martes, 14 de diciembre de 2010

Demetrio Salgado y Fuentes.- Revisión


Demetrio Salgado y fuentes era un hombre en todas las acepciones de la palabra. Cómo lo conocí, fue de lo más inusitado, pero , eso ahora no viene al caso.

Lo recuerdo sentado en su despacho de exiguos muebles de madera de teca, viejos como él; rodeado de un montón de libros con tapas de piel procedentes de las estanterías llenas de polvo que miran al gran ventanal con venecianas, por donde se cuela tímidamente, la luz de la tarde sin pedir cita previa.

En aquel anciano edificio de principios del siglo pasado, amenazado de desahucio por el progreso mercantil moderno, tiene su casa el genio. El desfasado zaguán de baldosas blancas y negras, cuenta con una jardinera que engalana y perfuma la estancia con el aroma de flores de interior muy vistosas. Sobre la pared dos cuadros que describen la campiña francesa de Provenza, captan enseguida la mirada del visitante para dar paso luego, al vetusto ascensor encerrado en hierro forjado que traquetea y chirría en un subir y bajar muy lento. La puerta que accede a la vivienda- despacho, está provista de una placa de bronce con su nombre en letras gráciles y redondas, cuidadosamente bruñida, y en la otra mano, un anticuado pulsador eléctrico, que emite un sonido tan peculiarmente agudo, que nos traslada a la época de tranvías y vehículos de explosión a manivela. Allí nos recibe siempre con su mejor uniforme blanco y cofia a la antigua, Doña Elisa, radiante, con el rostro cargado de inviernos y arrugas, como el de aquel que ha sonreído mucho y sufrido más.

En la mayoría de las consultas que se nos puedan venir a la imaginación, no encontraríamos un lugar en el que mientras se espera, además, puede tomarse un refrigerio , pastas de mantequilla caseras, leer la prensa, una revista, o conversar con la erudita enfermera, recepcionista y abnegada esposa del buen médico.
Otrora él se sentaba al lado del diván a los pies de la persona recostada, pero después del renombrado incidente con aquella señora, con perdón de éstas, que injustamente quiso cobrar venganza de sus miserias, en la persona que seguramente más la ayudó, y supo hacerlo; ahora, se refugia detrás de la mesa y juguetea con las gafas, unas veces, o la estilográfica plateada otras, rodeado siempre por la sombra.

Demetrio nunca tuvo pacientes, sino amigos. Desconocidos que un día dejaban de serlo tras contarle sus experiencias vitales, de las que como siempre decía, se aprende; de todo se aprende y siempre se está aprendiendo. Uno podía sentarse allí y con el tiempo , darse cuenta de que se forma parte del mundo, uno amable, descrito no sin espinas ,por este peculiar personaje. Nunca dio falsas esperanzas, ni menguó importancia a las dolencias que sus nuevos o viejos amigos le íbamos contando de tarde en tarde de “visita”, como él lo llamaba, pues para consultar, estaba el diccionario o los manuales técnicos al uso.

En la penumbra de la habitación con olores frutales, poco o nada hacía recordar la orla con birrete negro y toga, o el título de especialista de la prestigiosa universidad de no me acuerdo, que adornaba la pared junto al un gran cuadro de marco dorado con motivos navales. Allí fumaba el fumador, bebía el sediento y hablaba el necesitado de hacerlo, de ser escuchado, entendido, pues en esto estaba la clave según él.
Como si de un “quid pro quo” se tratase, solía comentar alguno de los episodios que a diario le acontecían en su paseo por la alameda de camino al centro de la ciudad, donde tomaba té con una nube de leche, en alguna de las cafeterías antiguas, porque según decía, aquel que escucha hablar a otros, se olvida de sus dolencias y si gusta de ponerse por un momento en los zapatos de su interlocutor, quizá aprenda algo de la forma de ver las cosas desde un prisma distinto al suyo y al mismo tiempo tan parecido.

Aquella tarde que diluviaba sobre la pequeña ciudad , y caminos eléctricos recorrían un cielo gris plomizo , los ruidosos dioses de antaño hacían chocar las nubes, y el buen doctor, recibió la inesperada visita de la misteriosa dama de la guadaña. Quizá ésta se sentó en el ajado diván mientras la inmensa sonrisa bonachona de Demetrio daba la bienvenida de forma amigable. Quizá dialogaron y filosofaron acerca de las teorías vitales de los seres mortales que habitan y habitaron el mundo desde el principio de los tiempos. Por eso en el rostro afilado y paternal de recortados bigotes blancos, quedó impresa una postrera sonrisa, como la de aquel que es feliz y sonríe.

Todos los que conocimos y fuimos sus amigos, antiguos o nuevos, encontramos el mundo un poco más vacio sin su presencia, y sin embargo, por alguna razón desconocida, lo siento muy presente al recordar las enseñanzas que impartía como terapia o medicina carente de fármacos, en su humilde consulta de la calle Arena, número doce.

Demetrio Lozano y Fuentes no murió, su espíritu habita en cada uno de nosotros, y dentro de cada uno de los jóvenes, que realizan el juramento hipocrático, cargados de fe y esperanza en el ser humano.


Por el lobo que camina.

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viernes, 5 de noviembre de 2010

Revisión de los dialogos con los fantasmas de la laguna.


El aire inseguro de la laguna trae aroma de aguas calmadas y bajo un manto de bruma, apareces ¡oh! Fantasma.
Quieres romper el cielo que arde en el infierno de tus sentidos. No te alejes, ven, mi alma te espera, como te ha esperado siempre, desde la otra orilla de ésta laguna siniestra. Otrora soñé con tus labios de ascuas evaporando mis besos, Soñé con caricias ígneas abrasando la dermis, que se erizada a tu solo contacto. Sí, fue ayer tan solo. No ha pasado el tiempo, aún releo en el cielo la carta que tus dedos esculpieron en la densa niebla. Te alejas de nuevo navegando en la boira, y el viento arremolina sus blancos dedos sobre las quietas aguas. Ven, aquí espero, como te he esperado siempre desde la otra orilla, de ésta laguna de olvido.


Entre las nieblas nocturnas, entre los jirones densos de bruma, aparecen y desaparecen iluminados por la luna, seres pretéritos que me atormentan con sus lamentos , rostros y manos de tacto cadavérico. Se sientan a mi lado y me hablan tranquilo y lento, con mi propia voz, acaso robada, susurrando las historias que ambos conocemos. Si los miro a los ojos carentes de esferas, se difuminan, dejando el vapor que exhala mi pétrea boca cerrada y muda.
Están aquí, rodeándome, saliendo de las tumbas sepultadas de mi propio olvido; de cárceles carentes de barrotes en las que fueron confinados hace tiempo, por la mente mía.
Con una sonora carcajada nerviosa, les devuelvo a las tumbas, y es el eco de sus voces y lamentos lo que me trae el viento. No es mi risa, sino la suya entrelazada con la bruma.

Fantasmas que habitáis entre nieblas, ¡yo os convoco!!

Salid de las tumbas vaporosas y arrastrad vuestra conciencia, hasta este páramo de la existencia; cabalgad en caballos de bruma, y navegad los mares de humo, hasta que entre la fosca, mis ojos se encuentren con las esferas de densa boira de vuestras calaveras.
Esta noche carente de luna, rodeado por vuestra siniestra presencia , os liberaré de vuestro juramento para que halléis descanso eterno, sino es aquí, en el averno al cual perteneceis.
Dejad las cadenas que dan tormento a los mortales, en las nichos que os dan cobijo, pues ya no han de dar miedo, ni sonrojo, ni zozobra, ni horca ,ni martirio, ni suicidio, ni cilicio, ni culpa.

fantasmas que habitáis la bruma descansad

Noche de fantasmagóricas presencias que se esconden entre las nieblas.
los vapores de la oscura realidad, donde el olvido es el amo, gobiernan en su tétrico reino vacío de forma humana, a los fantasmas que pasean sus cadenas por los pasillos de este castillo de existencia. Aún con las puertas de roble muertos cerradas, atraviesan o sonrien en las almenas de fria piedra, haciendo resonar su voz por los tímpanos del insomne habitante de este mundo vacío sin nombre.


Yo que os inventé y os di forma corporea, nada he de temer de vuestra siniestra presencia misteriosa. sobre el estanque de bruma que nos rodea, alzaré la voz, y a grito, que devuelva el eco amortiguado, responderé con la risa ahogando en mis timpanos vuestras voces ya muertas hace tiempo.


Tan bellos se dibujan en la bruma vuestros etéreos cuerpos blanquecinos , movidos por la brisa de este páramo nocturno, me dejo llevar hipnotizado por el canto de las voces carentes de garganta y sonido humano.
me arrastran con su arrullo de sepulcro y abandono mi alma anhelando la paz de los que ya están muertos y sin embargo moran carentes de forma ,este lado de la existencia .
Venid a mi ¡oh espectros alados! Aferrad mi anima que se desvanece en la boira precipitandose al vacío de abismos oscuros, donde ni vosotros osais morar siquiera.



¿Cuántas veces habéis llamado a mis desdichados tímpanos que sin querer os escuchan? Con voces siniestras os descolgáis de la bruma y carentes de esferas, vuestras calaveras se dibujan entre el vaho que se mezcla en la boira. Otrora tuvisteis materia que se apoderaba de mi con solo la presencia; poder que embaucaba mis ansiosos oídos ,que anhelaban vuestra dulce canción, pero hoy no es antaño, y expulsados habéis; como los desterrados,;como los olvidados. Reyes que fuisteis, ¡idos! y no os rebajéis más, pues vuestras canciones desafinan ya, y el poder que os dí, ayer os lo quité junto a la corona que se hundió en las aguas del olvido hace tiempo.



Reyes de otros tiempos , quizá mas amables. ahora que yacéis olvidados e ignorados en la niebla del tiempo que os atrapa, susurrad, yo os escucho.
Contad vuestra historia lóbrega una vez más, haced palideced los rostros de la bruma que destila gotas frias como la muerte misma. ánimas que vagais por la laguna ¿acaso no veis que tendí el puente que me une a los mundos que fueron y ya no son?
Fantasmas de la boira, hablad o callad para siempre.



En noche oscura resplandeces, febril presencia de girones de niebla vestida surcando las aguas de conciencia estancada impulsada por el viento. Lamentos y amenazas vertidas por la boca de boira espesa se cuela entre los tímpanos desprevenidos. Acaso no te ha dicho los susurros del viento que feneciste y con ello tu poder menguó y devino en nada.
Tus palabras hablan en presente de lo que ya se ha ido, como aferradas a los restos del naufragio, flotando en la laguna fosforescente donde brilla la luna cadavérica. Ya nada es posible en este lado de la conciencia, y poco a poco, isla serás entre la fosca; inerte; abandonada como los objetos que duermen en las playas.
Porque no habré de reclamarte, ni odiarte, ni amarte, ni consolarte. Sólo el olvido abre sus brazos envueltos en brumas y te atrapa sepultandote..


Por el lobo que camina.

martes, 21 de septiembre de 2010

Cuentame la guerra




El niño se adentro en la alacena furtivamente y a oscuras acarició el objeto de su deseo. Su pequeña mano se deslizó por el frio metal hasta llegar al cerrojo, luego pasó la palma suave por la vieja madera oscurecida de la culata y cuando iba a empuñar el arma, la luz se encendió dando vida a los objetos que yacían en estanterías y suelo. El corazón acelerado por la emoción prohibida descarrilo, haciendo que la sangre dejara de acudir a los vasos sanguíneos y un ligero rielar de rodillas indicó, a la figura seria de la puerta, la proximidad de las lágrimas.
Asiendo de la mano y sin mediar palabra Tomás Lobo condujo a su nieto al pórtico de la casa, donde el sol apuntaba con sus rigores de estío al medio día. Ambos se sentaron en la fría piedra de un poyo protegidos por la sombra, que el balcón de la casa ofrecía. De una caja metálica, Tomás extrajo la picadura de ocres hojas de tabaco que su amigo holandés traía de estraperlo de allende los mares. La habilidad de la costumbre hacía que pudiera llenar la vieja pipa, sujeta a la mano de estribor, sin apenas mirarse aquellas manos ajadas que dejaban entrever una vida llena de trabajo y esfuerzo. Tomás se colocó la pipa en la boca y sacando un fósforo la encendió aspirando profundamente.

-¿sabes hijo? Debí deshacerme de ese viejo fusil hace años…

El humo de una bocanada voló por aire tórrido de la tarde formando un círculo perfecto que Damián siguió con la mirada hasta desintegrarse.

-yo…Yayo yo, solo quería…

-Ya hijo, lo sé. Esos chismes tienen atracción para vosotros, además con esa condenada caja tonta, que no hace más que mostraros a todas horas los usos violentos que los hombres hacen de ellas, no me extraña que acudieras a su reclamo.- bajando la mirada certera hasta encontrar los ojos acuosos del niño, sonrió levemente, luego clavó los ojos en el horizonte nuevamente y continuó hablando.

-Esos trastos no son nada buenos, ¿sabes? Cuando yo era niño, mi padre dejaba que tras las batidas de caza, limpiara la escopeta. Era un arma italiana de dos cañones, tal alta como yo por aquel entonces, algo así, como te pasa a ti con ese viejo trasto. Yo los veía cada domingo partir antes del alba con las realas de perros aullando, embutidos en abrigos, botas altas y gorros con orejeras. De haber podido entonces, habría ido con ellos a la gran aventura de la caza, por esos montes llenos de alimañas feroces que en los cuentos la abuela me contaba. No tu abuela, Damián, si no la mía, esa señora seria del cuadro de la sala.

Por aquel entonces yo jugaba a la conquista de España, que Don Severino el maestro, nos narraba en los días que el trabajo en el campo nos permitía ir. Modernos Mío Cid que escopeta en mano acaban con los moros, descreídos de Dios.

-Abuelo, ¿tú has disparado mucho con la escopeta?

-Si, hijo, quizá demasiado. Pero deja que te siga hablando de aquellos días. Con el primer bigote pude acompañar a los hombres en las batidas, para llevar la bota y el almuerzo que nos preparaba la abuela antes de que nadie en la caso estuviera levantado. Yo bajaba en silencio y la ayudaba o simplemente me quedaba mirando cómo se multiplicaban sus manos sobre fogones sartenes y perolas. Ese día descubrí que la aventura que mi mente había imaginado, no era del todo agradable. Tras largas horas de avanzar penosamente por los bosques, ascendiendo collados para luego bajar y subirlos de nuevo y llegar a los solitarios puestos de caza, donde se te entumece el cuerpo y luego de la espera, ni siquiera saber si la presa que los perros azuzan pasará por allí. Ese día tuve suerte y el tío Aurelio junto al que me quedé, abatió una jabalina enorme.
La bestia corría desesperada entre los helechos hasta que la escopeta furiosa descerrajó dos tiros a bocajarro. Aun veo la cara peluda de sorpresa de aquel pobre bicho y como tras un chillido atroz que me heló la sangre, cayó desplomada sobre el frio barro. Detrás de ella iban tres pequeños rayones, ¿sabes? los cerditos salvajes cuando son crías tienen unas franjas oscuras en el lomo que los camufla con el entrono, por eso se les llama así. Tú tío que se presumía contento me miró pálido y cari acontecida no pudo más que confirmar la muerte del animal.

-Esto no está bien, Tomás, no está nada bien. – me dijo moviendo la cabeza a ambos lados.
Pero hubo suerte y entre los dos pudimos capturar las asustadas crías que pegados a la ensangrentada madre no paraban de chillar.

-.Aquellos rayones crecieron en el establo junto a las bestias y tu abuela, el tío y yo cuidamos de ellos. Para entonces, nos seguían como si fueran otro más de los perros. Muchos de los niños de la aldea, sé que nos tenían envidia por ello. Juancho, y lupita sobrevivieron al primer invierno y se hicieron fuertes y habilidosos. No había mejor guardián que ellos en toda la comarca y además encontraban sabrosas trufas para nosotros; un manjar que en la época solo estaba al alcance de los señoritos de ciudad a los que nosotros se las vendíamos a precio de oro. Ellos, mis amigos peludos, tuvieron la culpa de que yo aborrezca tanto las monterías. Aun puedo oír aquellos lamentos, ¿sabes Damián?

-Yo no quiero ser cazador yayo- dijo el niño muy serio- yo quiero ser soldado para ir a la guerra.

-Claro hijo, como todos los niños. Jugar a la guerra que se termina sola, sin muertos, ni el horror de que viene después.

La guerra hijo, es la peor de todas las cosas. Es lo más parecido al infierno que los curas predican los domingos en el púlpito. Un lugar oscuro y frio donde los hombres dejan de serlo y se convierten en demonios, peores que las alimañas para el sembrado.

-¿Abuelo tú fuiste a la guerra?-el niño lo miraba con ojos chispeantes y ávidos de saber

-Si hijo mío, si. Estuve en la peor de todas: la que se celebra entre hermanos. Entre hijos y padres. Vecinos contra vecinos. Una guerra de fanáticas envidias, donde los buenos se confunden con los malos hasta el sub realismo, porque ninguna idea que mata es buena.

La guerra es hambre para el que lucha, es miseria y muerte. Roba a los hombres lo único que tienen: la vida, para enriquecer a uno pocos. En la guerra solo luchan los pobres y los enfermos de sangre, que creen en las mentiras que los promotores de guante blanco fabrican, a sabiendas de que ellos gobernaran el caos que acontecerá después. A algunos les sorprende sin querer y se ven abocados a luchar a la fuerza a riesgo de que lo maten los partidarios de uno u otro bando. Porque, hijo, lo peor que puede hacerse si llega la guerra es permanecer neutral. Se ha de pertenecer por fuerza a un bando y sin embargo los países que permanecen pacíficos se hacen ricos.
Cuando estalló la guerra, los que pudieron y tuvieron medio para hacerlo, viajaron al extranjero con los bienes que pudieron sacar del país. Los pobres no teníamos más remedio que quedarnos, amarrados al terruño que nos vio nacer. Los más aguerridos no tardaron en hacerse voluntarios e incluso llegaron idealistas de otros países a combatir no sé qué doctrina. Yo nunca agradeceré suficiente a la abuela que me ensañara a cocinar. ¿Sabes? Al principio todos me tenían por un ser extraño y afeminado siempre enfrascado en los libros de mar y viajes, incluso los mozos del pueblo, pero al llamarnos a filas, ellos portaron fusiles como el de la alacena y yo, tu abuelo, las perolas y el cucharon de madera. En la guerra se ha de comer y posiblemente el soldado sea el que más hambre pase de todos, sobre todo si está en el bando perdedor. En la cocina uno aprende a ver la verdadera naturaleza de los hombres. Hay algunos que tienen el corazón oscuro como la noche, hijo, y sin embargo hay otros que pasando ellos hambre, comparten generosamente lo que tienen sin atesorar para el mañana su riqueza, pero esa nobleza no la da la guerra, sino que la roba.

Lejos de los brillantes uniformes y medallas, de los desfiles y la arenga general, la guerra, es oscuridad. La guerra transforma todo lo bueno que somos y lo podríamos llegar a ser en maldad y egoísmo. Lejos de banderas en el frente se combate por y para sobrevivir un día más. Para poder ver de nuevo a los seres queridos. Es allí donde uno aprende a apreciar el abrazo de los amigos, el calor tierno de las miradas de aquellos que nos aman. El vuelo de una paloma, la gota de lluvia que moja despacio la tierra. Uno ve la vida como algo vivo realmente, algo que se mueve dentro de nosotros y nos empuja al abrazo.

-Entonces yayo, ¿tú no has matado en la guerra?

No hijo. Ni una sola bala ha salido nunca de ese fusil para matar a nadie. Con él cazaba animales en los bosques y así poder sobrevivir; pues el rancho que los altos jefes dan a los soldados, hijo, es la peor de las comidas. La más pobre de las recompensas a quienes darán su vida. Mientras ellos en su reservado comedor beben y engordan, en el frente se pasa hambre y sed. Pero el abuelo hacía sopas de raíces, estofado de cualquier animal condimentado con cualquier clase de hierba aromática que pudiera recoger en las cercanías, pues en la guerra uno come lo que puede sin pensar en nada más. El espliego, el tomillo, la hierba buena… Pero a pesar de no haber disparado nunca contra un ser humano, hijo, he mirado de cerca a la muerte.
Por las mañanas antes de los combates, veía reír a los hombres y bromear, pero a las noches, si miraba con atención, ya no veía los mismos rostros alegres. Muchas de esas caras desaparecían para siempre, y otras nuevas las sustituían. En los días sin batallas, había momentos que alguien recordaba alguna anécdota divertida y todos reíamos hasta caer en la cuenta que los protagonistas ya nunca más volverían de la guerra. Eso, hijo, es lo más duro. Es lo que nos quita la guerra. Al hermano, al amigo, al desconocido que sería nuestro camarada de no mediar las fronteras inventadas que nos separan. Nos priva de la felicidad de la risa, de la naturalidad sembrando caras serias y pena.

Aquellos que han regresado de la guerra, en cualquiera de ellas, en cualquiera de los bandos, jamás vuelve a empuñar un arma contra un semejante. Cuando uno ha vivido la miseria, ya no quiere regresar a sus garras y cuando habla de esos días, no habla de héroes ni pedestales. No habla de lo que los libros cuentan como anécdota repleta de cifras y mapas. No. Ellos hablan de carne y huesos fracturados, de frio, de dolor, de olor a sangre coagulada, pero sobre todo de olor a miedo. Ellos cuentan lo que sus ojos callan, pues lo que uno tiene que ver en la guerra, a veces es motivo de los peores sueños, que regresan en cada uno de los días que se habrá de vivir. Los sueños que adelgazan el espíritu.

-Abuelo lo que cuentas es triste y me da miedo…
Abuelo ¿tu ganaste la guerra?

-Claro hijo. Todo el que sobrevive para contarlo gana la guerra. Independientemente de si está o no en el bando vencedor. De los nuestros, hijo, solo tu Tío y yo salimos vivos. Después de la guerra, cuando los cañones cesan y las bombas callan, deviene la otra guerra: la del odio. Porque los que vencen, vengan muertos en los que quedan vivos. Vienen las envidias, los robos, porque son muchos los cobardes que se hacen ricos a expensas de la vida de otros. De trabajar, hijo, pocos son los que se hacen ricos y la guerra es la forma más rápida de hacerse rico si se es el vencedor. El perdedor no tiene derechos, ni bienes, ni honra.

Nosotros cuando fuimos liberados después de reconstruir con nuestras vidas lo que ellos habían roto con sus bombas, vinimos al mar y no hicimos pescadores. Siempre hay barcos para los marineros y todos necesitan cocinero. Al principio tu tío yo nos embarcábamos juntos, pero las miserias que la guerra siembra en los hombres, pronto me privo de mi única familia. Una mañana amaneció frio. No le mataron las balas pero con el tiempo le alcanzaron aquellas que dañan sin que se vea la sangre.

-Abuelo, creo que ya no quiero ser soldado. Ya no quiero ir a la guerra, debe ser un sitio sucio y demasiado triste…
Tomás no se lo dijo, pero esas palabras causaron honda impresión y una lágrima afloró a sus glaucos ojos.

-Me alegro hijo, me alegro. ¿Sabes una cosa? La mar es mucho más hermosa, ven vamos a ver lo que hace y si quieres, te contaré historias mucho más divertidas que las que hablan de soldados.

Levantándose de la piedra, abuelo y nieto caminaron por las calles estrechas que bajan al puerto, donde a la orilla de la mar esperaba inquieta una vieja dorna pintada de azul y blanco: La odisea. Y en ella subidos olvidaron la vieja arma que desde entonces ya no cuelga de la viga de la alacena, sino que lo hace vigilada por erizos, rayas y caballitos de mar encima de alguna roca de las que pueblan la mar.




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miércoles, 2 de junio de 2010

El último trabajo



Imagenes:
Foto es luparia
Favian Pérez. balcon a buenos aires
Mónica Castanys.el piano
De la red rosas
De la red veleros
Escha van den Boguerd. relacher 2


Es muy fácil, verá usted: Sale en dirección norte, una cuarta al oeste y cuando aviste la luz del faro de punta lucero, ponga rumbo oeste sur oeste. Media hora a cinco nudos siguiendo el cordal de la costa hasta punta del muerto. En cuanto afloren por detrás de la punta los dientes del diablo, eche el ancla porque habrá llegado. El pecio se encuentra a escasos veinte metros, ¿sabe usted? Allí las rocas forman una meseta submarina repleta de grandes cuevas.¡ Ah! No sabe cuánto les envidio, veinte años menos y me uniría a ustedes.

-Muchas gracias buen hombre, ¿Se toma algo en la casa del mar?

-Gracias, pero he de revisar “La morena” está noche salgo al calamar. Suerte y buena mar compañero.

Raymond y su acompañante se encaminaron despacio hacia al aparcamiento privado del puerto deportivo donde les esperaba un descapotable verde botella.

-¿Crees que se lo ha tragado?

-No puedo saberlo, nunca sé cuando los lobos de mar desconfían: ya son desconfiados, la mar les hizo así.

-Tú no necesitas señas para navegar por aquí ¿verdad?

Él la miró durante un segundo y sin decir nada accionó el contacto. El atronador ruido de los caballos, libres por fin, ahogó toda conversación y el silbido del viento contra el parabrisas y los espejos retrovisores les hizo guardar silencio hasta llegar al hotel.

Ambos se alojaban en la suite Miramar, en la octava planta del Hotel Ensenada, situado en el mismo centro de la ciudad y frente a los tinglados de la trans-océanos. El edificio de dos plantas de corte modernista recortaba en blanco la silueta del “fortuna” con la proa abierta.
El botones recogió al vuelo las llaves del deportivo y con la soltura que da la juventud se puso manos al volante camino del aparcamiento. Raymond seguido su acompañante entraron en el hall del gran hotel a grandes trancos y cuando apunto estaban de entrar al ascensor el recepcionista vino hacia ellos corriendo.

-¡Monsieur Raymond!, espere por favor…

Era alto y musculado. Su metro noventa y seis nunca pasaba desapercibido en la cubierta de ningún barco, pero era la mirada lo que más desconcertaba. Sus ojos de mar eran del todo opacos, como esas aguas someras que no dejan ver el peligroso fondo rocoso, enemigo de los barcos. Refulgían como hielo acerado y pocos eran los que aguantaban su inquisitoria mirada. Muy pocos querían reflejarse en ellos. El cabello moreno que caía ligeramente aclarado por el sol sobre los hombros, nacía sin entradas a cuatro dedos de unas cejas afiladas y prominentes; la barba de tres milímetros perfilada y fina, delimitaba con el borde del maxilar hasta unirse a las patillas estrechas. El cuello se unía a la espalda por medio de uno descomunales deltoides, que junto al pecho le daban un aire de semi dios heleno. Al final de los largos brazos unas manos como remos sorprendían por su agilidad; las piernas eran dos columnas de alabastro que lo cimentaban al suelo con seguridad. . En general, la flexibilidad era su arma. Nadie esperaba nunca que un hombre tan alto se moviera como un felino: silencioso y veloz, por eso, cuando se giró en dirección al recepcionista, éste se detuvo en seco apartando de su cara la sonrisa idiota y servicial.

-Monsieur, ha llegado éste sobre para usted.- dijo enarcando una sonrisa nerviosa al tiempo que iniciaba una reverencia el recepcionista.

-¿Vio usted quién lo dejó?- dijo sacándose la cartera y mostrando un billete azul de banco.

-Desde luego señor: un hombre de mediana edad, bien vestido y sombrero blanco. Dijo llamarse Dr. Armand y me encargó que se lo diera en mano personalmente.

-Muchas gracias Demetrio- dijo leyendo el rótulo del uniforme del recepcionista. Luego le entregó el billete con desdén y se alejó en dirección al ascensor, donde aguardaban el botones y su acompañante.- Que no pasen llamadas a la habitación hasta mañana.

-Si Monsieur Raymond, así se hará.



La suite Miramar era una de las preferidas de Raymond cuando visitaba la ciudad. Diseñada como habitación nupcial, constaba de dormitorio con vestidor, jacuzzi y una pequeña ducha separada con pavés traslúcido, además de la gran sala con barra y terraza acristalada desde donde se contemplaba toda la bahía hasta punta lucero. En el medio de ésta, la isla Bonanza emergía cual fantasma oscuro coronado de verde. No era el más caro, ni siquiera el más prestigioso de aquella ciudad abierta al mar, pero aquel hotel estaba a cinco minutos caminando del puerto deportivo, a dos de la catedral románica y a seis de la tienda de de artículos marinos Cosas, yates y Cía. Andando un poco más se encontraba la biblioteca municipal con su edificio neoclásico de pórtico tetrástilo y escalinata. A sus pies, la estatua de un gran escritor local, descansaba sentado con un libro en la mano mientras su vista de piedra, se perdía en dirección al gran hotel y por fin a la mar. Siempre iba allí para trabajar. En la sección de cartografía uno podía encontrar desde autenticas reliquias, hasta cartas náutica de la marina de su majestad británica.




Al llegar a la habitación Gisela se dejó caer en la enorme cama boca abajo, mientras, él, abría el sobre con cuidado de no rasgar el cierre. No era nada que no supiera ya, pero la colocó bajo el fuego del brasero que caldeaba la terraza. El sol apunto estaba de caer y durante un segundo sus ojos se perdieron detrás de punta lucero, allí, el astro se sumergía en la mar de cobalto, luego, aproximándose a la alcoba, cubrió con su envergadura el cuerpo de Gisela. Al principio no hubo respuesta a las leves caricias debajo de la blusa blanca, ni a los lánguidos besos sobre los hombros desnudos, pero una palabra vertida quedamente junto al oído, hizo que ella despertara de su letargo.


Estaba enfadada, harta de ser florero, la coartada perfecta, la cara amable que consigue cosas. Sentía que su pecho, ahora erizado después de hacer el amor, era aprisionado por una pesada losa que lo hundía. Se levantó desnuda y apoyó la frente contra la cristalera de la terraza. El sol hacía tiempo que se había dormido y tímidas estrellas titilaban en el cielo raso de la noche pugnando con las luces de la ciudad. Recortada por el azabache, las luces rojas y verdes de isla bonanza, parpadeaban indicando a los taciturnos pesqueros que se acercaban el camino hacia la seguridad del puerto.

-Te necesito. Lo sabes, ¿verdad? Dijo Raymond abrazándola nuevamente por detrás.

Siempre llegaba así: silente como un fantasma, como la niebla en la noche.
Ella lo abrazó resguardándose en el seno del pecho protector y emitiendo una queja se dejó hacer.

-Vamos a la cama, cielo.- Él la tomó en sus brazos y desaparecieron engullidos por las sombras de la habitación.



El día amaneció soleado y a las ocho en punto el servicio toco a la puerta de la habitación. Raymond duchado, arreglada la barba y vestido de sport aguardaba en la terraza con un dosier de lomos azules en las manos. Se oía el sonido de la ducha y una nube de vapor inundaba la suite. El camarero sirvió el desayuno en la mesa blanca de la terraza con parsimonia eficiente, recreándose en esos detalles que enseñan en la escuela de hostelería privada. Zumo de naranja natural, croissant a la plancha con mantequilla y mermelada de frambuesa, café solo, té inglés fuerte y aromático, queso curado y una manzana bermeja.

-¿Desea el señor alguna cosas más?

- Si, haga que me acerquen el coche a la entrada, por favor.- De su mano se desprendió un billete de banco que el camarero hizo desaparecer con la rapidez de un prestidigitador.

- así se hará señor, muchas gracias.


Gisela apareció con un vestido entallado de rayas blanquiazules por encima de las rodillas, con el peine se cepillaba el cabello aún húmedo que ella secaba sin secador de mano. Hasta Raymond llegó el aroma del acondicionador, la crema corporal, las dos gotas de perfume francés que ella vertía sobre su cuello de cisne, y al cerrar los ojos se hizo más y más intenso. Sintió ganas de hacerla el amor allí mismo, pero el reloj no perdona en cuestión de negocios. Debía irse ya.
-Te vas ¿verdad? Nunca me cuentas nada. Solo me utilizas, te odio. -Dijo ella en lugar de los habituales buenos días.

-Si te lo contara todo tendrías la misma soga al cuello que yo. Un día no estaré y entonces agradecerás que solo te haya reservado mi mejor parte, sin lagunas oscuras, ni rocas afiladas. Estás preciosa por la mañana, amor. Dame un poco de esos labios antes de que parta.- Dijo sonriendo.

Ella se giró dándole la espalda y su figura se perdió en la habitación; aquel movimiento de caderas le volvía loco, realmente era un tipo con suerte.
Se levantó de la mesa apurando el té, luego introdujo la manzana en el bolsillo derecho de la americana y se encaminó hacia la puerta, Gisela se había metido en el cuarto de baño; cerró sin hacer ruido y tomo el pasillo de la derecha hasta las escaleras, siempre bajaba caminando. En la entrada le esperaba el descapotable, dio un billete al botones y se alejó de allí camino de la carretera del faro. Miró el reloj: eran las ocho y treinta y dos. El trayecto a lo sumo y contando con el tráfico, le llevaría diez minutos, lo que le dejaba tiempo para hacer ciertos deberes que su profesión le exigía.

A las ocho y cuarenta estacionó el deportivo en la alameda en dirección opuesta al sentido por el que había llegado. Luego caminó hasta la entrada del campo de golf. El guarda y él se saludaron y enseguida se acercó a la cafetería. No había nadie aún. Fue al servicio, inspeccionó la puerta de proveedores y por fin pidió un zumo de naranja natural colocándose en la mesa del fondo de cara a la puerta.
El reloj dio la hora y por la puerta aparecieron tres hombre, uno de ellos con sombrero y maletín. La cosa empezaba mal. El señor del maletín y el más alto se acercaron hasta la mesa.

-Buenos días señor Raymond.

-Nada de nombres, si no le importa. Y esto no es lo acordado. Solo, significa eso mismo.

-No se enfade…La vida está llena de cambios y hay que adaptarse- dijo al tiempo que enarcaba una sonrisa cínica.

-Desde luego, por eso mismo ya no hay trato. Ahora si me disculpan, tengo mucho que hacer.

-No se precipite, hablemos… dijo mirando al acompañante al tiempo que asentía con la cabeza.

El hombre alto se situó al lado derecho del hombre del maletín con gesto más bien amenazante.

-Ya hemos hablado lo necesario y diga a su lacayo que se aparte antes de que tenga un accidente grave- su mano de babor se tensó y con la de estribor a la altura del botón de la americana se dispuso a irse.

- A mí nadie me deja plantado, ¿me oye?

Raymond se detuvo a dos pasos de la puerta y sin volverse contestó.

-La vida es cambio. Debió venir solo.Dijo mientras se encaminaba a la puerta de la cafetería.

El hombre de la puerta miró a su jefe, pero antes de que pudiera hacer nada, Raymond le apartaba con el brazo - hazlo y saldrás en la página de sucesos hoy- Dijo con un hilo de voz casi imperceptible.


Salió del campo a paso acelerado en dirección al deportivo sin dejar de prestar atención a la retaguardia; con suma agilidad se introdujo de un salto en el deportivo y salió de allí a toda velocidad. Con los mandos del volante selecciono un número en el manos libres del teléfono y presionó la tecla de llamada; al cuarto tono contestó una voz grave de hombre con acento anglosajón.
-Ha salido mal, búscame otro cliente.

-Eso no puede ser… Vale. Dame unos días, te llamaré.

-No. Éste ya no es seguro. Yo me pondré en contacto contigo, adiós.

A las nueve veintidós llegó a la recepción del hotel abonó la cuenta con propina, devolvió las llaves del deportivo de alquiler y subió a la habitación. Gisela contemplaba la mar desde la terraza: el vestido ahora era de lino blanco y la luz de la mañana se filtraba por él remarcando aquellas curvas perfectas que tan bien conocía.

-Hola cielo, nos vamos. Haz la maleta.

-Me temo que no. Dijo dándose la vuelta despacio. Yo me quedo.
Aquello sonaba a problemas y no estaba de humor.

-Piensa bien lo que dices antes de hablar, Gisela.

-Ya lo he pensado. Me quedo.

Él la miró y sus músculos se tensaron. Hubo un atisbo de suplica en la mirada, pero luego el frio se hizo glaciar. Con un solo movimiento cerró tras de sí la puerta de la terraza y se dispuso a recoger el ordenador y la pequeña bolsa de mano, al agacharse asomo la culata de la glock 9 milímetros que llevaba prendida del cinturón. Por alguna circunstancia, el mundo se plegó a su alrededor mientras bajaba las escaleras y todo se tornó confuso. No podía pensar con claridad, y era precisamente lo que debía hacer en ese momento. Se detuvo en seco, respiró hondo cinco veces y cerrando los ojos, se deshizo de la losa que atenazaba su pecho. Cuando los abrió eran nuevamente dos icebergs flotando en la inmensidad de un mar opaco. Sus pasos se encaminaron a la puerta del fondo: solo personal autorizado. Aquellos laberinticos pasillos conducían a la calle de detrás de hotel y de allí tomó la avenida que muere en la biblioteca para una vez llegado a ella torcer a la derecha y ascender por la pronunciada cuesta que lleva a la parte alta de la ciudad. Al final de aquella larga avenida según recordaba, había una oficina de alquiler de vehículos con el anagrama en letras verdes sobre fondo blanco

-Buenos días, quería alquilar un vehículo.

-Buenos días señor, ¿para cuándo lo desea?

-para ahora mismo, si es posible.- En su mente se materializó el plano de aquella ciudad con las oficinas alternativas exceptuando puerto y aeropuerto por cuestiones obvias.

-En estos momentos solo disponemos de un Volkswagen polo… -La dependienta observó el traje arena de corte italiano y los zapatos de piel por un momento y se centró de nuevo en el ordenador- Pero si espera a primera hora de la tarde,- dijo nuevamente- podría acercarle desde otra sucursal nuestra uno de nuestros vehículos de alta gama.
Raymond sonrió.

-No te dejes impresionar por el uniforme cielo, soy de infantería. Ese Polo me viene de perlas, así me ahorro algo de la dieta: hay que economizar…
Ella levantó la mirada y por primera vez lo observó con detenimiento. Sonreía cómplice.

-Entonces no se hable más, si me permite una tarjeta de crédito y un carnet de conducir, te lo llevas puesto.

-Aquí tienes, guapa. La foto es de diario, uno cambia arreglado.

-uhm, me gustas más de uniforme soldado…Patrick Basterra. ¿Eres del otro lado del charco?

-Solo mis padres. Yo nací aquí al lado- dijo él mirando hacia la puerta.- Ah, la oficina de devolución barajas, un día de alquiler.

- Pues si que te mueves niño… ¿Donde dormirás hoy?- ella miraba le miraba sosteniendo la mirada. No había frio en ella, ni en él.

-Con gusto lo haría entre tus brazos, pero me esperan mañana en Hamburgo. Claro que, tengo que volver, y para entonces, será la hora de tomar una copa después de otra dura jornada. Qué me dices.

-Que son noventa y cinco euros más el depósito de daños, Patrick. Firma aquí abajo.
El dobló la copia con cuidado y la introdujo en el bolsillo de la americana junto a las llaves del vehículo luego se dispuso a irse.

-Que tengas buen servicio guapa, ha sido un placer- dijo con su mejor sonrisa.

-Es el azul Rávena que está aparcado en frente, el depósito está a la mitad… Oye Patrick…

- Qué- dijo él dándose la vuelta justo al salir por la puerta.

- Salgo a las veinte treinta todas las tardes de lunes a sábados y me llamo Mar.

-Mar, ¿has navegado alguna vez de noche?

-Ni de noche, ni de día, Patrick.

-Cuando salgas por las tardes mira hacia el banco de la plaza, si hay una rosa abandona en él, búscame, no andaré muy lejos. Hasta la vuelta Mar.

Ella lo observó irse y suspiró. Estaba deseando volverlo a ver. -Hasta la vuelta soldado.- dijo para sí.



Durante las cuatro horas exactas que duró el viaje por esas carreteras de rectas interminables, de campos sembrados de trigo verde que es castilla, repasó cada una de las conversaciones, de las miradas, de los silencios, buscando el motivo de la defección de su compañera: siempre hay un motivo oculto o no. Barajó posibilidades, probabilidades, permutaciones, sin ignorar ni una sola de las combinaciones posibles y al final, con dolor amargo en el corazón, sopesó el resultado: no lo entendía. Aquella ecuación tan simple se le antojaba disparatada, pues él, en su balanza ya había dado por cierto que ella le amaba, pero quizá se equivocaba: siempre lo hacía. Ese era su error repetido hasta la saciedad, pero, uno que no le importaba repetir pues estaba dentro de su naturaleza confiar en el amor. Aquella confianza no bajaba la guardia y por eso se encontraba de camino a otra ciudad, donde si todo iba bien, solventaría el entuerto de forma favorable para él.

Paró en la gasolinera junto al mítico circuito un tanto olvidado ya. Quería estirar las piernas. En todos los años de buzo nunca había fumado, si acaso, unas pocas caladas de tabaco con hachis después de las inmersiones para relajarse, pero eso era en su juventud, y ahora cuidaba su cuerpo.

Se deshizo del teléfono en la primera papelera que encontró y tomo el auricular gris de la cabina junto a los lavabos de la estación de servicio. Marcó un número con rapidez milimétrica y aguardó.

- Asesoría Holden ¿Dígame?

- Con el señor Gamarra por favor.

-¿De parte de quién?

-De Álvaro Pazos.

-Espere un momento por favor.

Sonó la música de espera: Stabat mater kv 631 vivaldi. Su mente por un momento se relajó y con la mirada perdida más allá del horizonte de asfalto que es la ciudad canturreó entre dientes.

-Señor Pazos, le paso con el Sr. Gamarra.

-Hombre gallego, cuánto tiempo sin saber de ti. ¿Qué se te ofrece?

-Hola Fidel. Un negocio: arte. ¿te interesa?

-Depende. ¿ya no trabajas para el holandés?

-Ya sabes que no tengo amos.

-Bien. Pásate a última hora por el despacho y hablamos.

-mejor te espero en la Fontana a eso de las ocho, mesa para dos.

-De acuerdo, pero tendrá que ser a las siete y media…

-Bien, pero no tardes ya sabes lo poco que me gusta esperar.





Dos hombres seguidos de un tercero entraron en el hotel, los más altos se encaminaron al ascensor mientras el otro se acercaba al bar del junto a recepción. Gisela, vestida de vaqueros y blusa blanca salía con cara de pocos amigos cuando fue abordada por los recién llegados que la sujetaron del brazo.

-tiene que acompañarnos señorita.


Uno de ellos sacó una placa falsa de policía mientras el botones atónito permanecía con la boca abierta. Entre empujones fue sacada del hotel e introducida en una limusina alemana con los cristales tintados que aguardaba en doble fila.

-¡Armad!- dijo Gisela sorprendida- Todo esto no es necesario, yo no sé nada y tú lo sabes siempre me mantiene al margen de sus negocios…
-No has cumplido tu parte, solo tenias que retenerlo hasta mi llegada. Cuéntame lo de ese barco.

-El “seawolf” un fuera borda del puerto deportivo, pero también se ha interesado por otro, un velero, el “blue meezan” y hablaron de los dientes del diablo y un barco hundido.

-Tonterías, eso solo es la coartada.

En el asiento de enfrente un hombre rechoncho con sombrero y maletín sonreía de forma siniestra

-Armand, deja que yo le saque a ésta puta lo que sabe…

-¿Ves? No te creemos del todo. Tú sabes más de lo que aparentas bonita. Díselo a tu buen amigo Armand y no te pasará nada.

-De verdad- Dijo casi al borde de la histeria- no sé nada más, solo que alquiló un equipo de inmersión en una tienda y de la biblioteca sacó algunos mapas de la zona. Íbamos a navegar varios días.

Armand y el hombre del sombrero se miraron asintiendo.

-Bien Gisela, te creemos.- Chofer pare aquí. Ahora vas a dar una vuelta con mi amigo, le dirás todo lo que hablaron con esos tipos de las lanchas y hasta la talla de calzoncillos que usa el cabronazo de tu novio, por unos días serás su invitada, porque te llamará, y queremos hablar con él. Cuanto antes te llame, antes te dejaremos marchar. Lo entiendes ¿verdad?

Ella asintió mientras amargas lágrimas surcaban sus mejillas.
Acababa de darse cuenta de su falta de cálculo al evaluar la situación. Raymond era su único aliado, solo que ya había dejado de serlo. En ese momento supo que él no llamaría nunca más y que la niebla se tragaría su nombre. ¿Quién era en realidad? Eso nunca lo sabría.




En el carrillón de la Fontana dieron las siete y media. Apenas unas un puñado de mesas estaban ocupadas por gente y al fondo junto a la puerta del almacén un hombre de traje beige y corbata aguardaba junto a una botella de agua mineral.
La puerta se abrió dejando entrar al ruido del tráfico y a un hombre de mediana edad con traje azul marino. Este entró quitándose el abrigo y se detuvo buscando a alguien con la mirada, luego miró la hora en el reloj de muñeca y suspiró al tiempo que se encaminaba a la barra.

-Póngame un rioja. Crianza, por favor.

A su espalda un hombre alto vestido de sport con camiseta negra y vaqueros le palmeó la espalda

-No has cambiado gallego, siempre sacando el corazón por la boca a la gente. Un día de éstos matarás a alguien de un infarto, te lo aseguro.

-Eres puntual, pero dime: ¿de quién es ese Audi tan hortera que tienes aparcado ahí fuera?

- Ni me lo nombres…Es el regalo de mi secretaria- carraspeó y continuó hablando-. Éste fin de semana, es decir, ahora mismo tendría que estar de camino a la sierra, donde sé que me espera solo con la ropa interior que le he comprado ésta mañana.
-No te entretendré demasiado Don Juan… - Ambos reían.

-Vamos, la mesa nos espera; el reservado de siempre.

- Buena elección, amigo.

-Camarero, tráiganos una botella de setecientos monjes gran reserva del noventa y cuatro al reservado por favor, y dígale al metre que puede empezar a servir la cena.

-Coño gallego, éstas en todo ¿has elegido por mí?

- Si no te conociera, Fidel, tampoco sabría que ese es el vino que utilizas para impresionar a las damas, en cuanto al menú, el metre nos ha recomendado un menú degustación que lejos hacerte llegar pesado a la cita, te hará llegar con bríos desconocidos.

Pasaron al reservado y cenaron bebiendo una segunda botella de ese caldo. En los postre, y tras la explicación pormenorizada de los planes, Raymod Gotié también Álvaro Pazos le miró de forma incisiva.

-bueno, ahora te toca mover a tí...

-¿Cómo sabes que no iré al holandés con el cuento para ganarme su favor?

-Porque perderías un amigo y acabarías muerto en ese apartamento de la sierra. Pero sobre todo, porque en juego hay un pastel tan sabroso que un tiburón como tú, no dejaría pasar. Y si todo eso no te convence, sé que joder al holandés ha sido tu sueño desde que te conozco, y largando el cuento, no solo serias menos rico, sino el hombre que le hará feliz a él.

-Joder, pareces mi mujer, que bien me conoces…Empiezo a pensar que te subestimamos todos gallego. Me place pisar el negocio del holandés, pero el riesgo encarece el precio. Ésta vez será del…

- No me vengas con cuentas Fidel, el precio no lo discuto nunca y lo sabes. Necesito un nuevo nombre, australiano y a ser posible que no sea de un muerto como la última vez. También treinta mil euros por adelantado en mi cuenta de las caimán. Esa la conoces.

-Bien , no es problema, el martes lo tendrás, pásate por el despacho a recoger el pasaporte

-no, nos veremos aquí. Además tu despacho y los teléfonos están vigilados y hasta puede que también lo esté tu casa-

-Eso no puede ser. Yo tomo mis precauciones.

- Bueno, no es seguro y de ser cierto estarán en la fontana cerca de sol esperando como idiotas.

-¡Claro! No había caído. Solo tú y yo llamamos así a Casa Iñaxio.

-Si todo sale bien, Fidel, ésta será el último trabajo que realice.

-Terminar a lo grande y cortarse la coleta, como los toreros. Es un pastel muy gordo, yo también lo haría, pero no estoy solo como tú. Oye, ¿y esa chochito que iba contigo la última vez?

-Ella jugaba a dos bandas, la terminé.

-Vale, siento haber preguntado. Tú eres de los que se enamora gallego y eso no es bueno en vuestro oficio.

- Mi oficio es la mar, esto solo es para pagar facturas.

-¡Que jodido! Ya no quedan tipos como tú en el negocio, si piensa en volver a trabajar alguna vez cuenta conmigo, me hace falta un socio.

-Yo trabajo siempre solo, pero agradezco el cumplido. Entonces el martes nos veremos, no me llames, lo haré yo. Cuando lo tenga te llamaré y en ésta misma mesa te diré cómo y dónde podrás recogerlo.

Ambos sellaron el acuerdo con un apretón de manos y se despidieron.
La noche era fría pero con el vapor del vino ni se inmutó. Caminó por la avenida durante largo tiempo con la cabeza muy lejos de allí. En su mente ordenaba los acontecimientos y maldecía. Todo podría haber sido de otra manera pero siempre le tocaba bailar con la más fea. De pronto se paró, observó a su alrededor: la calle era un hervidero de vida y luces de neón. La ciudad celebraba la llegada del descanso semanal, unas jóvenes se cruzaron con él;reían. Ajeno al mundo, suspiró y continuó caminando.


Los apartamentos Monte casino estaban algo alejados del centro de la ciudad, pero no demasiado. Era un barrio residencial y tranquilo donde la gente ni se conoce. Álvaro pulsó el timbre de la recepción y la puerta se abrió al instante.

-Estamos completos señor- mentía la recepcionista.

-Seguramente, pero yo tengo reserva a nombre del señor Patrick Basterra.
La recepcionista comprobó en el ordenador y articulando una sonrisa asintió con la cabeza.

-Si, así es, disculpe. A estas horas no admitimos clientes. Su habitación es la Doscientos seis, como siempre señor Basterra, bienvenido de nuevo

-Claro sobre todo si no van de traje, pensó para sí.- Bien, que me despierten a las seis y diez.

La habitación era espaciosa, situado en la segunda planta del edificio. Contaba con una pequeña cocina, salón amplio dormitorio con cuarto de baño y vestidor. La terraza daba a la piscina que ahora por ser invierno nadie utilizaba, pero él si.


A la hora señalada sonó el teléfono de la habitación. Era el recepcionista.

-Buenos días Señor Basterra, son las seis y diez.

-Gracias, muy amable. Necesitaré un coche de alquiler para ésta mañana, ¿puede gestionarme usted los trámites?

-Desde luego, señor, con mucho gusto.

-Bien avíseme cuando llegue, gracias nuevamente.

-No hay de por qué, señor, para eso estamos.


Con el albornoz del aparta-hotel bajo a la piscina. Todo estaba dormido, incluso el agua inmóvil parecía dormitar ajena a la brisa fría de la mañana. Sin hacer ruido se introdujo en las aguas gélidas rompiendo su quietud. Ese era el mejor momento del día. Largo tras largo apartando las aguas con las manos para avanzar, solo concentrado en respirar acompasando los movimientos. El ritmo en la cadencia regular de inspiración y expiración bajo el agua donde todo es silencio y latidos de corazón. Cuando uno nada, se aleja del mundo y regresa al interior donde la voz del yo puede oírse tan clara como se ve la luz de la mañana en los días claros.
Tras una hora de ejercicio subió a la habitación donde le esperaba una ducha tibia y relajante de diez minutos exactos, luego el desayuno a base de zumo de naranja, un té humeante con una nube de leche fía y un par o tres piezas de fruta.
Eran las ocho y media cuando descolgó el teléfono de la habitación, y tras pulsar el cero marcó un número sin dudar.

-¿Dígame? Contestó una mujer extrañada al otro lado.

-Buenos días ¿está su marido?

- si, espere que le aviso, no cuelgue, ¿de parte de quien?
-Raymond Gotié

-Buenos días, Raymond. Esperaba su llamada. Le dije a mi mujer: ese chico es de ley, llamará, ya lo verás.

-Pues no sé qué decirle, digamos que tengo palabra. Quiero proponerle algo: le compro el barco. Bueno se lo compra un amigo mío australiano, pero eso ya se lo explicaré en persona, es muy largo de contar.

-Por todos los diablos… Me dejas frío. Realmente no está en venta. Déjeme pensarlo, deshacerme de él no va a ser fácil, muchas horas de trabajo, es como mi hijo ¿sabe?

-Claro, lo sé Joaquín, no hay prisa. Quizá por eso mismo lo quiero comprar: es un barco con historia que ha sido mimado por manos sabias y hechas a la mar. Desde luego estará en buenas manos. Por el papeleo no te preocupes, yo me encargo de todo.

-Entonces, ¿lo alquilas para el viernes?

-Si, desde luego, eso no cambia, el viernes a las ocho en la dársena, dinero en mano, como acordamos.

-Vale, bueno, pensaré en la oferta. Si, lo pensaré, hasta el viernes.






Aquella tarde el calor había sido insoportable y para colmo de males el aire acondicionado se había estropeado. La persiana de la oficina comenzó a bajar lentamente mientras el motor hacía chirriar los goznes metálicos como el rastrel de un castillo de película. Ahora el sol, antes de declinar detrás de los edificios, en agónico estertor doraba el banco de la pequeña plaza junto a la fuente donde jugaban unos niños. Por un momento ella se dejó cegar por el astro como queriendo absorber los últimos haces de luz y cuando abrió nuevamente los ojos lo vio: sobre la madera ajada por la lluvia y el sol una rosa envuelta en celofán transparente dormía abandonada encima de una hoja carmesí. Quizá una imagen, un gesto, un mirada sirvan para alegrar un día aciago y por eso ella comenzó a sonreír. Mientras se iba acercando su corazón descarrilado amenazaba con salirse del pecho y solo la estrechez de la boca impedía que se saliese por ella. Con manos temblorosas asió la rosa, se la acercó a su tímida nariz para impregnarse de la fragancia; luego como espoleada por una voz interior comenzó a buscar con la mirada en derredor suyo. Nada. No había más que niños felices jugando a salpicarse con el agua clara de la fuente que el sol irisaba con dulce fulgor. Sus ojos se precipitaron sobre la hoja. Estaba cuidadosamente doblada en cuatro tramos idénticos como si fuese un acordeón pequeñito con el fuelle desplegado. La tomó en su mano, y sin atreverse a leerla, la apretó contra su pecho.

Fue en ese momento cuando las piernas dejaron de sujetarla y tuvo que sentarse. Todo temblaba: temblaba la vida sobre la acera dorada, los árboles y sus delgadas ramas, temblaba el corazón en el pecho que subía y bajaba inquieto, Por fin leyó la nota y las letras se empeñaban en brincar cambiando de línea, desordenando las frases a su antojo. Con un suspiro las aquietó y pudo descifrar en parte su contenido: volvían a moverse. En el final se instaló el comienzo y quiso ser un bucle para poderse aprender aquellas frases entrecomilladas.
¿Era posible que todavía hubiera románticos? No. El acero de sus ojos escrutó la carta, leyó despacio, pero si. Si, y si mil veces si. Latía con fuerza todo: la fuente, los niños, las baldosa de la acera. Aquello era cierto. La realidad la pertenecía por una vez ¿por qué si no un hombre iba a tomarse aquellas molestias? pero ¿y si era solo el escenario de una obra de teatro? A ella le gustaba el teatro y la ópera, aunque nunca iba, quizá por eso se absolvió concediéndose el pecado. No, no había pecado en ello: era sólo un espejo que rompía la rutina. Por una vez ataría al miedo. Leyó de nuevo, ahora en alto, como para confirmar que aquellas letras eran una realidad plausible:

“ Al sur, por la calle que baja hacia el puerto lleva el camino que muere en la mar. Allí en el embarcadero un velero aguarda amarrado tu llegada. No pierdas la rosa, ni ésta carta, pues sólo ellas habrán de concederte la entrada franca a la mar”
Dársena 13 “ Selene”
Patrick B.

-¿Señorita se encuentra bien? Dijo el niño rubio que la miraba con los ojos abiertos como ventanas al alma.

-Si cielo, nunca he estado mejor- y con su mano acarició la barbilla de aquel niño que quizá, solo quizá, fuera otra señal de esos dioses imaginarios que adoran los hombres con miedo a la vida.

Apenas quince minutos caminando la separaban del puerto y mientras se acercaba a él iba imaginando la escena. En ella Patrick vestido con aquellos pantalones arena de lino, la camisa marrón sin abotonar en la cubierta de un gran velero de película. Por algún motivo todo estaba en blanco y negro salvo él. Las luces de la tarde dorando la mar, su cabello recogido en una coleta brillando y aquellos ojos glaucos desnudándola con deseo.

Justo cuando sus pies pisaron la tablazón de la dársena se percató de su apariencia. Se detuvo en seco ¿Qué clase de chica acude a la primera cita con el pantalón pitillo negro, la camisa y el fular en el cuello de la ropa de trabajo? Quiso desaparecer y que la mar tragase su cuerpo. Apenas unas hebras de perfume, de rímel y el gloss de labios de la mañana eran todo su patrimonio. Apunto de la lágrima, hubiera matado por cualquiera de las prendas que en su armario dormían olvidadas. No, así no. Pero se no se negó a si mima. El sabría ver lo esencial y si no, nada iba a importarle.

Con la carta en una mano y la rosa en la otra, con el bolso negro sujeto con el antebrazo al cuerpo fue clavando la vista en los números pintados que nacían desde el uno indicando el pantalán, recorrió las tablas flotantes hasta llegar al número fatal. Nunca había sido supersticiosa y por eso no le importó lo más mínimo aquel presagio, que por otra parte quizá, solo quizá era un augurio de tiempos sin duda mejores: el futuro siempre ha de serlo.

Un hombre de gesto adusto la observaba desde un yate pintado en blanco.

-Señorita, ¿sabe leer?- dijo señalando un cartel oxidado.

De pronto una voz salida de entre los mástiles dormidos de un velero tronó, y el fulgor de un cielo sin sol dorado en naranjas pareció cobrar vida en el horizonte. De pie, erguido sobre el mayor un hombre alto como la cima de una montaña, aferraba un cabo con su mano de estribor.

-Si, ella sabe leer perfectamente, ahora lea mis labios: métase en sus asuntos o tendré que meterme yo en los suyos.

Por un momento pareció como si el cabo que sujetaba entre las manos crujiese e incluso la mar que acunaba los barcos quedó quieta. El hombre miró evaluando la situación y por fin desapareció murmurando con la cabeza gacha bajo la cubierta de su embarcación.

-Veo que traes el salvo conducto, Mar…

Ella agitó ambas manos enarcando una sonrisa

-Pero hay un problema: no sé nadar.

-Por eso no te preocupes, no pienso hundir el velero, mas si tienes tiempo, quizá pueda enseñarte a hacerlo.

Entonces de un salto llegó hasta ella y tomándola en sus brazos subieron a la embarcación.



El cielo era una amalgama de añiles que avanzaba hacia el poniente donde los últimos vestigios del astro moribundo aún reinaban. El Selene navega impulsado por el lento motor de gasoil y desaparecido el espigón con su baliza luminosa, Patrick dejo el timón en las manos inexpertas de su acompañante.





-Cargar velas es todo un arte,- decía Patrick mientras izaba la de génova en el velero- ahora que la tecnología nos ayuda, un solo hombre puede gobernar una embarcación. Es un acto de egoísmo que nos empobrece miserablemente. La mar siempre ha requerido de manos que se aúnen en la misma dirección, como la vida que sin duda es como un barco. Antaño los tripulantes de un barco llegaban a ser no solo hermanos de mar y tormentas, sino que en tierra, los vínculos permanecían invariables con el paso de los años. Yo navegué con fulano, y dicho ésto, un silencio que penetraba la sangre, se hacía. Una nube pasaba por los ojos de los hombres y todos comprendían la renuncia que muchas veces- casi todas- es la mar. Se dependía del compañero para todo, en los momentos de ocio se trenzaban el cabello en la cubierta- siempre largo hasta que la moda cambió-, pero la mar nunca está quieta. Se aprendía del veterano y sus muchos días de mar, observando las olas, las nubes, el cielo rojo del amanecer. Hoy nos conformamos con mirar la pantalla de tal o cual instrumento creyendo que todo depende de los números, coordenadas, vectores.

-¿Tu padre era marinero Patrick? Dijo ella aferrándose a la rueda tal y como le había indicado él. Un sentimiento de bienestar le recorrió el cuerpo: la brisa en el cabello, el aire impregnado de sal, la noche cerniéndose sobre ellos con sus miles de estrellas. La vida puede ser maravillosa a veces.

- Ni siquiera le gustaba el mar. Vivió toda su vida encerrado en el terruño pobre y hostil de una hacienda alquilada a un señorito. Decía que si dios, su dios cristiano, hubiera querido que nos adentráramos en él, nos habría dotado de agallas como a los peces.

-Entonces, ¿de dónde nace tu amor a las velas y los barcos?

-De los libros. Allí entre sus páginas navegué por los mares que otros habían imaginado o vivido, un buen día decidí comprobar si todo aquello que los personajes sentían acerca de la mar era cierto. No me defraudaron. Era aún mejor que lo que el autor más pródigo en descripciones pueda llevar al papel.

-¿Has navegado mucho?

-En un tiempo fui marinero, pero se gana más si eres tú el que dirige el barco, por eso me saqué el título entre faena y faena. Éste es mi sueño Mar, el Selene.

-¿De verdad es tuyo este barco? No me estarás engañando para impresionarme.

-Aun no lo es, pero eso solo es cuestión de tiempo. El dueño no sabía que iba a vendérmelo. En cuanto a lo otro, sino te he impresionado ya, es que no sé hacerlo. Soy lo que has visto: un hombre sencillo que vive de sueños.

-Pero los sueños no se comen Patrick…

-¿Quién te ha dicho eso? Son el alimento del alma y sin ellos caminaríamos como muertos por la vida. Algunos hacen que sus sueños no solo nutran su espíritu sino también la carne y la materia. Hubo sueños que alimentaron familias.

-Me gusta como hablas, Patrick. Háblame así durante toda la noche, quiero empaparme de ti.

Él se acercó y abrazándola por detrás puso sus manos encima de las de ella en el timón.

-Te hablaré y no solo así sino con mis silencios para que sepas que no todo se dice con palabras.


En aquel momento ella quiso soltarse del timón y besarlo. Quiso que él la amara sobre la cubierta de aquel barco. Llenarse de su esencia hasta doler, sorber su aliento, derramarse en él; pero él no la soltó y siguieron navegando con estruendo de los latidos bajo la piel mientras la respiración se aceleraba vertiginosamente al tiempo que cientos de mariposas arañaban el vientre. En aquel momento ella supo que ya no podría vivir sin aquellos brazos.



En el horizonte se remarcaban en azabache las oscuras rocas de la costa. La mar de cobalto era ahora una sábana ondulada de tinieblas donde la brisa pintaba en plata las crestas de las olas que morían en la lejanía. Patrick giró bruscamente la rueda del timón y haciendo gualdrapear la vela, puso la embarcación en facha; luego accionó el conmutador y el ancla se hundió en las oscuras aguas. Con los ojos clavados en los de ella la desnudó despacio deteniéndose en cada pliegue, besando cada centímetro que la ropa había dejado al descubierto. Hubo temblor de labios, de miembros, temblaron los besos y las caricias hasta que en una vorágine frenética se abrazaron salvajemente. Ella lo desnudó arrancándole la ropa y desnudos los dos sobre la cubierta se amaron tan despacio que cada suspiro parecía congelar el cielo estrellado de la noche.



Yacían abrazados cuando él se levantó y ante los brillantes ojos de ella se calzó un traje de neopreno.

-tengo que abandonarte por una par de horas, cuando regrese te contaré una historia y entonces tendrás que decidir.

-Estas casado ¿verdad?- dijo una voz fría que ella misma no reconoció como suya.

-No seas tonta. No es eso y lo sabes. Puede que te guste lo voy a proponerte, pero tendrás que esperarme para saber.

-Te esperaré, pero no tardes o tendré que ir a buscarte.- Una sonrisa iluminó su rostro



El tiempo que hasta ese instante había volado empezó a arrastrarse y cada minuto era un tormento eterno que se demoraba. Ella bajó al camarote y sin quererlo se encontró curioseando cada recoveco del escritorio. Encontró cartas náuticas, viejas fotografías en blanco y negro de un niño delgado y alto con mirada cetrina, postales antiguas, un libro de poemas dedicado: para Álvaro con amor. Mamá; una guía de viajes de Australia, una agenda que no era una agenda donde todo estaba escrito en clave y un portarretratos con una fotografía reciente y rota donde el brazo seccionado de alguien lo abrazaba por la cintura, de fondo la silueta de un faro estaba difuminada. De la repisa junto a la cama tomó un libro de tapas azules: “relatos del gran lobo gris” y encendiendo el flexo se puso a leer desnuda sobre la cama.




Patrick llegó a la cubierta cansado con algo bajo el brazo, y desprendiéndose del traje de neopreno y las botellas, fue al camarote. La luz estaba encendida en la habitación y mar desapercibida de su llegada leía un libro. La luz del flexo caía sobre los pequeños pechos iluminando su forma. Las piernas recogidas sostenían el libro con ayuda de las manos y en la sombra umbría se adivinaba el sexo desnudo. Un mechón rebelde fugado del recogido del cabello se precipitaba sobre el rostro y de vez en cuando ella lo hacía elevarse al resoplar. Era hermosa. Así, concentrada en la lectura, su gesto se relajaba hasta parecer una niña feliz, pero era la profundidad de los ojos de café lo que más le desconcertaba: su mirada era asfalto y solo raras veces se deshacía en ternura. La primera vez que se miró en ellos, en aquella tienda de alquiler, sintió una espada atravesar su costado y cuando mantuvo la mirada, ella soportó el frio de sus ojos albos. No era frecuente. Con todo, había una pena encerrado en ellos: una tristeza semejante a las estatuas del cementerio de su pueblo natal junto al mar. En ellos podía leerse el viejo código de la verdad que encerrada entre amenazantes espadas destacando como la luz en la noche. Por aquella razón algo en su interior le decía que debía ser sincero y en vez de jugar a ciegas le enseñara el tablero de juego y todas las formas que en él lidiaban.
Aún mojado, se tumbó junto a ella y en su regazo depositó un porta láminas estanco con cierre de rosca hermético. Ella lo miró con sorpresa y sin prestar atención al objeto le abrazó. Sus pechos acariciaron el torso desnudo de él mientras las manos de ella jugaban a recorrer la cintura. Una de ellas penetró en la sombra de los muslos de piedra al tiempo que su boca aprisionaba el labio inferior de él.

-¿No vas a abrirlo? Dijo él aun con el labio aprisionado

-Puede…Pero primero quiero que sepas cuán sola me has dejado aquí.- dijo iniciando el lento juego del amor. Él se dejó hacer.


La noche pronto echó el cierre y en el horizonte fueron apareciendo tímidos rayos de sol. Agarrados al edredón salieron a la cubierta del Selene y abrazados se sentaron en la popa en silencio. La luz de la mañana lamía la mar y la embarcación y en el cielo las nubes se pintaban de carmín.


-Si te tocara la lotería, mar ¿qué harías con el dinero del premio? Dijo de pronto él
-No sé, viajar supongo. Vivir sin ataduras ni anclas. Una parte sería para que nada faltase a mis padres ¿y tú?

-Yo nunca juego con el azar, pero haría lo mismo que voy a proponerte: Dos personas, un barco, un perro, quizá un niño, la mar sin lujos ni diamantes. Ver la salida del sol a diario y en el ocaso despedir al astro.

-¿Es eso lo que hay en el porta láminas? ¿Lotería?

-En cierta forma si. Es el billete de ida a una vida sin trabajo, donde seremos nuestros propios jefes dedicándonos a aquello que de verdad nos mueve.

-¿Por qué yo?

- ¿Y por qué no ibas a ser tú?. Solo di sí o no.

-No te conozco … Tengo que pensarlo.

-El barco zarpa mañana al amanecer. No puedo quedarme más.

-Lo entiendo, espero que tú me comprendas a mí.

-Claro, no te preocupes.


El Selene arribó al muelle despacio impulsado por el pequeño motor intra borda. Mientras amarraban la nave una gaviota se posó en la proa y los rayos del sol bañaron su cuerpo. Mar con el pelo húmedo de la ducha se puso las gafas de sol. Por un momento ambos se miraron y sin decirse nada asintieron al tiempo. Él la observó mientras se alejaba por el muelle, luego tomo el celular y comenzó una mañana llena de llamadas, visita a dos oficinas bancarias y un notario.

-Si ¿dígame?

-Ya está hecho. Busca comprador sin obviar al antiguo dueño, puede que quiera entrar en la puja. Te envío una foto con el Financial times de hoy.

-De acuerdo gallego, cuídate, tu cabeza es valiosa. Te buscan.

-Tranquilo, déjalo de mi cuenta. Te volveré a llamar.


La brisa de la tarde hacia que el cable del mástil sin bandera golpease contra éste de forma regular. Un hombre de sombrero blanco ojeaba la prensa internacional, a su lado una mujer en traje de baño tomaba el sol en la cubierta. Junto a la escalerilla del yate dos hombres de traje oscuro y gafas de sol estaban alertas. En ese mismo muelle pero a varios cables de distancia un hombre con traje de buzo se tiraba al agua para revisar los fondos de una embarcación.

-¿Se sabe algo de ese mal nacido?

-Nada.- Dijo un hombre delgado y pálido de traje gris.
-Maldito. ¿los barcos siguen vigilados?

- Si, pero no ha habido movimiento en los últimos días.

-Demasiado listo. Soltad a la puta, pero que antes le den un escarmiento, ya no nos sirve de nada. El pájaro ha volado. Seguid al abogado, tarde o temprano los tendremos a los dos.

-Es peligroso. El madrileño tiene contactos muy fuertes.

-Eso ya lo sé. Esto es personal.

-Arriesgas mucho en esto, pero se hará lo que dices.

-¡Espera! En esa motora de ahí.

-¿Cuál?


Un hombre alto les saludaba desde una pequeña embarcación neumática que se dirigía a la bocana del puerto deportivo.
En ese instante una terrible explosión los catapultó sobre las aguas verdosas del puerto envuelto en llamas y herido de muerte el yate se escoró haciendo que las llamas lamieran el pantalán. En la dársena los hombres de traje yacían de rodillas aturdidos por la deflagración cuando una segunda explosión les sobre cogió de nuevo tirándolos al suelo. El yate se había hundido dejando un reguero de combustible en llamas y trozos de fibra blanca flotando sobre la mar. Numerosas personas de los otros barcos acudieron en su ayuda pero solo pudieron sacar del agua tres cuerpos mutilados por la violencia explosiva.




En el Selene, un hombre izaba la bandera australiana sobre el mástil de popa y poniéndose las gafas de sol de diadema miró el reloj. El puerto estaba en silencio y solo se oía el tintineo de los cabos sobre los mástiles de los barcos amarrados que dormían en la dársena de madera. De lejos llegó el rumor del viejo reloj de la catedral dando la hora y un sol tímido empezaba a despuntar sobre la mar en la frontera en llamas del horizonte.

Con parsimonia recogió las amarras dejándolas en la batayola junto a la popa y accionando el interruptor, el motor de gasoil comenzó a ronronear bajo sus pies. El hombre se caló una gorra griega de marinero y volviendo la cabeza hacia la ciudad comenzó a mover la palanca: avante despacio.

Justo en ese momento la figura de una mujer aparecía en la dársena arrastrando una maleta naranja con ruedas. El viento ceñía el vestido blanco a su cuerpo remarcando la silueta, Entonces abortando la maniobra caló el motor y de un salto amarró nuevamente el velero al pantalán.

-¿Aún llego a tiempo? Dijo ella saludando con la mano.

-Desde luego, el tiempo es nuestro.- Sabía que vendrías dijo para sí y
sonrió. Todo comienza de nuevo.

martes, 4 de mayo de 2010

Historias de un quiosco




Imagenes: Mónica Castanys Abril
Bruno Schmelt .?
Escha van den boguerd. pensare
Manos, concurso fotográfico en facebook
Quiosco modernista urbelaspalmas.com





Es curioso cómo actúan los recuerdos. Primero se decantan, luego se vuelven sedimentarios y en apariencia se olvidan; hasta que un olor, un sabor, un sonido, una caricia o la imagen de vete a saber qué, los haces emerger de las profundidades de la mar que es memoria. Si por conjuro aquel quiosco de azulejos blanquiazlues hablara de todo lo acontecido allí, sin duda entonaría un aria maravillosa, triste o alegre, qué más da, pero un aria inolvidable sin duda.



Los tilos en flor del paseo refractaban el sol dibujando mariposas de sombra en los adoquines del paseo. No había mucha gente en él y las carpas ambulantes de libros dormían en calma después del fin de semana. La terraza vacía dibujaba un semicírculo perfecto donde las mesas y sillas metálicas proyectaban luces sobre el edificio de azulejos pintados que asemejaba un quiosco de época. Entre sus manos sujetaba un pequeño volumen de poemas y en la liturgia del acariciador de libros, indagaba las señales intentando interpretar sus gestos. Claro aún no lo conocen. Perdonen mi torpeza. Esa liturgia sucede desde que tiene uso de razón, o ideas propias,- como gusten llamarlo. Cuando un libro llega a sus manos, se producen un serie de reacciones químicas, mecánicas o mágicas, que le hacen abandonarlo a su suerte de regreso en la estantería o por el contrario, sujetarlo firmemente para nunca más perderlo aunque sea en otra estantería más o menos parecida, pero esta vez la de su casa.
Aquel volumen que fue abierto primero al azar:“Alargaba la mano y te tocaba. Te tocaba y rozaba tú frontera…” (*)
Luego por la primera página:” el amor visible o no, late, clarifica, enardece cuanto he escrito…”(*)
En efecto: aquel libro era uno de los suyos. Si. Llevaba el sello escrito en la contraportada y al lado de cada uno de los pies de página, justo junto al número, pero con tinta indeleble de luz que sólo el destinatario, aún sin saberlo el autor, puede y sabe leer. Si ahora sólo tenía que trocar por sucio papel de banco aquella obra excelsa de papel inmaculado, que llevaba impresa el alma entera de aquel cuyo nombre figuraba en letras grandes y negras sobre el fondo carmesí de la portada.
Entonces fue cuando, al levantar los ojos y enarcar una sonrisa de satisfacción en el rostro, la vio. Estaba allí, silente como esas estatuas clásicas en los museos de historia. El viento rozaba sus hombros solo vestidos por el tirante blanco de aquella blusa argentina que dibujaba los pechos. La línea recta de su espalda se precipitaba hasta el vuelo de la falda donde se adivinaba la voluptuosidad de sus caderas en el mimbre de su cuerpo, y su piel bronceada, era como la miel, ligeramente moteada por innumerables perlas oscuras. En seguida quiso forzar la distancia y acercarse para contarlas todas o inundarme con la fragancia de flores que llegaba hasta él, desde su cuello de junco. Mientras disimulaba con la mirada fija en el cabello de ámbar iba rotando como la tierra gira hacia el astro benefactor y llegando al verano pudo ver el perfil de la faz de diosa. Los labios ligeramente abiertos recitaban las letanías impresas en el libro que ella con sus dos alas portaba con delicadeza.
Frente a frente, contempló cada uno de los pliegues que se forman en el rostro de las estatuas sonrientes y bellas como era ella, hasta que en un segundo en el que no hubo latido, sus ojos se elevaron hasta él. Le miraron, primero con sorpresa, luego con ligero enfado para más tarde tornarse imprecisos, y algo misteriosos. Él estaba allí quieto, como las polillas a la luz intensa, deslumbradas por el faro en la noche oscura. Con un libro encarnado en la mano y una sonrisa de idiota quizá demasiado reveladora, me miré en sus ojos.
Hay tiempos que deciden quizá los momentos por venir o la vida entera y justamente supo que ese era uno de aquellos momentos en los que uno ha de jugarse entera la marea aún a riesgo de acariciar las frías rocas con la proa de la nave.
Con la garganta medio seca y la voz de ese otro que no era él, sino el idiota que miraba fijamente las esmeraldas brillantes de su rostro, habló despacio pero con la decisión de un orate.
-Si es éste el libro que buscabas, creo que podremos compartirlo a perpetuidad o negociar cuando y como será tuyo lo que ahora no es ni puede ser de nadie más…
Tan sólo dos pares de palabras se precipitaron hasta
-No busco, yo encuentro…
Con la elegancia de quien esgrime un florete contra el peto blanco de su adversario se fue contoneándose en dirección al paseo marítimo donde tristes barcos se mecían en la mar calmada del medio día.
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Aquella mañana dibujaba sombras en los adoquines grises de la plaza cuando el sol jugaba a esconderse entre las formas cambiantes y vaporosas de las nubes que recorrían el cielo hacía poniente. Junto al gran tilo que regalaba su aroma dulce a los caminantes, un caballete de madera de haya daba la espalda la solitario quiosco. Delante de él un joven, ni feo ni guapo, ni alto, ni bajo, medía con el pincel el motivo estático, protegido del estío con un sombrero panamá blanco y mezclaba los colores en su paleta con devoción amante. Por la rapidez con que los exiguos viandantes pasaban de largo junto a él, podría decirse que aquel hombre era trasparente, cómo lo son los árboles y el mobiliario urbano de un parque para el oficinista que mira su reloj de pulsera o para esa mujer que se mira en el escaparate de la tienda retocándose el cabello ajena a la mercancía. Como todas las mañanas el ajetreado camarero sacaba las mesas y sillas metálicas de su sueño apiladamente ordenado para disponerlas en el ajedrezado de aquel tablero con escasas vistas al mar. El lejano reloj de la catedral señaló una hora y su rumor se propagó por las viejas calles empedradas hasta llegar a las avenidas rectas que mueren en el puerto y saludar a los veleros y mercantes que fondeados en la bahía aguardan cabeceando en la mecedora del mar. Ella llegó sin hacer ruido y acomodándose en una mesa alejada del quiosco levantó la mano como se izan los gallardetes de señales en los barcos. Mientras el café recién servido humeaba a su lado ella rescató de su bolso una vieja libreta y con ojos atentos al artista comenzó a tomar extrañas notas con la velocidad taquigráfica de una estudiante en la facultad. Casi recostada en el lienzo guarecía su bloc con el brazo libre atrapando en la carne la mirada furtiva de los pájaros que sobre las viejas ramas expiaban el trasiego sin sentido de los humanos. Sobre el otro lienzo donde las pinturas acrílicas tomaban la forma de la plaza, la silueta de una mujer sentada en la terraza, empezó a vislumbrarse con tímidos trazos, que el viento propagó por entre los tilos hasta llegar al oído de la muchacha. Alertada por la nada, buscó con la mirada aquel lugar dónde el hombre transparente se confundía con los quietos bancos pintados de blanco y en un acto reflejo cerró la libreta que introdujo en el bolso negro, sacó unas monedas para el camarero y se abalanzó sobre los adoquines en busca del lienzo o del artista. A medio camino se detuvo indecisa mientras el viento recorría su falda formando pliegues o alisando picos; hundiendo la tela hasta la dermis para dibujar las formas perfectas de aquel busto erizado y bello que pugnaba con la blusa blanca y la banda del bolso negro. El caballete solitario sin rastro de lienzo aguardaba quieto enfrentado al quiosco y por su hueco podía verse la mar lejana pintar la frontera del horizonte celeste y lejano. Miró a su izquierda, luego a su derecha, rastreo los coches aparcados, los árboles, los setos y los bancos pero no pudo ver la espalda ni el sombrero blanco de aquel hombre tranparente que se había esfumado como por arte de magia. No muy lejos un hombre ya sin sombrero tomaba notas con su réflex congelando aquella imagen en la retina de la memoria electrónica y mientras observaba el desenlace palmeaba el lienzo apoyado en el no tan lejano templete sin músicos. La chica se fue paseando por la avenida hasta perderse entre la gente y el tráfico lento de la hora punta. Aquel hombre silente volvió a dejar el lienzo en el caballete y aproximándose al motivo principal de su retrato se apoyó en la pequeña barra metálica y dijo.
-Damián, un zumo de naranja por favor.

(dedicado a quién ya sabe)
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El viento recorría las calles hacía levante agitando palmeras y cabellos por igual, mientras unas veloces nubes bailaban en círculos por el azul. Un hombre sentado en la terraza pugnaba con las hojas del periódico local, hasta que malhumorado, lo cerró y levándose caminó hacia la barra metálica del pequeño quiosco para guarecerse del céfiro. Una pareja caminaba a la deriva por sotavento y asidos de la mano pugnaban por avanzar. Con la vista alzada hacia la bóveda celeste observaban el quieto vuelo de las gaviotas de alas blancas que iban recorriendo sin esfuerzo los caminos curvos del cielo. Un hombre esperaba junto al templete sin músicos con las manos en los bolsillos, quizá para no ver la hora. Su cabeza era como el radar de los barcos de tanto mirar cuando el reloj de la vieja catedral dio tres campadas premonitorias y entonces supo que ella jamás vendría. Con la cabeza arriada, como esas antenas de seguimiento de satélites inoperativas, comenzó a caminar primero hacia poniente, para luego indeciso torcer hacia babor en busca de algo de sol. Damián limpiaba los vasos tarareando la melodía de una ranchera que no sonaba en el altavoz de la radio, con la mirada perdida detrás de los altos tilos, quizá pensando en alguna cosa hermosa que le hacía sonreír de manera idiota-.
Una mujer entró en la plaza y se acomodó en la mesa más cercana por el oriente al quiosco blanquiazul. Pidió una consumición, luego extrajo un paquete de tabaco rubio, un mechero plateado y un teléfono encarnado. Anteponiendo su mano de estribor al viento racheado logró encender un cigarrillo que propagó su aroma por la plaza. Un hombre llegó al poco rato y sentándose enfrente de la mujer saludó. Luego comenzaron a hablar con gestos airados, con miradas frías. Sus dos espaldas muy rectas señalaban la distancia alejada de abrazos que quizá hacía no tanto se habían obsequiado. Pero hoy no era ya ese día y el viento despeinaba su cabeza de manera nerviosa, como si intuyese el temporal que se avecinaba. De pronto él se levantó, y depositando una alianza dorada encima de la mesa orientó sus velas hacia levante hasta desaparecer de la vista devorado por las calles. El viento propagó dos palabras desesperadas que la mujer había emitido con la voz desencajada por el llanto, pero ni siquiera el eco contestó: Juan…Espera. Un te quiero fragmentado se precipitó de los labios hasta el plato de cobro donde sujetado por un vaso dormía un triste billete azul de banco que el camarero recogió cariacontecido. Luego, depositó varias monedas y otro billete de banco y se fue. Tras varios silencios de música la mujer se fue a paso lento aferrada a su bolso de tela como un naufrago al salvavidas y el anillo quedó abandonado allí, tan inerte como la frase grabada de su interior: Juan y Elisa para siempre Amor.

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Estaba nervioso pero sonreía. Ojeaba sin prestar atención las grises páginas del periódico de la mañana. Comprobó la hora en su reloj de muñeca, luego la contrastó con esa otra que colgaba en la pared del quiosco blanquiazul y suspiró de nuevo sin perder la sonrisa. El reloj de la vieja catedral silenció los pasos de una mujer que se acercaba despacio por la vereda de tilos y palmeras. Antes de golpear con su dedo índice la espalda de aquel joven, se atusó el cabello de miel bien recogido en una cola de caballo. El joven se dio la vuelta con la certeza de que sería ella. Si, lo era. Se miraron; se observaron durante ese segundo eterno que son los reencuentros, hasta que la inercia gravitatoria les hizo abrazarse. Mascullaron palabra ininteligibles, sollozos, risas, suspiros, mientras las manos se recorrían buscándose, hollándose, rescatándose al fin. Un millar de preguntas agolparon en sus gargantas pero fueron la escusa para necesitarse, por eso sus labios se encontraron, y combatieron sus lenguas como soldados de infantería, cuerpo a cuerpo sin espacio para nada más que el roce lento de su tacto ciego.
Damián enarcó una sonrisa afilada y se tomó su tiempo para atender la barra, barrer por enésima vez el recodo de sus pies o abrillantar los vasos con la gamuza blanca.
El tiempo se había detenido en un mundo en el que todos, personas y objetos, iban desapareciendo poco a poco. Primero lo hicieron las palmeras y el aroma de los tilos viejos, luego las sillas y mesas metálicas de la terraza, las baldosas ajedrezadas del suelo, el quiosco, sus parroquianos, el camarero sonriente, la taza humeante de té y la luz declinante de la tarde. Todo excepto él y ella, enmarcados en un gran círculo oscuro, que sin embargo, les iluminaba el rostro sonriente, de ojos cerrados, de labios cerrados en otros labios, de manos fundidas en cuerpos ajenamente propios. Una voz atropellada de latidos desbocados les imbuía a seguir así: quietos como esos barcos que duermen en la dársena segura del puerto.
Por fin abrieron los ojos despacio para contemplarse, para reflejarse en las antagonistas pupilas chispeantes de su aliado, compañero, amigo, amado por fin; amado y necesitado y querido e indispensable como el aire lo es para la sangre, como lo es el latido que empuja a las venas hacia los pulmones a beber. Ahora ya no había preguntas, solo respuestas y todas eran: si. Te quieros en cada caricia en cada mirada, en cada sonrisa, en cada brizna de aire espirado. Por eso quizá no hubo palabras ni tiempo para nada más, y asidos de la mano, ella con su otra mano en la cadera de él y él en los hombros de ella, se alejaron por el paseo que muere en el puerto, donde el sol deja caer su esfera detrás de los edificios para ocultarse en la mar.
Damián dejó caer un suspiro que el viento se llevó lejos, quizá hasta un edificio de esos altos que mira desde lejos el puerto repleto de barcos, donde alguien miraba la hora con resignación.
El ruido de la persiana se clavó en las baldosas provocando en la plaza un estampido de palomas. A lo lejos las barandillas azules de las terrazas se pintaron con el sol de la tarde que brillaba junto a las ventanas también doradas, como la cúpula azul del quiosco, como las alas de las palomas, como la copa de los tilos, como la proa de los barcos y como debe ser la luz que dora el amor en los corazones enamorados.

Por el lobo que camina.

jueves, 15 de abril de 2010

Viaje al interior de Laura



Imagágenes: Mónica Castany. Lumier de l`ete.
Escha van den boguerd. profondita.
Fabian Pérez. brocatto orchre
Allan r. banks.?
Andrew Wyeth . easterly
M.&I. Garmash. lost in liles

Dejo el libro encima de la mesa y se recostó en el sofá a lo largo, después, acomodándose en posición fetal, se abrazó las rodillas con las manos vacías. Con los ojos cerrándose despacio desapareció del mundo.
Cualquiera que hubiera entrado en la estancia soleada de principios de la primavera, no la habría encontrado por mucho que buscara, pues solo aquella carcasa de piel y huesos se hallaba allí.

Primero invocaba la oscuridad cerrando los ojos, luego en el negro que aparece tras las persianas, se imaginaba rodeada de una nada sobre un fondo de azabache. En él, su cuerpo de cal contrasta con la nada y rotando sobre un eje imaginario, como esos astronautas que realizan ejercicios en la ingravidez, se desplazaba por un mundo sin sur, sin norte, sin geografía física. Con la consciencia preparada se acerca a la frontera del no ser y poco a poco su imagen perdía consistencia diluyéndose con la nada oscura que ya ha dejado de serlo. Ahora todo era blanco. Un blanco iluminado por luces directas que incidían desde todas partes sobre el centro de esa nada imaginaria. Entonces las horas se convertían en minutos, luego en segundos y de algún lugar que desconocía llegaban los sueños. En ellos se imaginaba tal cual era: sencilla y algo misteriosa, pero era el mundo cotidiano lo que cambiaba realmente. Al despertar de aquel trance no recordaría nada de lo acontecido en ese lugar blanco mágico y lleno de nada, que la secuestraba durante eones, pero el mero hecho de hacerlo, de haber estado allí, merecía hacer el esfuerzo e intentar alcanzar la llave de la puerta traslúcida que conducía al paraíso.

No siempre lo conseguía, sobre todo si los problemas danzaban por su mente como velas suspendidas en el viento, pues en realidad son anclas que no se hunden en la nada y al no hacerlo, crean toda una serie de imagines superpuestas que la hacían levantarse y dirigirse a la cocina para preparar un té. Eran entonces los desvelos los reyes del tiempo y las horas se tornaban en días enteros sin sol ni luz, donde las sombras inquietas dibujaban espectros de risa burlona que se mofaban de ella.


Se levantó y sus pasos la llevaron a la terraza. Tiró del picaporte hacia abajo y sintió el peso de la puerta ceder a su reclamo, luego, entró la brisa golpeándola la cara. Respiró profundamente y apoyándose en la barandilla, abrió los ojos a la noche. La luz se había fugado por la rendija que el horizonte dibuja detrás de las montañas. La calle era un lugar desierto donde las farolas eran solo los focos de una obra de teatro sin protagonistas. Un gran gato oscuro se paseaba entre las líneas blancas de la carretera con absoluta tranquilidad, quizá por algo era el rey de la noche en la ciudad. Todo dormía en apariencia, pero el leve ruido de tráfico proveniente de la avenida principal le recordaba que no. En los edificios colindantes las pocas luces trasnochadas trazaban un ajedrezado irregular que cambiaba hora tras hora. Pronto llegaría la mañana, el aroma de café, las personas, las prisas, la luz. Pero aún no, tenía tiempo de atesorar esos instantes como lágrimas efímeras de tiempo.

Pensó en él y llego su aroma transportado en el viento del recuerdo: sudor, humedad, tierra, azahar, sexo. Remarcadamente sexo, bajo los pliegues, al sur de ese ombligo perfecto, entre los alabastros firmes dorados en bronce. No. Con la mano que atusaba su cabello deshizo la imagen de su cerebro justo antes de desear tenerlo entre sus manos, entre los senos, en la mitad de su centro umbrío; justo antes de la desesperación, de la sensación de abandono que la abandonaba, como él, como todos los él, como ella misma, como abandona la marea los objetos en la playa.

-¿Donde?

-Con quien.

-¿Me pensará?

-Yo no, lo he olvidado ya.

-Mentira. NI mentir sabes ya bonita.

- bonitas son las hermosas venidas a menos, el piropo de quienes no quieren ofenderte

- si entonces era eso. Ya no era bonita, ni lista. Sus dedos no creaban magia ni flores en los labios. Pero un día…

-Ya no hay más días. No los habrá.

Salió al encuentro del aire enlatado de la casa. La alcoba la recibió con las hojas abiertas y en la cama las sábanas desordenadas dibujaron el contorno de su cuerpo. Sin encender la lámpara extrajo del primer cajón, un frasco etiquetado que dormía junto a la ropa intima. El vaso aún contenía líquido en su interior y tras cerrar los ojos engulló el contenido de ambos vidrios tranparentes. Luego se durmió.



Laura miraba sin ver aquella ventana, aquellos cristales precedidos de barrotes delgados y negros. Miraba sin ver las luces que pintaban colores en los árboles, en las paredes de las casas, en la tapia de ladrillos encarnados. Abajo había gente riendo, juegos, movimiento de pájaros y flores muchas flores. Una mosca se posó en el alfeizar de la ventana. Despacio volvió la cara hacía la cama de al lado, en ella su ocupante yacía atada a la cama con la mirada perdida en el techo blanco de la habitación.

Su respiración era tranquila, no como la primera noche, ni como la mañana que le sucedió. Entonces era un tren expreso de esos que solía ver con su padre los domingos, cuando desde el parque que terminaba la ciudad, corría agitando la mano. Siempre había alguien que la decía adiós detrás de esos cristales grandes de los vagones y entonces ella se imaginaba la historia: un viaje. Que maravilloso era viajar. Ella solo viajaba en verano a la casa de los abuelos donde no había mar. Allí todo era verde y río. Manzanos y robles, montañas y prados de labor segados a dalle, rastrillos y carros con hierba seca, pajares llenos de oro y juegos al escondite. Le gustaban los trenes pero más los barcos, que son los trenes de la mar.

-¿Lloraba?
- Si.
Estaba llorando, pero ¿por qué? No terminaba de entender la razón de esa agua que se empeñaba en salir de sus ojos; sin motivo aparente, sin necesidad. Quería ser niña otra vez y no. No, no quería selo; quizá un estado intermedio entre la nada y el ser. Un ser hoy para no ser mañana; una nada transparente que viajase siempre en trenes pintados de blanco. Blanco techo de la habitación. Seguía respirando despacio y luego el grito de angustia y desesperación. Vendría la enfermera con la pócima de sueño y otra y otra más o quizá aquel doctor tan alto y fuerte cuyo sexo erecto se marcaba por debajo de la bata y el pantalón.

-¿Por qué estás aquí? – preguntó con hilo de voz. Sus ojos entrecerrados la miraban con el brillo acuoso de la medicina.

-No. Asi no. ¿Quieres saber? Cómprate un libro. Por qué esto, por qué lo otro.
Tantos por qués y por qué no. Me niego.-dijo la otra chica-

-Vale, tú ganas. ¿Qué día es hoy? ¿Cuánto llevo aquí?

-El tiempo es relativo. Para mi llevas una eternidad ya. He visto todos los estados, todos. Pero no debes luchar de esa manera, aquí no sirve para nada. Ellos vendrán y te darán el beso de Morfeo para que seas una mesa más de la habitación. No les interesamos. Solo quieren un turno tranquilo hasta que el tiempo te devuelva a la vida, a la familia, a tu trabajo o lo que sea que hicieras antes de venir.

-Gracias por nada imbécil, cuando quiera consejos leeré un libro. -Su voz era de acero. Fría y determinada. Ahora su cabeza estaba girada hacía la puerta.

El silencio trajo el ruido del segundero del reloj de la mesilla, los pasos decididos de las enfermeras tras la puerta cerrada. El ojo de buey dejaba entrar el brillo fluorescente del pasillo blanco donde pronto rodaría el carro de la cena.

-Hoy es viernes, 17 de abril. Llevas tres días con sus trescientas noches y me llamo Ana, ana sin nombre.

-Gracias…Yo soy Laura y me quiero morir.

-si dejas de luchar, en uno o dos días te quitarán las vendas, luego pasarás a la sala con el médico y empezarán los interrogatorios. Con suerte en un par de meses estarás en casa. Aquí solo vienen los casos sin solución. Bienvenida. No ha sido la primera vez ¿verdad?

-No. El caso es que me dan igual las soluciones. Yo ya he buscado la mía, pero nadie me deja llevarla a cabo.

-Tranquila, la experiencia nos hace fuertes. Yo cometí un error la última vez, por eso ahora tengo que interpretar nuevamente el papel. Esto es el gran teatro donde seremos Hamlet o no seremos nada. ¿pastillas?

-si, ¿cómo lo sabes?

-Relájate pequeña. Con el tiempo, si tienes mala suerte como yo, podrás distinguir los síntomas y las causas. La observación sobre la experiencia empírica supongo. Son un fiasco: El estómago se protege y el momento de la verdad expulsa el veneno, con suerte te ahogas, pero las más de las veces te encuentran en el trance que conduce al olvido permanente. Luego viene el suero, el lavado, el gotero de glucosa y los reanimantes y te ves encerrada aquí, atada por las muñecas a la cama con una gasa blanca. ¿Dejaste nota?

-no…

-Lo suponía. Eres de las mías: suicidas con causa. Por aquí pasan muchas que se empecinan en morir cuando lo que quieren es vivir a raudales. Se aferran a la vida de tal forma que ni las cuchillas ni los precipicios son suficientes para que llegue el fin. Solo llaman la atención de la –única forma que saben les harán caso. Nadie escucha a nadie. Todo es hipocresía y aparentar.

-Es una gilipoyez. No entiendo la necesidad de hacerlo. Aquí sobro. Más bien me sobra el mundo del que no soy parte. Hace tiempo que dejó de ser, que deje de ser mundo y aparte.

-Ah, cuanta filosofía encierran esas palabras. Déjame que adivine: en la facultad leías a Kant a Hegel nunca entendiste a descartes pero querías ser discípula de Sócrates en el mundo cínico.

-Me encantaba Hess. Siempre lo estaba leyendo. Lo envidiaba en todo. Hasta en la muerte plácida tras escuchar a Mozart…

-Si, era un genio. Como nosotras. Uno de los nuestros, solo que al revés. El quería vivir hasta las heces. Qué asco. Silencio, alguien llega.

Era la enfermera y la cena sería hoy intravenosa. Se acercó despacio, la sonrió, luego con un gesto amable acarició su rostro, colocó el rizo rebelde detrás de la oreja izquierda y se alejó por el pasillo entonando un que descanses quedo.
La noche fue larga llena de sueños inconclusos como fotografías rotas de una realidad que creía conocer, pero que se manifestaba descabellada y sin sentido. Las sombras de aquel cuarto bailaban serias en la pared cubierta de ceniza, amenazantemente terroríficas y el sudor frío perlaba su rostro debajo de la sábana blanca. Sin saber cómo, llegó otro sueño a sus manos. Un blanco, sin presencias, sin formas, sin ella. Todo se contrajo a su alrededor y la mañana la sorprendió con el carrito de la enfermera junto a su camilla. Era otra señora algo más grande y tosca. En su cara estaba reflejada una vida dura sin muchas recompensas, pero en su trabajo era eficiente. Sin mediar una sola palabra hizo lo que debía y se marchó sin dejar ni una sola sonrisa en la habitación. Su compañera de cuarto no estaba y la cama perfectamente hecha la desconsoló.
A las diez menos cuatro un hombre alto de bata blanca y gafas de pasta entro en la habitación. Ella estaba distraída en la espera de una visita que no deseaba tener: su familia. No era el médico que ella conocía de los días anteriores; con el que había luchado a brazo partido, no. Éste era nuevo y la mirada profunda y penetrante escrutaba todas sus formas. Ante él se sentía desvalida como esa niña que jugaba a cocinitas sentada en el lavadero de piedra de la casa de su abuelo, ignorando cuando vendría alguien a reprenderla.



-Hola Laura, ¿Qué tal te encuentras? Soy el Dr. Blázquez y creo que vamos a vernos mucho en las próximas semanas.

-Hola Dr. Si viene a darme el alta estaré encantada de firmar, pero si no, puede irse por donde ha venido. No he venido aquí a hacer amigos.

-Me gustaría darte el alta Laura, pero no podría. Yo pretendo la vida, por eso estudié medicina: para curar las heridas de la mente. ¿Sabes? A veces son peores que las sufridas en accidentes. La carne se taja, se quiebra un hueso, entonces lo colocamos, suturamos, aplicamos cataplasmas cicatrizantes, dejamos que sea el propio cuerpo quien actúe, pero, eso sólo puede hacerse con lo externo. En el interior también suceden éstos desgarros, solo que no podemos verlos, ni hay sangre que mane de esas heridas. Yo si las veo. Las veo en los gestos, en los ojos sin vida, en los labios resecos. Veo como sin pedirlo, piden auxilio las neuronas encadenadas a una idea que da vueltas y vueltas sin final. Yo puedo hacer que esa idea se esté quieta, para que así puedas pensar y ver por ti misma si es real, si tiene justificación o por el contrario si no era más que la sombra de un enano que creíamos gigante. ¿me dejarás ayudarte Laura?

-Bravo Dr. Me ha conmovido. De verdad. Por favor aplíqueme la medicina y los electros soks que sean necesarios y si no consigue detener esa idea alocada, al menos tendrá la conciencia tranquila de que no fue usted el culpable de mi desgracia. Señor, si usted pretende ayudarme, solo tiene que desatarme un poco y liberar de rejas esa ventana. No se preocupe por nada, dejaré una nota al juez exonerándole de responsabilidad civil o criminal.

-Bueno, veo que al menos estás lúcida y que la debilidad va remitiendo. No, no voy a soltarte hoy, pero llegará el día que lo haga y serás libre para vivir. Pues aunque no lo creas voy a darte motivos para ello.

-Por lo pronto, lo que puede hacer es alojarme en otra suite con vistas al jardín donde no tenga compañía, si puede ser.

-Aquí éstas sola Laura y cuando decidas levantarte verás que si hay jardín detrás de esos barrotes.

-¿Me toma el pelo Dr? Ana es simpática, pero demasiado parlanchina y no me apetece nada tener compañía innecesaria.

-¿Ana?¿Es una amiga? No te tomo el pelo Laura. Aquí estás tú sola, pero no digo que no exista en tu mente. A veces creamos amigos imaginarios, como esos con los que jugábamos cuando éramos pequeños. Son un recurso de nuestras mentes para que no notemos que estamos solos. ¿Quieres hablarme de ella?

Laura no dijo nada, solo articuló la boca en una especie de mueca y miró a la cama vacía que tenía a su lado. Su mente analizó con cuidado la conversación, se fijó en los detalles, en las imágenes detenidas que guarda la memoria. Por un momento no entendía nada y sin embargo tenía la certeza de que aquel médico no la mentía. Era amable y sus palabras distaban mucho de ser las convencionales que emplean los psiquiatras de turno en los hospitales. Puede que aquel joven-bueno no tanto- realmente estuviera de su parte.

-Bueno Laura, tengo que marcharme. Por hoy hemos terminado. Hasta que puedas levantarte seré yo quien te visite, pero cuando estés fuerte otra vez podrás hacerlo tú siempre que quieras o necesites. Desde mi despacho puede verse el jardín de la entrada y esos abetos altos que rodean el edificio en el que estamos. Ha sido un placer conversar contigo. Por cierto, no vendrá nadie a verte que tú no quieras que venga. Para recibir vistas has de ser tú quien dé el permiso.

-Gracias.-su voz ahora era débil, aquel hombre alto, tenía la llave para hacerla pequeña.- Si voy a llamarle por su apellido Dr. Entonces, tendrá que hacer usted lo mismo, ahora adiós, que tenga un buen día- Su tono era otro, pero había necesitado todas sus fuerzas y ahora la debilidad era manifiesta; necesitaba cerrar los ojos y no pensar. Sobre todo no pensar.

-Me parece correcto Laura. Tienes toda la razón, puedes llamarme Luis si quieres. Que descanses.


En pocos días pudo levantase de la cama y empezar a ingerir comida sólida, luego llegaron los paseos, la necesidad de ser visitada por gente y las charlas con el Dr. Blázquez en el despacho de grandes ventanales. Por lo general no hablaban de nada relevante y si. La infancia como a todos los profesionales del ramo le interesaba mucho, pero el prisma de aquel hombre sin duda era diferente: El se empeñaba en rememorar los sucesos felices y nunca los triste o desgraciados. No le preguntaba por sus progenitores ni quería saber si los reyes magos fueron generosos siempre, ni siquiera, si en la pubertad había mantenido relaciones sexuales precoces. Todo en su vocabulario sonaba a médico especialista pero uno diferente y singular. La razón y la filosofía llevados al campo de la eutanasia y el testamento vital era su escudo favorito, pero con él, la estrategia era además una necesidad. Poco a poco sentía que sus fuerzas flaqueaban y ciertas dudas que antes nunca había tenido respecto al final, su final, la atormentaban en los momentos de silencio y recogimiento interior. Le odiaba por ello. Antes de conocerlo todo eran certezas y ahora las dudas sembraban una mente cada vez más necesitada de afecto.




El día amaneció claro y el sol entraba a borbotones por la ventana abierta del despacho. Laura miraba distraída un pájaro que se había posado en el alfeizar y ajeno a los acontecimientos de la estancia cantaba su alegre canción. La conversación se había detenido y el doctor la miraba con una expresión nueva y desconcertante.

-Laura, me rindo. En éste tiempo he argumentado un alegato de defensa de la vida. Te he mostrado otros caminos, otros prismas, otras corrientes de filosofía alejadas del afecto de la familia, pero ya no se qué más puedo decirte que te convenza o siembre dudas en las certezas que te mantienen aferrada a la muerte.

-Ya te lo dije Luis. Lo que quiero no está en éste mundo. Mi reino es de otra vida sin vida, sin nada, sin Laura.- y sin embargo no había sonrisa, ni triunfo en sus palabras. Por primera vez tenía miedo. Miedo de no volver a ver a Luis. Necesitaba esas charlas, pero no quería reconocerlo, ni retroceder un solo paso. Su mente se rebelaba en contra y la máscara tanta veces esgrimida estaba a punto de romperse en pedazos delante de él.

El la miraba sin pestañear, pero con una tranquilidad que sobrecogía. Cerrando el dosier que tenía encima de la mesa se acomodó en la silla.

-He decidido darte el alta. Quizá me equivoque pero tengo la sensación de que nada de lo que diga cambiará un final que deseas con tanta fuerza. Pero antes me gustaría regalarte un libro.Se que te gusta mucho leer y que la reducida biblioteca de ésta clínica no tiene misterios para ti en tan poco tiempo. Se trata de Lizanía, ¿lo conoces?

-¿Entonces, puedo irme? Así sin más. No te entiendo Luis. Tanto para luego ser como los demás… No sé si quiero el libro.

-Si que lo quieres Laura y también sé que no quieres que te deje marchar. Que entre estos muros has encontrado la paz necesaria para poder pensar y sé aunque lo niegues, que piensas diferente sobre muchas cosas. No. Quiero que arrojes el escudo Don quijote, ¿en serio crees que no veo tus molinos? Quizá necesites un sancho amigo, uno que no sea más que un bachiller de la vida. Sin alegatos de licenciatura, sin medallas brillantes en el pecho de hojalata. Pero realmente no sé si yo puedo ser ese Sancho que necesitas.

-¿Si lo sabes por qué necesitas oírlo?

-Por la misma razón que todo el mundo Laura. Todos necesitamos palmadas en la espalda para saber que se valora nuestro esfuerzo. Aunque se sepa, el afecto debe demostrarse.
Verás te hablaré un poco de mí: yo tengo un perro; uno muy feo y sin raza de esos que la gente llama chucho, pero le quiero mucho. Cuando llego a casa él está ahí. El primer aliado, esperando frente a la puerta cerrada. Mis hijos rara vez salen a recibirme, a pesar de que yo les demuestro siempre el afecto no dejando que se vayan sin darme un beso. Da igual cuantas veces me vaya y regrese él siempre está allí esperando una caricia, un tirón de orejas cariñoso, una palmada en el lomo. Las personas deberíamos copiar de la naturaleza todas las cosas buenas y aprender que las relaciones sociales entre la familia, los amigos e incluso los vecino deberían de ser mucho más afectivas, mucho menos hipócritas. En realidad Laura, tu comportamiento es del todo normal y responde a unos impulsos que se rebelan contra lo antinatural de nuestro mundo social. Nadie da nada por nada. Nadie da nada por nadie.

-Pero los sentimientos nos haces vulnerables Luis, dejamos la puerta abierta al enemigo que se cuela camuflado de amigo; como ese camaleón que pretende ser parte del paisaje y atrapa a la mosca desapercibida. Sentir es sufrir y yo no quiero sufrir más. No quiero sufrir.


Las lágrimas corrían por las mejillas con tanta fuerza que parecían dos torrentes. Se colaban en su boca o caían al parqué formando leves charcos. Algunas se quedaban prendidas del jersey como diamantes efímeros que la ropa absorbía ávida. Aquellos ríos eran el principio de algo que Luis llevaba intentando mucho tiempo: Hacer llorar a la fría piedra.

El doctor se levantó de su silla y salvando la separación que la mesa ofrecía se acomodó a su lado. Tomó su mano con delicadeza mientras la otra se posaba en el hombro.


-Llora piedra, llora todas las lágrimas que oprimen el corazón de gema y déjalo salir. Yo sé que debajo arde un corazón de fuego, uno delicado que apenas es una vela que el viento fustiga. No te calmes, Laura. Deja que la piedra se vaya al fondo del mar mientras tú subes a la superficie.


En un gesto instintivo ella se abrazó al doctor que lejos de rehuirla, la aprisionó contra su pecho. Durante el tiempo que tardan los barracos en ceder al estiaje, Laura lloró y él la abrazó. Poco importaban las normas éticas, los códigos deontológicos o el sun sun corda de la madre que lo parió. La medicina le daba la razón en contra de la química. Todo está en el alma y él había desnudado ese alma de hierro a fuerza de amor, de palabras, de familiaridad, de ceder y ceder para volver a ceder. Soltar la cuerda de la cometa hasta que sea ella quien vuelva a la mano sin viento. Ahora quedaba lo más difícil: construir un dique para el corazón sensible de Laura.

No hay cosas fáciles en ésta vida y todos los caminos tienen piedras, socavones, deslindes y argayos que a veces lo bloquean, pero la tenacidad del que camina puede vencer toda resistencia si se lo propone. Luis y Laura estuvieron caminando por esa senda interior que nunca le mostramos a nadie y muchas veces ni siquiera a nosotros mismo. Detrás de todos los ornamentos, de todo los artificios, se esconde un sendero sencillo de piel y hueso que lleva a nuestro interior y ese es precisamente el único importante de todos los que pueden recorrerse. Con el tiempo el doctor sembró en el camino de laura el amor hacia uno mismo y germinó haciéndose un aliso en la rivera. Uno capaz de ceder a los vientos airados. Uno que sustituyese al roble viejo que yacía sin brazos de tanto romperse en los huracanes de la vida.



Aquella tarde Laura leía en la galería frente a la puerta del jardín. El aroma de la madre selva acariciaba su rostro pétreo de estatua quieta y tan solo al ver pasar las páginas un comprendía que había vida en ella. Luis la observó desde lejos enarcando una ceja al hacerlo. Así calmada y bajo el fulgor del brillo de la tarde más que una enferma gris de la clínica, parecía el hada de las fuentes recién salida del jardín. Con pasos leves se acercó sin hacer ruido y cuando mismo aire de la tarde los envolvió ella alzó la mirada con una sonrisa.

-Hola Luis, ¿llevas mucho tiempo espiando?

-No, acabo de llegar.- mentía-¿te gusta el libro?

-Es el mejor regalo que nadie me ha hecho y si. Me encanta. Con ésta ya son dos las veces que lo he leído y hay partes que no puedo dejar de leerlas. Ha sido todo un descubrimiento. Gracias.

-bueno, a mi también me gustó, pero creo que tú le encuentras más sentido que yo a la descripción de las cosas. Nosotros los de ciencias somos poco poetas.
-Mientes muy mal y lo sabes doctor. Detrás de esa bata blanca se esconde un corazón de león
La mano de Laura acarició la inerte mano del doctor. Temblaba.

-Gracias Laura. Venía a decirte que ahora sí éstas preparada para abandonar la clínica, pero quiero que el reencuentro con la realidad lo hagas escalonadamente.

-Tendrás que echarme de aquí Luis. No pienso separarme de ti. Sus labios volvían a temblabar.

-Sé lo que sientes. Desde hace tiempo que lo sé, pero no es lo que tú crees que sientes. Haz me caso en esto también. De mi mano has caminado por la nueva senda y crees que es otra cosa el vínculo que nos une. No es amor siendo eso mismo. El amor tiene muchos rostros pero no son amantes los amigos. Cuando te quietes la venda y ha de caer como caen las manzanas en el fin del estío, verás que Luis te ama como quiere a sus amigos y tú también lo amas así.


Tengo una amiga que escribe alejada del mundo cerca de la mar, en la Bretaña donde todo son rocas, acantilados esculpidos por la mar y el viento y sobre todo tranquilidad. Quiero que te vayas con ella un tiempo y en esto no hay nada profesional. Digamos que ella me debe un favor y ahora es tiempo de que me haga ella un favor a mi. Al hacerlo se hará un favor a sí misma y otro a ti y juntas podréis hablar de bastantes más cosas de las que hablas conmigo. Una mujer sabe de esas cosas que los hombres solo intuimos y quizá ella tenga remedios para esa espina honda que dejó ese que tú sabes y no nombras.

-No tengo elección ¿no?

-Siempre hay una elección Laura. Tú decides si vas o no, por eso te lo pido como amigo, alejado de la bata y la mesa que nos separa en el despacho. La dirección es esa nota rara que aparece en la última página de ese libro y su teléfono te lo daré cuando me digas que vas a ir.

-Claro que iré. Además no quiero regresar a casa. Allí hay demasiadas cosas que me recuerdan quien no quiero volver a ser.
-Lo sé Laura. Por eso la transición. Además por alguna razón creo que ese paisaje es tan tuyo que no sé cómo no has ido antes por allí. Se llama Sophie y ya sabe que vas a su encuentro.

-Eres un tramposo. Ya sabías que aceptaría y te odio por eso.

-Ódiame, pero dame un abrazo amiga.



Aquella mañana de otoño lloviznaba en el andén de la estación de Brest donde una vieja locomotora arribó despacio. Poco a poco fueron bajando los viajeros llenos de maletas y sonrisas o caras serias, para encontrarse con otras almas que en la espera aguardaban su llegada. A muchos no les aguardaba nada más que un taxi vació, una parada de autobús o las largas calles que conducen al puerto donde la mar siempre aguarda quieta. En mitad de los grises adoquines y bancos fríos de metal una figura de mujer, alta como la torre de un faro aguardaba debajo de un paraguas con los vivos clores del arco iris. Su rostro atemporal de estatua clásica estaba serio aunque en la comisura de los labios unos imperceptibles síntomas de sonrisa pugnaban por salir a la lluvia.



Laura bajó del vagón y se acomodó la mochila a la espalda, luego protegiendo con las manos el libro comenzó a caminar en dirección a la salida de la estación ferroviaria. Miraba con atención a todas partes buscando a la misteriosa amiga del Dr. Blázquez, ya que según le había confirmado por teléfono, acudiría a recogerla. Ella no vivía allí, sino que su casa solitaria miraba a los acantilados de Saint-Mathieu, desde donde puede verse en los días claros a la ile Mòlene luchar contra los temporales. Durante el largo viaje se había imaginado como sería ella: Alta baja guapa y no. Pero en todas las imágenes había mar y algas y manos blancas con dedos largos, muy largos. Como un junco a la vera de un gran río. Cuando la tuvo delante algo en su interior le dijo: Ahí está, es ella. Entonces su sonrisa nerviosa se disparó y sus pies la arrimaron al ala de su paraguas.

-¿Sophie? Eres tal y como había imaginado. Hola soy Laura.

La delgada lluvia resbalaba perlando el rostro que aquella luz grisácea de la mañana iluminaba de forma singular. Él atuendo de ambas chicas no podía ser más diferente y sin embargo un observador no muy agudo habría encontrado la similitud entre ambas.
-En efecto Laura, soy Sophie. Bienvenida.- guareciendo a Laura con el paraguas empezaron a caminar en dirección a la salida- Vamos, tenemos un largo camino hasta casa por esas carreteras que dibujan la costa hasta el cabo, así podremos empezar a conocernos un poco. ¿Qué libro es?

-Es un regalo de nuestro común amigo: Lizanía.¿lo conoces?
Sophie se detuvo y la miró durante un segundo sorprendida, luego continuó caminando con una sonrisa misteriosa.

-Sophie tus muñecas…- dijo Laura con un hilo de voz rota.

-Si, Laura. Tenemos mucho más en común de lo que te imaginas. ¿sabes? Yo también guardo ese ejemplar en la biblioteca de mi casa con especial emoción. Aún lo leo. Por cierto ¿ te gusta la pintura?...


Las dos figuras ahora abrazadas debajo del paraguas se perdieron en el marasmo de cuerpos que abarrotaba la estación; pronto su silueta se perdió en la lluvia y de vez en cuando entre los paraguas blanquinegros asomaba por encima del río de gente que es la ciudad uno pintado de arco iris.

Por el lobo que camina.