domingo, 22 de noviembre de 2009

El Argonauta



La luz doraba las velas de gavia, donde aguerridos marineros aferraban las escotas. La brisa fría de la mañana hacía que jerséis y abrigos poblasen la cubierta, donde el capitán acababa de llegar. Con un gesto agrio, éste inspeccionó la maniobra que tenía lugar a veinte pies de altura, luego, mirando por la borda la estela de la nave en la mar comprobó la velocidad. La proa ascendía cabeceando con brío entre las olas que teñían de blanco el casco negro. El piloto, atento a los movimientos de su capitán, resoplaba asiendo con fuerza el timón, esperando no haber dejado caer ni un solo grado del rumbo fijado la nave desde el cambio de guardia. Era un hombre recto como el palo mayor, aquel que gobernaba está nave de su Majestad; alto y algo desgarbado, tenía nervios de acero y una fuerza inusitada para un hombre tan delgado y enjuto como él. La barba de fuego que poblaba su tez pálida contrastaba con los rostros lampiños de los morenos marineros que danzaban por la cubierta dando lustre a la tablazón y los bronces.

El viejo capitán miró a los guardiamarinas que aguantaban la respiración ante su presencia, y cuando apunto estaba de romper el silencio del puente, de las cofas del mastelero del mayor, rugió la voz del vigía que agitaba el sombrero de estribor a babor.

-¡Vela en el horizonte! A estribor, una cuarta sobre la amura…

El taconeo de unos pasos firmes y decididos resonó en la cubierta hasta llegar a la batallola. Con un golpe seco, el primer oficial, desplego el catalejo y barrió la mar dorada en rojo del horizonte. Un navío diminuto apareció en la lente con velamen hasta las alas desplegado. Su rumbo era tangencial secante con el viejo navío de indias.

-Capitán, Navío de línea por la amura de estribor, desplegadas sobre juanetes y alas, por barlovento.

El gesto torcido del capitán mientras rastreaba con su catalejo el horizonte no fue desapercibido por ninguno de los allí presentes y todas las almas que habitaban la cubierta miraron al puente con la expresión azorada.
La campana anunció zafarrancho y todos los hombres de descanso subieron a reforzar el turno de guardia. Escorándose sobre babor el viejo Argonauta viró al poniente intentando aferrar los mismos vientos que su perseguidor ostentaba. Con suerte y confiando en la noche, podrían rolar hacia el sur y perderse en el azul, quizá la cazadora no fuera tan rápida como aparentaba, ni hábil su capitán.

Antaño el Argonauta había sido uno de los navíos de escolta de la ruta de las indias orientales, ahora liberado de los bronces atronadores, cegadas las portas y borrado el nombre de “Leopard” de la popa, sobrevivía como mercante. Tras el paso por los astilleros de su majestad, retocados los mamparos, el capitán Connor Duncan había sido destinado al mando y con un poco de su peculio particular, ganado con fortuna al servicio del rey, acondicionó la nave a su imagen y semejanza: seria , enérgica y tenaz.
Conocía aquel barco como las líneas de su mano y consciente de las limitaciones de éste, tenía la vista puesta en la proa de su perseguidor. Aquellas líneas bien dibujadas daban a su cazador, un elegante brío marino, que el lento y pesado Argonauta no podía igualar. Con cada ola perdía la ventaja inicial que su afortunada maniobra le había concedido, pero era cuestión de horas que aquella magnífica obra de arte flotante, se acercase a su popa peligrosamente. Con todo, los marineros aferraban escotas y realizaban maniobras como si de un navío de guerra se tratase, pues aunque en número disminuido, el capitán había ido adiestrando a su fiel tripulación con rigor militar.

-Señor Calaby- rugió Connor- que los hombres libres se encaramen al la batayola. Hay que dar brío al navío.

En su mente se barajaba la opción de liberar peso de las bodegas, pero con eso quizá no sólo se enfrentase a los armadores, sino que, la valiosa carga podría ser la moneda que salvaría las vidas de sus hombres. Aun no se sabía la enseña de la embarcación y aunque era poco probable que fuese un corsario pirata, no lo descartaba del todo.
Con una leve sonrisa dio instrucciones a su primer oficial que quedó al mando del castillo de popa. Seguido de una brigada de buenos marineros veteranos se adentró a grandes trancos, con las manos cruzadas a la espalda, en las fauces oscuras de la bodega.

Aquel inusual comportamiento no fue pasado por alto por ninguno de los marineros que ceja en alto, aferraban la batayola haciendo navegar de bolina al Argonauta. La corredera indicaba doce nudos y rociones de espuma pintaban de blanco la cubierta oscura.

-Va a tirar la carga a los peces- dijo el señor Homwlom, cabo de mar del mayor

-Desde luego que no- replicó el señor Smith, gaviero de mesana- el capitán tirará a todos los grumetes por la borda antes que la carga. Su risa hizo temblar a los muchachos imberbes que escuchaban aterrados.

-aquí huele a sardina, ¡Que me aspen! El capitán trama algo y no tardaremos mucho en enterarnos…-dijo el señor O´brian ayudante del calafate

Como un reguero de pólvora los rumores, se fueron propagando por la cubierta y cada uno hacía apuestas ofreciendo como prenda el grog que les sería brindado con el rancho. Aquello en alta mar era una moneda poderosa y sin duda más valiosa que el oro o las joyas.

Las velas del cazador poco apoco iban acortando la distancia y antes de que el sol de la tarde se hundiera en el poniente, apenas unas pocas millas separaban ambas embarcaciones. Por la mañana y si los cálculos del primer oficial eran precisos, sería de media docena de cables, todo lo más.

Al amparo de la noche, el capitán Connor y la brigada de marineros, con otra más de refuerzo, se zambulleron en el interior de la bodega nuevamente, mientras muchos de los ojos del barco estaban atentos al desenlace.

Con rechinar de maderas, artilugios deslizantes y esfuerzo marinero fueron asomando cubiertos por unas viejas velas, dos objetos pesados que hacían sudar a las brigadas. Con el sigilo que aquellas bestias permitían, fueron introducidas en la cabina del capitán, seguidos del carpintero, ante la mirada perpleja de toda la tripulación salvo la guardia de cubierta que no daba crédito a los que sus ojos veían.

-Te lo dije, aquí olía a sardina. ¡Por los tentáculos del gran kraken ¡ Eso que rechina parecen cañones – dijo henchido de orgullo el señor O`brian.

El repiqueteo de los martillos y las gubias en el camarote no paró hasta que el alba arrojó luz sobre la mar en sombras. Poco a poco fueron apareciendo los colores que la noche había hurtado y en la popa, como un fantasma, apareció la cazadora. La noche había aumentado su tamaño y con el catalejo podía observarse el faenar de los hombres en su interior. Un rugido sordo hizo aflorar un surtidor de agua a pocas yardas a estribor de la estela y la nerviosa tripulación del Argonauta aferrada a su dios, rezaba implorando un milagro: que se tragara la mar al demonio alado que los perseguía.


El fuerte viento de la amanecida había levantado las olas dormidas, que ahora zarandeaban ambas embarcaciones. Las proas rompían las crestas de plata para caer con violencia en los profundos senos donde el viento cesaba. El trapo disminuido, hacía crujir los mástiles que amenazaban con partirse, dolientes. En la nave enemiga se sucedían las descargas de artillería, pero la fortuna o quizá el manto de algún santo del capitán, protegían al navío.

-Señor McEwan, reúna a la tripulación y traiga los arcones de mi camarote.

El primer oficial se llevó la mano al sombrero y llevándose a varios marineros de su lado fue a cumplir la orden.
Catalejo en mano y cara de pocos amigos, el capitán estudió la situación rechinando los dientes. No pintaba bien aquello y la mar se empeñaba en contradecirlo. En la noche había soñado con una bruma densa, una tormenta oscura que hicieran a sus maniobras evasivas perderse en el azul, pero nada de aquello había sido oído por ninguno de los dioses.
Dando la espalda a la cazadora, aferro la barandilla del puente y con voz enérgica rugió a la tripulación que aguardaba en cubierta.

-Señores, esto es un navío de comercio que abastece a la patria, pero la guerra nos ha encontrado lejos de los nuestros y solos, nos enfrentamos en desventaja al enemigo. Eso que ven en la proa, es un navío del emperador Malaparte…

Hubo en la cubierta risas por doquier que alejaron el miedo de los corazones marineros, aquello empezaba bien, se dijo Connor, a ver como acaba…

Ellos con sus cuarenta cañones esperan arrumbar y enseñarnos su costado pero, lo que no esperan es que el Argonauta pelee.¿Con qué? Se preguntaran, pues las especias no pierden barcos- más risas en cubierta y la esperanza nacía en el viento.- Pues tengo dos recuerdos de dieciocho libras que mi tío Jorge, me legó en herencia, y que de la bodega, ayudado, por algunos de ustedes, ahora se alojan en mi camarote con vistas a la popa. He mandado fabricar al maese carpintero unas ventanas, no demasiado vistosas y creo que francamente, se ha hecho un buen trabajo. El negro de los tubos requiere de atenciones y con el permiso de ustedes, señores marineros, voy a convertir al Argonauta en el perdedor del Aqueronte, fantasma que nos persigue. Ahí en esos baúles hay fusiles por si alguno, y sé que los hay, fuera aficionado a la caza de “gallos”…

-Por las barbas de la ballena, mi capitán. Aquí hay voluntarios- gritaban decididos los valientes del cabestrante

-¡Señores!, calma. Lo que me propongo es arriesgado y puede costarnos muy caro. Con todo, esto no deja ser un navío de su majestad y hay que defender la corona; allí en el mástil ondea la enseña roja con la cruz de san Jorge, así que, enseñemos a esos fanfarrones que nos arredran con sus disparos de qué están hechos los muros de la patria.

-A las cofas muchachos, y esperad mi señal para abrir fuego-

Enaltecidos, la marinería se perdió por las escalas y el capitán en su camarote dejando a su segundo al mando. El fuego de popa sería cosa suya y de la brigada. El señor Mc Ewan en el puente dirigía las velas aferrando el dañino viento que amenazaba con perderlos, poniendo proa a las olas que iban creciendo con la mañana.
El capitán del Aqueronte catalejo en mano y subido al bauprés, observaba divertido las maniobras, confiado en la victoria al saberse superior. Con voz enérgica animaba a las cuadrillas de la batería de proa, poniendo precio a cada uno de los mástiles de la presa, por ver quién de las dos era la primera en abatir uno.

-Señor Calaby , distancia al blanco.

-Están al alcance de los cañones señor, con su permiso. Si su plan no resulta, morirá mucha gente.

Incorporándose Connor miró a los ojos de su tercer oficial muy seriamente. Apretando los maxilares reprimió su mal genio y con autoridad de mando replicó a éste.

-Señor, si no está de acuerdo con mis órdenes, hay un camarote junto al sollado inferior.

-Por dios capitán, no es eso. Lucharé a su lado, pero será una carnicería si nos da caza.

-Entonces, si es así, suba a cubierta y dígale a los tiradores que hagan fuego en cuanto oigan retumbar éstos dos amigos.

La brigada cebo los cañones con bala de cadena mientras el capitán, mano alzada, calculaba el tiro apuntando al palo de mesana. La mar bravía dificultaba con sus olas la puntería pero los años de experiencia le decían que podía hacerse blanco, ayudado por la suerte. La nave cabeceó cayendo en un seno que alejó la visión del Aqueronte, pero rauda, la siguiente ola izó la proa.

- a mi señal, ¡Fuego!

Ambos cañones rugieron al unísono impactando el roble del navío cazador.

-Demasiado bajo, izad la puntería dos grados. ¡Maldición ¡ hay que cargar con rapidez, ¡vamos valientes!


-Messie capitán el navío tiene cañones

El capitán francés apuntó con su catalejo a los fogonazos que acababa de contemplar, descubriendo las dos bocas oscura que lo miraban terroríficas. Aquello lo hizo estremecer de odió, y con furia ordenó el fuego sobre el castillo de popa del Argonauta. Aquello debía ser silenciado antes de que los malditos ingleses acertasen matando a sus hombres.
El navío perseguidor abrió fuego y los cristales de las ventanas de popa del argonauta saltaron en pedazos. La bala travesó el camarote cercenando la pierna de un artillero y arrojando afiladas astillas contra los hombres. Un terrible golpe hizo caer al capitán Connor. Por un momento se pensó lo peor. El fuerte golpe había ralentizado sus sentidos, pero volvió a incorporarse con mucho esfuerzo; comprobó que las bajas y los desperfectos habían sido cuantiosos pero la artillería seguía intacta y presta para hacer fuego. En las cofas los hombres disparaban, sin mucho tino, pero con insistencia sobre el cazador. La sangre que bajaba por su frente hacia que Connor frunciese los ojos y con más fe que vista ordenó fuego. Esta vez los rugientes tronaron haciendo impactar su ira sobre la base del palo enemigo. Con un crujido sordo éste tembló inclinándose a sotavento hasta caer a las olas encrespadas, como un ancora que se lanza, la arboladura hizo que el cazador virase de pronto y ante la sorpresa de todos, fue tumbado por las furiosas olas que arreciaban con los vientos afilados. En pocos minutos el cazador fue presa de los dioses de la mar desapareciendo de la vista de todos.

Desde las cofas y el puente los marinos rugieron de contento lanzando vivas al capitán y rey por igual.
Con leves pasos inseguros, el capitán pisó la cubierta, conmocionado por la herida de su cabeza que aún sangraba. Una debilidad manifiesta hizo que sus piernas flaqueasen un instante. Las risueñas caras de sus hombres hicieron aflorar una tímida sonrisa en él que con la mirada perdida, veía mover los labios a sus hombres al palmear su espalda amistosos, saltándose el protocolo de la mar. Un zumbido agudo le impedía oír la algarabía festiva de la cubierta del argonauta donde con toneles y el violín, que no se sabía muy bien como había aparecido allí, tocaban tonadas irlandesas acompañadas del batir de las palmas.

Al carecer de médico, el cirujano se llevó al matador del Aqueronte a su camrarote donde estuvo el resto del día en reposo, las heridas sanarían, pero había que darles tiempo. Aquella escaramuza había costado una vida y seis de los hombres además del capitán tuvieron que compartir la improvisada enfermería en el sollado inferior.


Las semanas fueron pasando y precedidos por los correos navales, el Argonauta llegó sano y salvo a los puertos de la patria. El cielo gris amenazando lluvia y cientos de gaviotas blanquinegras dieron la bienvenida a la nave que despacio surcaba las aguas de plomo y verde entre pequeñas chalanas y pesqueros. En el muelle esperaban numerosos curiosos, familiares y hasta el primer lord del almirantazgo, pues la noticia de la gesta de el capitán Connor, había corrido como la pólvora por los mares, los puertos y las bocas de los marinos.


Con la pasarela los marineros fueron desfilando delante del capitán que a pie firme sobre ella, les daba la mano en la despedida; está costumbre no muy bien vista entre sus colegas de oficio, era una ceremonia especialmente fraterna que había conseguido trenzar lazos de amistad más allá de los mares entre tripulación y capitán, convirtiéndose en liturgia obligada en los atraques en puerto.

Sobre las muletas que el carpintero naval le había confeccionado, caminaba despacio y cariacontecido el gaviero del trinquete Alan pulling. La perdida de la pierna de estribor en la batalla, le sentenciaba a abandonar el único oficio que conocía y regresar a casa se le antojaba una autentica tragedia. Parado delante de Connor el marinero no pudo evitar sentir el peso de la vida sobre la sola pierna que le quedaba, ahora tullido se miraba en el imponente marino que le daba la mano serio y circunspecto.

- Alan Pulling, ¿se acurda usted del antiguo contador del Argonauta, Tom Server? – el joven asintió- Bien, pues , entréguele ésta carta en mano y si el almirantazgo no le concede lo que se merece, venga a verme y yo mismo les apretaré las tuercas a esos chupatintas. – con la mirada puesta en el cielo triste, el viejo marino dijo a su gaviero- ¡Ah! Cuando recupere el ánimo, Alan, pase por las cuadras del Capitán O`brien, he oído que da trabajo, como mozo de cuadra a los héroes de la patria…

-Mi capitán, no sé qué decir, señor, yo…

-¡Pamplinas de grumete!, lárguese de mi vista y abrace a su mujer o le echaré yo mismo de mi barco, señor.

Alan llevándose la mano al imaginario sombrero, saludó marineramente mientras era incapaz de contener el torrente que de sus ojos glaucos, se precipitaba por ambas mejillas. Ayudado por el señor Calaby bajo por la pasarela sin mirar atrás , aunque en otras circunstancias habría abrazado a aquel hombretón largo como una semana sin grog, que era como un padre además de capitán.


El último en abandonar la cubierta del navío era su segundo, como de costumbre, para acto seguido descender el capitán; antes de estrecharle la mano, miro a los ojos acuosos de su superior y tras llevarse la mano al sombrero abandonó muy serio el Argonauta.

-Capitán Connor,- dijo el señor McEwan dandole la espalda cuando ya pisaba tierra firme- si alguna vez se muere, señor, corre el riesgo de ir derecho al cielo de los marinos…

Sin mirar a la figura solitaria que en la cubierta miraba desafiante, el segundo oficialdel Argonauta se alejó por el puerto abarrotado de marinos, civiles y productos de ultramar, hasta perderse entre la gente.
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Por el lobo que camina homenajeando a Patrick O`brian

martes, 10 de noviembre de 2009

El asedio.




Las noches no siempre eran presagio de descanso. Aquellos malditos extranjeros de grandes escudos cuadrados y rojos no observaban ninguna regla de combate noble. Habían llegado de pronto, y talando el bosque cercano, habían rodeado el castro colocando campamentos al sur y al oeste, así como torres de vigía para impedir la entrada o salida. Con unas extrañas maquinas que escupían rocas y acero o fuego a todas horas, les incordiaban como tábanos al ganado que pace tranquilo en la pradera.
Hacía ya días- si no meses -que luchaban encarnizadamente. Ellos por arrasar nuestro hogar y nosotros por devolverlos al sur de donde procedían.

-¡Malditos sean sus dioses! -se decía así mismo Aler.

Su pequeña choza estaba en silencio, el fuego sagrado ardía ajeno a la batalla, pero la leña escaseaba ya, y solo se encendía al oscurecerse el sol, aprovechando ésta, para cocinar lo poco que les quedaba en la despensa. Su mujer se había negado a abandonar el castro al igual que todas las mujeres jóvenes o viejas capaces de empuñar una falcata. Un brillo de orgullo anegó su mirada.

La hora había llegado. Se levantó despacio, y con aquellos ojos claros miró a su amada. Amaya aun era joven y fuerte, le habría dado muchos hijos que lucharían como osos, e hijas que heredarían la tierra fértil tan querida. Aun recordaba como la había amado en aquel beltaine que los unió en matrimonio. las guirnaldas de flores inundando el ambiente con su fragancia delicada y el trigo trenzado sobre los cabellos de fuego; el aguamiel que ambos bebieron del mismo cuerno, para luego perderse en la oscuridad de la noche a contemplar las estrellas; el murmullo de los campos y el sonido lejano de la percusión festiva que invitaba al baile; aun podía ver la luna reflejada en los ojos de su amada antes de besarla desnuda, desnudos ambos, sobre la desnuda hierba que les abrazaba...

Cuán lejos quedaba ahora todo eso. Pero la amaba y la amaba tanto, que nunca antes de ahora, le había dolido al hacerlo. Era como una espina de árgoma que entra despacio en la piel infectándolo con su fragancia silvestre, un aguijón de abeja que inyecta su veneno, y cura dolencias en el alma, y ahora más que nunca la amaba, como sólo se aman los lobos de la manada.

La cogió suavemente de la mano esbozando una gran sonrisa. Hubiera querido decirla todo aquello que circulaba por su mente carente de poesía; regalarla cada beso como regala flores la primavera; abrazarla hasta la asfixia, para luego insuflar el aire de sus pulmones en los de ella y así respirar el mismo amor tantas veces como días había sido feliz a su lado. Pero era un guerrero y apenas sabía pronunciar otras palabras que las que sus dos ojos proferían acariciándola desde lejos. Tan cerca.

El era bruto, solo sabía de guerra y de caza, pero lo amaba.- pensó ella- Aquel grandullón de fuertes manos de oso, la había hecho muy feliz. Solo bastaba una mirada para que él se adelantara a sus deseos; a veces pensaba si aquel gran Uro salvaje y fiero, no era también un druida en cierto modo. Cuando regresaba de las incursiones por las tierras enemigas, siempre traía escondidos en su negra capa, pequeños regalos, vestidos bordados, o flores recién cortadas, que dejaba encima de las pieles de la alcoba, como si fueran las mismas Anjanas (hadas buenas) quienes se lo regalaban. Habría sido un buen padre para sus hijas e hijos; habría sido un buen jefe de guerra, trayendo alianzas prósperas, comida en abundancia y la paz de la guerra, a las tierras de sus antepasados.

Ambos entraron cogidos de la mano en la cabaña del gran consejo. El fuego ardía vigoroso caldeando el ambiente, aromas de venado asado y cerveza tibia especiada llenaban la estancia. Todos estaban allí, ataviados con su mejor túnica, con fíbulas de caballos y su mejor cuerno.
En sus enjutas caras no había ya pesar por la ardua y lenta guerra de desgaste a la que eran sometidos. Sus enemigos eludían el combate como mujeres - no las suyas, estaba claro- convencidos en aniquilarles por hambre, como alimañas encerradas en la madriguera.
Lo habían decidido, y era bueno. Sólo un bárbaro, como aquellos extranjeros, sería capaz de no sonreír a la muerte cuando ésta te miraba tan de cerca. Ellos acudirían cantando y con la barriga llena a la batalla; cosa que aseguraría la fuerza necesaria para llevarse con ellos a gran número de cascos brillantes, en su tránsito hacia el otro mundo. ¡¡Despertarían por fin del sueño!!



Andrew, miraba atónito aquellos objetos. Hacia ya meses que escavaba junto a su equipo de estudiantes, aquel castro imposible, a más de mil cien metros de altitud, en ese páramo rocoso e inexpugnable de la cordillera. Los derrumbes de la muralla y el foso contenían un número ingente de proyectiles de escorpión, puntas de flecha, hojas oxidadas de falcatas, un glaudium intacto , así como miles de huesos; tantos, que tardaría años en catalogar cada uno. El tamaño de aquellos fémures le maravillaba. Debían de haber sido gigantes para sus adversarios, y sin embargo lo que más le inquietaba, era aquella cabaña circular al pie de la puerta de clavícula. Los restos de lo que suponía un gran festín, se escondían entre las cenizas del fuego arrasador que los había calcinado todo en gran parte. Era como si sabiéndose ya muertos, festejasen la última batalla de la vida. Se preguntaba qué habría pasado por las mentes de aquellos toscos hombres y mujeres, que ebrios de comida y bebida habían luchado hasta morir.



Marco Vepasiano Agripa, miraba lleno de odio aquel insignificante castro bárbaro. Tenía cada musculo del hercúleo cuerpo contraído, por una rabia atroz que lo consumía. Aquella batalla había costado muchos esfuerzos, quizá demasiados para el insignificante trozo de tierra que se había conquistado para la gloria del divino emperador del mundo. La sangre de sus hombres regaba la aridez de la planicie, donde muchos de los mejores, yacían en un suelo encharcando la tierra. Las piedras oscuras brillaban con los ríos carmesí que se iban secando poco a poco; mientras, en el cielo, los carroñeros alados bajaban en grandes círculos atraídos por el aroma de la carne aun fresca. Muchos de esos hombres que llenaban el cielo con sus lamentos, nunca se recuperarían de las heridas, contribuyendo así a cerrar así el ciclo de la muerte y de la vida .

Dos legiones enteras habían hecho falta. ¡Por Marte! ¿Qué clase de hombres eran esos bárbaros? Un pueblo civilizado sabría reconocer la derrota con honor y no derramar la sangre de sus mujeres inútilmente.

Su voz sonó gélida y atronadora como si el mismo Zéus bramase desde los cielos montado en su carro. El soldado llevo el puño al pecho con gran estruendo mirándolo aterrado.

-¡Centurión! Arrasad la aldea, clavad sus cabezas en picas, crucificad a los heridos y a los supervivientes - no los había- y quemad el resto... ¡Que no quede piedra sobre piedra!,¡ ¡Roma victrix!!

Por el lobo que camina.

**Revisión ampliada del relato "el asedio". Gran lobo gris.

domingo, 1 de noviembre de 2009

Desde la galería


Sobre la mecedora, abrigada con la manta de cuadros, contempla con una sonrisa, el paisaje de la tarde que desde la ventana deja entrar la luz. En las manos entrelazadas guarda los secretos que la mente viajera no confiesa a nadie, y con un suspiro, mira hacia donde yo me encuentro.
Su mirada me cala hasta los huesos, desgarrando de parte a parte el lado que ama del corazón y una lágrima brota solitaria antes de devolver la sonrisa con un ligero temblor de labios, que mi voz austera se propone mitigar con el habla.

_¿Te encuentras bien madre?
Su voz tintinea entre los labios carmesí pintados con devoción y con la vista más allá de los cristales azules contempla el infinito real.

-hoy vendrá, lo sabes ¿verdad?- sonríe- Lo sé. No me preguntes como, pero lo sé. Esta mañana he puesto la colcha de lunas y soles sobre la cama y al doblar el embozo de las sábanas un escalofrío me ha recorrido la espalda, ha sido entonces que lo he sabido. Como siempre.
A veces pienso en él y siento como un aliento que me insufla palabras al oído, pero cuando me doy la vuelta ya se ha ido. Noto pasos que hacen crujir la madera vieja, como yo, de ésta casa también vieja; la escalera tiembla con su peso al subir, pero nunca llega hasta la alcoba donde le espero. No viene para quedarse, ¿sabes? Solo de visita, por eso no hay que preparar el cuarto de invitados. No, no lo necesita.

-¿Me traerás el té a la galería hoy?

Con los ojos desechos en agua sonrío asintiendo. Me he levantado y estoy a penas a unos centímetros de ella, con las manos de cariño desbordadas, buscando caricias entre los hombros y la nuca de plata.

-Claro madre, el té a la hora en que la tarde se va, como siempre que es invierno. ¿Quieres galletas hoy?

- ¿Sabes?, cuando era niña mi madre me hacía galletas de mantequilla en el horno de leña, el abuelo traía las cuñas de manzano olorosas, las de roble apretado para dar consistencia al fuego y las de olivo viejo…Aun recuerdo el sonido del batir de los huevos en el bol de loza blanca, donde se mezclaba la harina.

-Si. Hoy quiero galletitas blancas y flores de primavera sobre la cama…¿Sabes?, ahora que no tengo ya vista, hay momentos en los que veo letras flotando sobre el aire y forman las partes de aquellos libros que leí cuando descubría el mundo por primera vez…

Mientras escucho el tintineo de la cucharilla afinando la loza de la taza, abro el libro y leo a media voz. Es su preferido, por alguna razón que nunca me dijo y que quizá nunca me atreva a preguntar, pues sé de cuestiones que sólo deben ser contadas al natural, sin indagar sobre ellas, para que un día surjan por casualidad, como el libro, como tantas cosas que me cuentas sin querer y que son las que más me emocionan.
Afinando la voz continuo leyendo despacio el libro que mis manos contienen con una caricia. La letanía de las palabras va apagando poco a poco el sol de la tarde, hasta que de improviso, amanecen tímidas las farolas con su destello irregular.

-¿qué habrá de cena hoy? – preguntas mientras te acompaño a la sala para que el relente de la noche no melle la sonrisa que el ocaso ha dejado.- Sabes, a tu abuelo le gustaba cenar sopa de ajo con pan de hogaza y vino tinto en porrón. Cuando nadie lo miraba, echaba un chorro a la sopa y se reía como un niño chico…

La sala está en silencio, y conecto el televisor dejando el mando cerca de tu mano. Me miras con ternura mientras coges mi mano para besarla-

- Hoy vendrá lo sabes ¿verdad? No para quedarse, no. Solo de visita.

Mientras preparo la cena, escucho el sordo ruido que el televisor hace en la lejanía de la sala, escrutando tu voz por si acaso llamas, o te quejas o ríes sin más. Los electrodomésticos elaboran la cena frugal que pongo en la bandeja estampada con dibujos orientales rojos y blancos que tanto te gusta. Guardando equilibrio llego y te encuentro sonriéndole a la nada con el mando apretado entre las manos; me miras un instante, luego sonríes de nuevo y aplaudes mi llegada. Cenas mientras conversamos de la actualidad del telediario hasta que llega la hora de acostarse, entonces, te llevo al cuarto de baño para que te laves los dientes en el viejo vaso traslúcido. Cuando sales te meto despacio en la cama apartando la colcha de lunas y soles y tu sonrisa desdentada me abraza plácida.

-Sabes, Tu abuela me peinaba siempre con aquel peine dorado de la cómoda. Aun lo guardo junto a los pendientes que me regaló antes de irse de viaje…

Rezamos a tus dioses inventados y rogamos que sean cuatro los ángeles que guarden tu lecho, para que si no amaneces, te lleven al cielo con los ojos cerrados. Luego te beso la frente y con la voz queda susurro junto a los ojos las buenas noches.


Por la mañana de camino al trabajo pensaré en cómo te levantas y si encontrarás todo lo que buscas con la mirada. Las horas pasan lentas, monótonas, las manecillas del reloj se resisten a moverse donde cada segundo pasa dos veces por equivocación. El tráfico es denso y alarga la espera con sus semáforos rojos que no paran de brillar. Mientras, observo el discurrir de la gente que pasa delante del capó del vehículo y miro al cielo gris de la tarde, que con sus nubes oscuras amenaza con la lluvia lenta que caerá despacio mojando las aceras y los bancos de los parques donde no podré llevarte hoy.
Subo pausadamente las escaleras hasta detenerme delante de la puerta. Escucho los ruidos que la madera deja pasar intuyendo tu risa, pero no la encuentro. Entonces metiendo la llave en la cerradura abro y saludo a la percha de la entrada colgando el abrigo. Mis pasos me llevan primero a la galería vacía donde lloran los cristales a la luz de la tarde, luego acudo a la sala y allí os encuentro a la guardiana y a ti mirando la nada que se dibuja en la pared blanca.

Hoy no me miras con los mismos ojos de cielo, en tu mirada aguarda la incógnita de un acertijo que es mi nombre olvidado. Me acerco y te beso la mejilla, luego me siento a tu costado y te cuento mi día desde la mañana temprano.
De pronto sonríes iluminando la estancia en silencio y hablas con la voz que tanto he anhelado.

-Sabes, el abuelo no fue a la guerra. Cuando lo reclutaron, su poca vista al principio no fue suficiente, pero de camino al frente, se cayó del camión y se rompió la pierna. Lo dejaron en la cuneta junto a un gran árbol y siempre decía que ese día le beso la suerte en la cara dos veces. Volvió a casa con la escayola blanca en el carro del caminero que tampoco fue a la guerra por faltarle la mano derecha. Yo no me acuerdo de la guerra, era muy pequeña, pero sí recuerdo ir a buscar esas pequeñas fresas silvestres que nacen junto a la vereda en los últimos días de junio…
Eres tan amable viniendo a verme, dime guapo, ¿cómo te llamas? Sabes…Yo tenía un hermano muy parecido a ti que un día cruzó el gran charco camino de la Argentina, pero nunca regresó como me dijo que haría.

Con el corazón atravesado en la garganta sonrío al besarte las manos que sostengo junto a las mías. No te digo que aún desmemoriada, te quiero con toda mi alma y acariciándote el cabello me levanto para recoger el libro de la biblioteca.

-¿Te apetece que te lea madre?

Tú no contestas, ensimismada en tararear viejas canciones de saltar a la comba, por eso hoy me acompaña la niña de dorados cabellos amiga de aquel conejo blanco, que siempre tenía prisa. Cómo el tiempo, empeñado en fugarse de nuestro lado con alas de viento Inquietas.
Empiezo la historia junto aquel río de aguas viajeras en la que flotan los juncos, la hermana de Alicia lee el tonto libro sin dibujos, mientras ella trenza una guirnalda de margaritas. Aparece el conejo blanco con chaleco y reloj que salta a la oscura madriguera junto al seto verde.
Mientras avanzo en la lectura, al igual que Alicia te sumerges en el pozo oscuro de la madriguera y caes hasta los abismos que me son vedados, donde tan solo tú puedes adentrarte.

El día se cierra gris, como la tarde, sin que pueda contemplarse el ocaso, como las nubes cargadas de lluvia que arrecian y se persiguen por el cielo que ya no es azul. Al acostarte recito la liturgia de tus dioses, a los que sólo pido que no permitan sufrir ni un segundo y cerrando los ojos me abandono a los sueños extraños que Morfeo me trae de vez en cuando.

Los días se suceden en el calendario que cambia de hojas como los árboles, hasta hacer desaparecer el tiempo de la mengua. Con el frio inaugurado, las horas se alargan junto a los días en los que puede verse desde la galería, el sol que camina hacia la primavera. Con cada lectura del libro me acerco más y más al principio en la nueva lectura que haré al terminar, pues como en un bucle, lo único importante es continuar acompañando la senda de los días hasta el final.

Hoy al llegar a casa he sentido el aroma embriagador del horno de la cocina y con una sonrisa me recibes vestida con el delantal de las ocasiones y las manos enguantadas en las manoplas a juego. Sobre ellas exhibes el fruto de tu trabajo vespertino que humea suculento. Hoy el té de la galería será afortunado al contar con tu presencia y junto al aroma de las azaleas que asciende por la cornisa de la ventana irás desgranando esas historias que tanto me agrada escuchar.

-Sabes,- me dices risueña- tu abuelo tenía una pareja de bueyes grises, algo feos, pero nobles, que yo siempre iba a visitar a la cuadra. Eran más que simples bueyes, pues cuando me veían entrar, mugían de contentos intentando zafarse del yugo del pesebre. Acariciándoles despacio la frente les daba pan duro mientras contaba las cosas que me iban sucediendo. Una tarde de lluvia me senté a leerles un pasaje de mi libro. Ellos asistían impasibles con la mirada atenta en las hojas que iba pasando, mirándome con esos ojos grandes y oscuros de noble belleza. Cuando la noche se cernía oscureciendo la única ventana que junto a la pila de piedra guarecía el establo, de entre la hierba, salió el abuelo con lágrimas en el único ojo que veía. Con parsimonia caminaba hacia mi atalaya de lectura mientras limpiaba el cristal de sus gafas con un pañuelo blanco y sin mediar palabra sus grandes ramas delgadas me abrazaron hasta apretarme contra su pecho, de forma que mi cabeza quedó enterrada en su chaleco negro.

-Si quieres, mi hermosa violeta de invierno, puedes leerme a mí como lo haces a las bestias, prometo escucharte con tanta atención como ellas para al terminar poder decirte lo feliz que me hace tenerte en mis brazos de viejo.

Nunca fue un hombre de bar y partida, ¿sabes? En la lectura encontraba todos los mundos que un día quiso recorrer. Cuando era muy joven sus padres lo dejaron para irse al gran viaje que solo al llegar el final hacemos, por eso nunca tuvo tiempo suficiente para poder dedicarse a leer y viajar como hubiera querido, pero de tarde en tarde, yo le leía las novelas de los clásicos que él había ido almacenando con mimo en la biblioteca de la sala.

La tarde se fuga mientras escucho las anécdotas de tus días felices de la infancia y los viajes al mar que cada verano hacías en el viejo autobús de línea.
Puedo ver mientras dictas el recuerdo de las cosas que fueron como traquetea por los baches la vieja carredana. El chofer con la camisa de cielo y la gorra de plato oscura silba por la ventanilla abierta que deja pasar el viento. Uno a uno los verdes campos se acercan a la urbe de cemento que llega hasta la arena de la playa. Entre edificios bajos y blancos aparecen las casetas de rayas donde se viste la gente para el baño y al fondo las olas de blanco vestidas saludan los pies de los osados bañistas que zambullen sin pensarlo. Hay sombrillas de colores plantadas en la arena reseca junto a toallas y manteles con merienda. Allí estás tú desafiando al viento de la tarde con tu cabello suelto que acaricia las mejillas rosadas y frescas. Te acercas risueña a las olas que corren a tu encuentro con su espuma frondosa hasta abrazarlas. Ahora puedo ver como resbalan las gotas saladas por tu mejilla y en el cielo tímidos algodones contemplan la escena.


Va pasando el tiempo que todo lo cura sin apenas curar nada, y con cada día en fuga, tus recuerdos cercanos se diluyen como lágrimas en la lluvia. Hoy has olvidado mi pasado y los momentos en que fuimos lo que éramos.
¡Da igual! Todo dará igual si al finalizar la tarde me despides con una sonrisa encarnada; si al despedir el día lanzas besos con tus ojos de menta.
Antes de adormilarte en el regazo de la almohada, me has mirado y con la chispa de tus ojos has encendido el árbol de la memoria, luego apretándome la mano con fuerza, me has hablado:

-Niño, la muerte anda cerca. Hoy puedo oler como se desliza por la ventana con sus flores muertas. Cuando me llegue la hora funesta no quiero llamas, niño, ¡nada de llamas! ¿Me oyes niño?. Hay noches en las que me despierto con sudor frío en la frente y veo la puerta del horno detrás de la cerca. Me llama con su voz de ascuas encarnadas y se adentra devorando la estancia.
Quiero la paz de las piedras que oyen crecer la hierba; quiero el murmullo de la tierra junto al traje de madera que he de llevar al final. Prométeme que no dejarás que ardan y esparzan mi cuerpo muerto, niño.

Con los ojos en lágrimas te abrazo y te beso, madre de mi alma y si creyese en tus dioses juraría por ellos para ratificar el pacto de tus últimas voluntades en testamento vivo y hablado.

-Descansa, mi bien – la digo- descansa y que el fuego no te apure. Oirás la mar en la cercanía con tus ojos cerrados a la vida y si lo prefieres será el fresno que crece junto al riachuelo detrás de la tapia con cruces de estatuas dormidas. Descansa y no temas, si tus dioses aciertan verás el despertar de los cuerpos sin vida en el final de los días.

Sonríes apoyando la cabeza sobre la cama mullida y te duermes sin que el murmullo de mis palabras últimas llegue hasta tus pendientes.

Ayer tras silenciosa agonía, tu motor ha cesado y sentada en la silla que mira a la galería, te has quedado fría como los cristales o el viento de la tarde. Cuando he llegado, he sentido el vacio que dejan los trenes en la estación cuando parten. Como el viajero que llega tarde y se encuentra los rieles solitarios de las vías que miran al reloj mudo del andén muerto. Así me acerqué a tu silla y conteniendo la marea, te dije adiós despacio en las farolas que alumbraban las calles ciegas.


Gentes y más gentes desfilan silenciosas o hablan con voz queda, abrigos negros y caras blancas y mi mente se pierde encerrada en aquellos recuerdos que me alejan de la estancia. Ya no hay nadie, me olvido de todos los presentes empezando conmigo y surcando el mar de la memoria regreso a los tiempos en los que aun no planeaba sobre la aurora la enfermedad, ni la sombra.
Una mano, la tuya, acaricia la cara de un niño que en la playa ha sido engullido por una ola y su juguete lo arrastra la espuma blanca hasta perderlo en la bruma; unas lágrimas surcan sus ojos de ámbar con una pregunta. Tú, con la sonrisa quieta, le cuentas la historia de aquel pescador que halló en el centro de un pez el anillo del príncipe encantado. Y cada vez que vayas a la pescadería aquel niño irá de la mano a preguntar a los peces que miran fríos hacia el hielo blanco, por si alguno fuera tan grande de guarecer su tesoro cuando nadaba por el fondo.

Una voz me rescata cuando la tierra resuena en su mortaja y en sus últimas palabras encuentro que menta las condiciones de la herencia, entonces con un gesto de desprecio me río hacia dentro porque no son los bienes lo que yo albergo.

-Mi herencia está a salvo, aquí, en mi cabeza, señora mía; fuera del mundo que habita y puede que un día venga vestida de hojas de un libro que cuente aquello que usted no leería.

Pero no es eso lo que dicen mis labios, sino que se visten con la educación que en su día me diste, madre querida, a fuerza de privarte de todo lo que te daba la vida.
Atado a un viejo poema entrego a la tierra una rosa encarnada, cortada a la vida en su hora plena, para que endulce el abrigo de tu último asilo. Luego me alejo y mis pasos se pierden entre las losas grises del cementerio para atravesar la cancela de hierro que separa lo vivo de lo que ya ha se ha ido.

Por el lobo que camina