaba dulce y segura de sí misma a la vez que varonil, y tras una leve pausa continuó hablando¬ El amanecer tiene algo de ternura de mujer, que despierta sembrado de flores cromáticas los paisajes. Aquí en medio del mar, entre las brumas y el olor a salitre, quizá pueda contemplarse uno de los más bellos amaneceres que existen ¿No lo cree así, señorita?

El tono, su timbre modulado, hizo que me estremeciera y sonreí.

¬ ¿Dónde ha leído eso? Hay muchas formas de describir un amanecer, pero sin duda, esa es de lo más inusitado, si me lo permite. ¬ La pregunta fue disparada, sin malicia, pero a boca jarro, más como defensa, ante la sensación de desarme que me invadía, que como arma arrojadiza.¬ Es de lo más bonito que he escuchado últimamente.

Su sonrojo se hizo evidente cuando bajo la vista y apartando sus ojos de mi, contempló el sol que nacía detrás de las nubes teñidas de grana.

¬ La frase es mía. O más bien, creo, es fruto de todo aquello que leo y leí en los libros que acuden a mis manos. No sé si es inusitado lo que digo, pero prefiero que el silencio sólo sea roto, cuando hay algo digno de él. Perdone mi intromisión, pero su forma de observar el horizonte, era digna de ser congelada con mi máquina del tiempo. Le he robado una imagen.

¿Máquina del tiempo? ¿Robado? ¿Ante qué clase de poeta loco estaba? Desde luego, todo en él, su aroma, su figura, entre delgada y atlética, su cabello azabache al viento, se salían de los cánones habituales. A ninguno de los pelagatos que viajaban en ese barco, absortos en sus frías pantallas, de ordenador, teléfono móvil, televisión, se les hubiera ocurrido no ya madrugar para ver nacer el día, sino, proferir aquellas palabras cuasi mágicas para mí.

¬ Ya solo haberlas pronunciado ¬ dije¬ ha hecho aun más bello éste momento… ¿Me permites ver esa foto?

Sonreí y rodeado por su aroma, cegada por su mirada, deje que se adentrara en mi cuerpo su imagen.

Me enseñó todas las fotos que había hecho, no sólo aquella inaugurada mañana de sol, sino las de la tarde que mi mente robó su aroma. Cada imagen congelada iba acompañada por una de sus librescas descripciones, que yo escuchaba atontada. Algunas eran tan divertidas, que mi risa creí acabaría alertando a la tripulación de guardia del navío, pero no lo hizo, y solo consiguió que esa mirada de acero oscura destilara la ternura que mi mente ya había imaginado la tarde anterior mientras le observaba.

En algún momento de aquella conversación, no sé cual, me enamore de él. En silencio, mientras escuchaba su voz de terciopelo. Durante ese largo día de navegación los encuentros, no tan casuales, nos hicieron pasar largas horas juntos. En el desayuno me relató parte de su historia, que fue desgranando en el paseo por cubierta, después, en el simulacro de salvamento al que asistimos, como manda las ordenanzas del mar, mas tarde, en la fila de la comida, tras otro encuentro casual; En el té de la tarde, después de la siesta, en la que soñé con él; en el atardecer que contemplamos juntos aquella tarde maravillosa.

Alex era( y es) un norteño de la piel de toro, viajero y aficionado a la fotografía, a los versos y al vino. Natural de un pueblecito con mar, empezaba una nueva vida en el mismo lugar al que yo dirigía mis pasos y quizá fue el azar o los augurios del bretón loco, lo que nos hizo cruzar las estelas dentro de ese gran blanco de cubierta verde con piscina acristalada. Amable y reservado, le gustaba poco hablar de sí mismo y sin embargo en sus silencios y miradas perdidas en el horizonte, aprendí a intuir frases enteras de su vida de sabor amorgo. No había sido fácil la vida para él y había una sirena que atormentaba aun su sensible oído. Pero esa historia, la oiré o no, sí él me la cuenta.

Al ocultarse el sol en el océano, parece que el viento, desaparecido el astro, muerde la carne más fuerte, erizando el cabello y la sensación de pérdida, a veces hace que se sientan necesidades de abrigo. Justo en ese momento mágico, con la brisa soplando del oeste-suroeste, me abracé a su piel de junco apoyando mi cabeza en su hombro derecho. Su calor me inundó penetrando hasta los huesos, lo que hizo que me arrebolara sonrojándome. Él no dijo nada, en silencio, como había estado mientras el barco solar se sumergía muriendo, rodeó mi cintura con su brazo, haciendo resbalar mi cabeza hasta su pectoral, donde más abrigada, pude sentir su aroma, tan de cerca, que estuve a punto de desfallecer.
A tientas, con los ojos cerrados, busqué su boca con la mía hasta topar con sus labios carnosos y húmedos que recibieron a los míos oprimiéndolos. Nuestras lenguas hablaron entre saliva para multiplicarse, acelerando su conversación, transformándose no ya en políglotas sino en universales. Extasiada por el frenesí, de pronto no fueron ya dos lenguas, sino una sola, que hablaba de dioses antiguos y olímpicos coronados de verdes laureles.

Cuando abrí los ojos, me vi reflejada en el espejo oscuro de los suyos, un pánico atroz me invadió. Quise correr lejos, encerrarme en el camarote, hasta que terminase la singladura, sin sueño, ni horas. Inmediato, paro no tener que explicar, que contar, que hablar de mí, de mi historia sonrojante y triste. Pero no podía moverme. Era como si de repente toda la fuerza hubiera abandonado mi cuerpo y al hacerlo me dejara a la intemperie entre sus brazos, entre sus ojos, entre su aroma de dios heleno.

¬ Gracias¬ dijo aprentándome contra su pecho.¬ Había olvidado lo dulce que saben los besos.

Esperé a que la brisa inspirase mis palabras, pero nada acudió a mi mente y le abracé con fuerza rebujándome en sus brazos de terciopelo. Por fin llego algo con el viento desde mi corazón y hablé.

¬ Gracias a ti. Yo había olvidado que los hombres sensibles saben y huelen a primavera.¬ me ruboricé al decirlo, pero me daba igual. Por primera vez en meses quería decir lo que mi pecho albergaba sin preguntarme sí sería entendido.

¬Tengo el frio metido en las venas, Verenice¬ Dijo mirando al mar¬ Hay tantas cosas que ahora se deshilachan en mi vida, que tengo la sensación de que tú desaparecerás huyendo de mi lado al conocerlas.

¬ No eres el único ¿sabes?, ahora mismo huyo para encontrarme a mí misma en algún lado. Hay tantas cosas que se han fracturado en mí, que creo, puedo romperme si echo a andar y sin embargo necesito andar o me moriré. No voy a huir. Ya no.

¬ No sé si podré ser tu guía en nada. Ni siquiera sé si me dirijo a algún sitio. Ahora sólo la inercia del desesperado mueve mis pasos.

¬ Quizá no necesite gurús, ni guías, ni maestros de nada. Solo necesito alguien que entienda, alguien que sea mi amigo. Alguien en quien confiar y que no me mienta, ni se mienta a sí mismo.

¬ No miento bien, Verenice. Yo no busco amigos. Soy el amigo idóneo de todo el mundo, pero el que carece de amigos sinceros para él mismo. La soledad me acompaña por ser leal y saber escuchar sin juicios. En mi camino he aprendido que ya no quedan más que aliados temporales que tienden a caerse con el paso de los años o los infortunios.

¬Entonces, creo que me has encontrado. Yo quiero un compañero que entienda de soledades. Alex, ¿sabes soñar?

¬Se me ha olvidado cómo hacerlo, o más bien, tengo miedo a soñar con quien no debo. Los sueños hay que elegirlos bien, así como con quien soñarlos, ya que de lo contrario se convierten en pesadillas.

¬ Puede que se eso sepa bastante. Acabo de despertarme de una. Quizá llevo soñando pesadillas demasiado tiempo y necesite despertar de una vez. No quiero más sueños repetidos que me hieran. Quiero soñar despierta. Quiero cumplir mis sueños.

¬Por seguir sueños, me veo ahora aquí. Soñar requiere de tenacidad para algún día hacer realidad lo soñado. Sin embargo nadie quiere ser tenaz, ni siquiera constante. Sólo cómodo. Comodidad que no transgreda con los ideales establecidos.

¬Los modelos establecidos son irreales, ficticios. Nos los imponen para controlar nuestros sueños. Nos hacen desear cosas que no necesitamos y que reemplazarán los ideales que nacen en nosotros.

¬ Inventemos entonces. Reinventemos todo. Creemos un mundo a nuestra medida, en el que la realidad seamos sólo tú, yo y lo que hagamos a partir de ahora en él. Seremos los pintores que mezclen los colores de la palestra, con cuidado, con dedicación y capa a capa el lienzo que nos ha unido.

Hubo un silencio, para nada incómodo, en el que escuchamos el sonido del mar traído por el viento. El retumbar de nuestros corazones silenciando todo a nuestro alrededor y podría haber llegado el fin del mundo que no nos hubiera importado lo más mínimo. Por fin nos miramos, descubriendo una ternura no escrita, ni descrita por poeta alguno y agarrados de la mano, paseamos por la cubierta hasta el interior del barco.

No queríamos separarnos y no lo hicimos. Esa noche ninguno de los dos descansó en su litera del camarote compartido, sino que permanecimos en la sala de la cafetería de proa hasta que el amanecer nos sorprendió abrazados y en silencio.
Lo primero que recuerdo de aquel paraíso que me daba la bienvenida fue la luz. La luz nacida a borbotones en un amanecer rojo desaforado, que en las primeras horas de la mañana es tanta, como en el mediodía de mi Bretaña natal. El mar a esa hora es un espejo que devuelve los rayos solares y más que azul, parece dorado, con miles de estrellas titilando en su superficie.

Con las primeras luces y el atraque en el puerto de destino, vendrían nuestras respectivas odiseas personales, pero Alex y yo habíamos decidido ya, ser argonautas del mismo trirreme y el intercambio de coordenadas y direcciones fue sólo el primer paso.


Desde el pequeño apartamento que alquilé no podía verse el mar, pero sí a mi hombre del ocaso, a diario. A cambio instalé una lámina de 120 x 90 en la que un fotógrafo, de origen italiano pero residente aquí, había inmortalizado un océano impregnado de azules y blancos, salvaje, entre oscuras y agrestes rocas volcánicas.
Ahora tengo la certeza de que sale el sol a diario, lo sé porque me despierto con él. Lo que algunos tildarían de locura, es precisamente lo que hacemos. Somos dos locos que viven de amor. Ambos hemos empezado de nuevo, escribiendo pequeñas frases en el libro de tapas de cuero, que adquirí en el puerto que nos unió. No siempre es tinta, algunas veces saliva o lágrimas rodeadas de abrazos. Y dialogo. Dialogo y dialogo y hablar hasta aburrir a las paredes pintadas de ocre claro. Nunca los silencios han interrumpido la comunicación entre los dos, sino, al contrario, pues quien ha conocido el dolor que proviene de ellos, hirientes, como puñales que son, nunca esgrime ese arma contra quien ama realmente. Ni ese ni ninguna otra. Pues de Alex estoy aprendiendo a desarmarme por completo y armarme de amor desnudo y verdadero. De los universos interiores, pocas son las preguntas que ambos nos hacemos. La respuesta son nuestros actos y el amor que dimana de ellos.


No sé si ésta historia será feliz, si durará más o menos, si nos querremos toda la vida y más allá, pero sí sé que recibí contestación a la postal que mandé a cierta taberna de Paris.


<< Sueña y vive y llora y ríe pero vive Verenice, vive.>>


Joss. Breizh



Por ellobo que camina.


Nota el autor: Aunque el nombre griego Berenice se escribe con la segunda de las consonantes, existe otra variante: Ésta que se emplea en el relato. Con su inicial, que quiere denotar: Victoria, Vida, vivacidad, vitalidad, vigor, viaje, vivencia, viento, valor, que hacen falta para ser libre en cuerpo y mente.

lunes, 5 de octubre de 2009

Diario de una guerra.



Sacó el mapa de carreteras de la guantera de su viejo coche comprado recientemente, lo desplegó sobre el capó y se puso a buscar, pasando el dedo por la línea roja de la carretera que le debía llevar hasta ese lugar. Le costó un tiempo encontrar el nombre, se fijo en todos lo núcleos de población importantes hasta el señalado y rápidamente memorizo el orden hasta la desviación que conducía al pequeño pueblo.
Exactamente 23 km y un puerto de montaña le separaban de su destino. Recogió el mapa doblándolo cuidadosamente, éste tenía señalado a bolígrafo sus viajes más importantes por la geografía política de su nación y aunque no era un mapa topográfico también apuntaba las cumbres que había hollado en su breve pero intensa actividad montañera.

El tráfico era escaso por aquella carretera, pues el desdoblamiento de la misma y construcción de la autovía en los años ochenta, habían hecho que solo fuese frecuentada por los habitantes de los pequeños pueblos y los turistas que buscaban tranquilidad por ese valle de preciosos paisajes.
Era finales de verano y las copas de los árboles mudaban ya su color, convirtiendo el bosque en una amalgama de verdes, pardos, ocres. Desde la carretera veía el magnífico resultado de los rayos oblicuos de un sol, que apunto estaba de esconderse detrás de las montañas.
Llegó a su destino poco antes de oscurecer y a velocidad reducida, transitó por las calles vacías del pequeño pueblo, hasta encontrar a las afueras una vieja casa de principios de siglo con una bandera en la entrada. No cabía lugar a dudas, era allí y apuntando con el morro de su utilitario a la casa, se encaminó despacio hasta el emplazamiento y aparcó sin ningún problema apagando el motor.
Una figura verde con sombrero negro salió a su encuentro, sin acercarse demasiado le apuntó con el fusil levemente mientras le indicaba que allí no podía estacionar, pero a él lejos de intimidarle le hizo sonreír, sacó una cartea del bolsillo izquierdo de su pantalón vaquero y se presentó.

- Hola, soy Juan, el nuevo cabo, vengo a incorporarme al destacamento.

la figura contempló la credencial desconfiado y saludo militarmente, al tiempo que le dedicaba una sonrisa campechana rompiendo el gesto amenazador que momentos antes tenía y contestó.

-Hola, soy Joaquín, bienvenido…
Era el almirante, o así le decían porque antes de opositar, era marinero en Huelva, su acento marcado no confundía a nadie aunque si no rompía el silencio podía pasar tranquilamente por lugareño de esa comarca de grandes hombres de tez blanca y ojos claros.


El pequeño destacamento de doce guardias un cabo y un sargento, hacía más labores propiamente defensivas que de servicio público, teniendo casi prohibido la entrada en la población ante el riesgo de emboscadas por parte de una población civil, totalmente contraria a su presencia en aquel lugar recóndito de la geografía, pero que había sido cuna de muchos de los más sanguinarios terroristas de la reciente y trágica historia de los últimos treinta años.
Solamente un par de familias tenía relaciones abiertamente con los inquilinos de ese viejo edificio destartalado,: el dueño de la armería concejal del partido conservador y los Baleztena que su pasado carlista y monárquico hacía que siempre hubieran tenido profundas y enraizadas relaciones con el instituto armado; Venían el verano y a pasar las vacaciones de navidad en su viejo caserón situado en la plaza del pueblo frente a la casa consistorial ,con bandera carlista en los días de fiesta en el balcón de su casa que daba mucho que hablar en el pequeño pueblo y ,mucho que reír en la casa vieja de principios de siglo.

Los día fueron pasando entre la rutina diaria de un puesto fronterizo en pie de guerra, antaño fue el estraperlo por los montes cercanos y la patrullas más a pie que acaballo, reservado para la oficialía, ahora era la protección de su vieja casa con bandera nacional y la casona de la plaza de peculiares dueños. Fermín de mostachos ya grises engominados hacia arriba, txapela roja y su hermana Irune, de moño y mantilla española aunque también solía llevar pantalones de montar y chaleco acolchado, pues a pesar de su edad solían hacerlo por las campiñas aunque cada vez menos.
También realizaban controles de carretera vigilando los accesos a la vecina Guipuzcoa y el puerto de montaña que les comunicaba con la capital de la comunidad autónoma por la vieja nacional, pero eso cuando las circunstancias lo permitian.

La sombra del terrorismo planeaba siempre por encima de aquellos hombres procedentes de todos los confines de la nación, aunque nadie dejaba que esa sombra empañara sus corazones. La profesión iba por dentro. Era un destacamento de paso, nadie duraba allí demasiado tiempo, el más veterano contaba con 435 día en el puesto y tres barras amarillas en la hombrera, el resto se iban marchando a medida que salían otras vacantes en lugares menos expuestos.
A los recién llegados les era narrado la larga lista de los atentados y agresiones sufridas por parte del enemigo, que habían dejado sus cicatrices por la fachada del viejo edificio, que estos se encargaban de ocultar a sus familias, paro no preocupar demasiado, cosa que ya habían hecho al decir cuál sería su actual destino.

Juan se integro rápidamente, quizá por la afabilidad de sus orígenes asturianos, donde se encontraba su esposa e hijos, o porque era un hombre sencillo y nada recargado que no hacía ostentación de sus recién ganados galones. Era uno más, y que ostentaba el mando en las veces que el jefe se ausentaba por vacaciones o libranzas semanales.

Aquella mañana amaneció pronto para él y su amigo el almirante, eran la patrulla de apoyo y refuerzo móvil del destacamento y después de desayunar café de termo que compartieron con los dos hombres del servicio de protección del edificio, salieron cuando despuntaba el sol que aparecería por encima de las montañas, en aquel singular valle. Se montaron en el desvencijado todo terreno blindado de color verde y se dirigieron al punto de control señalado en la carpeta de órdenes, punto fronterizo con la vecina Guipuzcoa.
Allí sesenta y cuatro años antes un gudari con txapela roja y fusil de cerrojo, oriundo de aquel pueblo, había caído en la insurrección del bando nacional, del que era miembro, contra las fuerzas republicanas inferiores y sentenciadas a la derrota en aquel valle incomunicado y húmedo. Una placa levantada en su honor, que algunos desalmados no paraban de arrancar e injuriar con pintura roja era testimonio mudo de aquellos sucesos tristes y violentos.

El todo terreno estacionó próximo a la vieja piedra conmemorativa, Juan salió del vehículo provisto de su chaleco antibalas que nunca se quitaba cuando salía de servicio, como mandaba la cordura y el sentido común : era un padre de familia; El almirante hizo lo propio de igual guisa vestido y contemplaron atónitos.
Una pancarta de tela blanca escrita en Euskera, con una bandera mal dibujada tachada con un aspa negra y una cruz gamada junto las palabras también negras de "muere aquí" que los autores habían tenido la amabilidad de escribir en la lengua de Cervantes.

- Has visto almirante, también saben dibujar y escribir en Español- su risa resonó en los montes cercanos mientras se acercaba a la tela de sábana pintada.

-Quiyo!! pues si que saben, si, cuando quieren los tíos jodíos .

El almirante se quedó junto al vehículo sacando el fusil y las señales de "control- policía" de este mientras se reía por lo bajo también.

- No la tires, quiyo, la guardaremos para la colección de símbolos de Berto. otro compañero que gustaba de conservar trofeos como banderas, pancartas y simbología abertzale , aunque no se sabía muy bien para qué.

De pronto, un estruendoso estallido resonó como si un dios enojado clamara con su voz fiera, el almirante cayó al suelo propulsado por la onda expansiva, que lo dejo medio atontado y con los tímpanos llenos de sangre.

No sabía cuánto tiempo llevaba allí, el retumbar de su corazón y la respiración eran los únicos sonidos que llegaban a sus oídos. El vehículo con las lunas resquebrajadas y la chapa llena de metralla, habían parado el golpe del explosivo, una humareda negra densa, con restos de tierra, piedra y sangre se disipaba por momentos.
Se levantó con las piernas temblorosas y procedió con el protocolo que nadie le había enseñado, pero figuraba entre los conocimientos de todo buen militar, dar aviso y controlar la situación. Pesadamente apretó la tecla de la emisora y con una voz fragmentada por la rabia, las lagrimas y la pena por fin habló.

-lo han matao, eso hijo putas lo han matao......


Era una mañana clara de primavera, los arboles despertaban del crudo invierno pirenaico y se engalanaban con sus ropajes verde intenso, el sol brillaba sobre las campiñas y los montes cercanos, Carlos conducía su vehículo por aquella carretera sinuosa que desembocaba en aquel pueblo pequeño.
Su corazón estaba en un puño y sudores fríos le caían por la perlada frente, nervioso puso la música más alto en el reproductor de cd, que apenas oía, sus latidos fuertes y rítmicos lo silenciaban todo.
Llego ante la fachada de un viejo edificio de principios de siglo con bandera en el balcón de la fachada. no había dudas era allí. Estacionó su vehículo al tiempo que era rodeado por tres hombres con boina verde y chaleco antibalas.

Sacó su credencial y se bajo del vehículo despacio y con una voz no tan firme como le hubiera gustado, por fin habló.

-Hola, soy Carlos, el nuevo cabo vengo a incorporarme al destacamento....

Por el lobo que camina.





**En memoria de JUAN CARLOS BEIRO MONTES.

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