martes, 14 de diciembre de 2010

Demetrio Salgado y Fuentes.- Revisión


Demetrio Salgado y fuentes era un hombre en todas las acepciones de la palabra. Cómo lo conocí, fue de lo más inusitado, pero , eso ahora no viene al caso.

Lo recuerdo sentado en su despacho de exiguos muebles de madera de teca, viejos como él; rodeado de un montón de libros con tapas de piel procedentes de las estanterías llenas de polvo que miran al gran ventanal con venecianas, por donde se cuela tímidamente, la luz de la tarde sin pedir cita previa.

En aquel anciano edificio de principios del siglo pasado, amenazado de desahucio por el progreso mercantil moderno, tiene su casa el genio. El desfasado zaguán de baldosas blancas y negras, cuenta con una jardinera que engalana y perfuma la estancia con el aroma de flores de interior muy vistosas. Sobre la pared dos cuadros que describen la campiña francesa de Provenza, captan enseguida la mirada del visitante para dar paso luego, al vetusto ascensor encerrado en hierro forjado que traquetea y chirría en un subir y bajar muy lento. La puerta que accede a la vivienda- despacho, está provista de una placa de bronce con su nombre en letras gráciles y redondas, cuidadosamente bruñida, y en la otra mano, un anticuado pulsador eléctrico, que emite un sonido tan peculiarmente agudo, que nos traslada a la época de tranvías y vehículos de explosión a manivela. Allí nos recibe siempre con su mejor uniforme blanco y cofia a la antigua, Doña Elisa, radiante, con el rostro cargado de inviernos y arrugas, como el de aquel que ha sonreído mucho y sufrido más.

En la mayoría de las consultas que se nos puedan venir a la imaginación, no encontraríamos un lugar en el que mientras se espera, además, puede tomarse un refrigerio , pastas de mantequilla caseras, leer la prensa, una revista, o conversar con la erudita enfermera, recepcionista y abnegada esposa del buen médico.
Otrora él se sentaba al lado del diván a los pies de la persona recostada, pero después del renombrado incidente con aquella señora, con perdón de éstas, que injustamente quiso cobrar venganza de sus miserias, en la persona que seguramente más la ayudó, y supo hacerlo; ahora, se refugia detrás de la mesa y juguetea con las gafas, unas veces, o la estilográfica plateada otras, rodeado siempre por la sombra.

Demetrio nunca tuvo pacientes, sino amigos. Desconocidos que un día dejaban de serlo tras contarle sus experiencias vitales, de las que como siempre decía, se aprende; de todo se aprende y siempre se está aprendiendo. Uno podía sentarse allí y con el tiempo , darse cuenta de que se forma parte del mundo, uno amable, descrito no sin espinas ,por este peculiar personaje. Nunca dio falsas esperanzas, ni menguó importancia a las dolencias que sus nuevos o viejos amigos le íbamos contando de tarde en tarde de “visita”, como él lo llamaba, pues para consultar, estaba el diccionario o los manuales técnicos al uso.

En la penumbra de la habitación con olores frutales, poco o nada hacía recordar la orla con birrete negro y toga, o el título de especialista de la prestigiosa universidad de no me acuerdo, que adornaba la pared junto al un gran cuadro de marco dorado con motivos navales. Allí fumaba el fumador, bebía el sediento y hablaba el necesitado de hacerlo, de ser escuchado, entendido, pues en esto estaba la clave según él.
Como si de un “quid pro quo” se tratase, solía comentar alguno de los episodios que a diario le acontecían en su paseo por la alameda de camino al centro de la ciudad, donde tomaba té con una nube de leche, en alguna de las cafeterías antiguas, porque según decía, aquel que escucha hablar a otros, se olvida de sus dolencias y si gusta de ponerse por un momento en los zapatos de su interlocutor, quizá aprenda algo de la forma de ver las cosas desde un prisma distinto al suyo y al mismo tiempo tan parecido.

Aquella tarde que diluviaba sobre la pequeña ciudad , y caminos eléctricos recorrían un cielo gris plomizo , los ruidosos dioses de antaño hacían chocar las nubes, y el buen doctor, recibió la inesperada visita de la misteriosa dama de la guadaña. Quizá ésta se sentó en el ajado diván mientras la inmensa sonrisa bonachona de Demetrio daba la bienvenida de forma amigable. Quizá dialogaron y filosofaron acerca de las teorías vitales de los seres mortales que habitan y habitaron el mundo desde el principio de los tiempos. Por eso en el rostro afilado y paternal de recortados bigotes blancos, quedó impresa una postrera sonrisa, como la de aquel que es feliz y sonríe.

Todos los que conocimos y fuimos sus amigos, antiguos o nuevos, encontramos el mundo un poco más vacio sin su presencia, y sin embargo, por alguna razón desconocida, lo siento muy presente al recordar las enseñanzas que impartía como terapia o medicina carente de fármacos, en su humilde consulta de la calle Arena, número doce.

Demetrio Lozano y Fuentes no murió, su espíritu habita en cada uno de nosotros, y dentro de cada uno de los jóvenes, que realizan el juramento hipocrático, cargados de fe y esperanza en el ser humano.


Por el lobo que camina.

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