lunes, 17 de enero de 2011

Un aria para la muerte.



-fabian perez
-surman
-Mónica Castanys

La sala estaba en perfecto orden: las dalias junto a la ventana- abierta de par en par-, la quietud de los cuadros sobre la pared y los ocres de un otoño recién inaugurado, pero el aire ,enrarecido sin motivo aparente, la hizo estremecerse. Buscó la causa de aquel olor desagradable, pero no la encontró. El aroma afilado recordaba quizá a lo que debió sentir Sir Howard Carter cuando quebrantó el sello de aquella tumba maldita en Egipto. Una nausea la embargó haciendo temblar sus piernas y entonces se apoyó sobre la columna intentando buscar ese aire fresco que a las mañanas invade la estancia. Cerró por un momento los ojos y cuando por fin pudo abrirlos, recuperando todo el brío en los músculos, lo vio: Una figura de hombre se recortaba en la penumbra junto al atril de la biblioteca y nada excepto el sombrero oscuro era distinguible a pesar de su cercana distancia.
Aquella persona, o lo que fuera, canturreaba un aria de una ópera entre dientes que ella pudo identificar sin mucho esfuerzo; en ese preciso momento entró Germán en la sala y aquella siniestra presencia desapareció entre las sombras de la habitación.
Algo nerviosa dio los buenos día atusándose el cabello con la mano izquierda algo temblorosa.
-Buenos días Germán.
-Buenos días Señorita Laüra, ¿no ha dormido bien? Tiene mala cara, quizá deba prepararle uno de esos desayunos payeses que tanto le gustan…
Germán era el encargado de las bodegas Can Bonastre, un balneario hotel ubicado en una finca del siglo XVI a los pies del macizo de Monserrat en el municipio de Masquefa y cuyo entorno era el lugar perfecto para descansar. Muy cerca de la capital catalana, bien comunicado y sobre todo tranquilo. Sus doce habitaciones se reservaban con mucha antelación y más que clientes, allí acudían enamorados del vino que querían descansar en compañía de la naturaleza. En sus ratos libres, más como amigo que como empleado, Germán se convertía en el chofer y sombra de la antigua diva.
Cuando Laüra llegó por primera vez allí, aun era una de las estrellas más brillantes del elenco operístico, pero no fue por eso que él se prendó de ella. Laüra estaba felizmente casada y ante todo él era un caballero muy a la antigua usanza creo, por eso, se conformaba con estar cerca para poder admirarla. Quizá nadie habría podido apreciar como él la belleza que emanaba ella cuando contemplaba el valle con la mirada perdida en el vacío de aquellos viñedos ancianos; la sonrisa con la que se vestía por las mañanas en aquellos días, bastante más felices que los de ahora, hubiera hecho descarrilar el mundo de cualquier hombre, menos el de él. Cuando representaba alguna ópera en la ciudad condal, aquel lugar y no otro, era la fortaleza de Laüra y Germán duplicaba los panes y los peces con tal de ser su hombre de confianza. Lejos de un sueldo por la infinidad de tareas que realizaba para ella, se conformaba con entradas de platea, o cualquiera de los detalles que aquella encantadora dama tenía para con él.

-El coche está en la entrada, señorita Laüra, pero no se apure, tenemos tiempo de sobra para llegar.
-Gracias Germán…vamos, cuanto antes lleguemos, antes podremos regresar.
Mientras se alejaban de la estancia, creyó oír una voz grave que susurraba y entonces regresó aquel olor.
-¿Has dicho algo?
- No señorita Laüra, pero canturreaba otra vez, ya me conoce: el que canta su mal espanta.
Ella articulo una sonrisa forzada y parte del color que había recuperado volvió a esfumarse de repente. Estaba tan segura de lo que había oído, como lo estaba de poder distinguir el eco de sus pasos en el largo pasillo. Al llegar a la entrada, el sol de la mañana la hizo entrecerrar los ojos y tomando las gafas de sol de su bolso marrón salieron del edificio principal.
El tráfico no era demasiado denso aquella mañana por eso llegaron a la diagonal antes de lo que habían calculado, Germán estacionó el vehículo en la plaza 117 del parking privado de la clínica Creu Blanca y saliendo del vehículo con galantería abrió la puertezuela de atrás del vehículo.
-Gracias… pudo articular Laüra con un hilo de voz. Decididamente no tenía buen día esa mañana.

Fue en aquella clínica donde la detectaron por primera vez el mal de laringe que terminó con su carrera de forma súbita. El doctor Arnau Llorent, director de aquel centro, se había convertido en el médico privado de Laüra, más allá de la clínica, quizá sugestionado por la misma magia que llevaba a Germán a actuar como lo hacía; y es que Laüra Lorengar, irradiaba, como la magnetita al hierro, un campo de atracción irresistible para los hombres buenos.
El edificio más bien parecía un palacio residencial de principios del siglo veinte que una clínica, y sólo las cofias, uniformes y el olor a fármacos, lo identificaba como tal. Nada más llegar, Laüra dejó a su acompañante en la cafetería y se encaminó escaleras arriba hacia el despacho de doctor Arnau; este estaba ubicado en la última planta del edificio, en ese pequeño castillete que de ser la residencia de alguna familia acomodada, habría sido el lugar perfecto para estudio, biblioteca o incluso el observatorio astronómico y del conjunto de aquel barrio de la ciudad. Los grandes ventanales estaban protegidos desde el interior por unas venecianas blancas que impedían junto a los cristales foto cromáticos que alguien pudiera ver lo que sucedía en la estancia desde el exterior.
Frente a la puerta, Laüra tomo aire y atusándose el recogido del cabello en busca de mechones sueltos, llamó a la puerta dos veces. Fue en ese instante cuando regresó aquella voz y nuevamente la habló susurrándola al oído:
-… Yo soy la respuesta y el camino, la única salida, si acaso quedan salidas ya….
Intentó recomponer el gesto desencajado de su cara y alejar de sí aquellas palabras, que sin lugar a dudas eran producto de su imaginación, el estrés o las alucinaciones que desde pequeña sufría en silencio. Una vez le habló de ellas a uno de sus médicos, pero sólo consiguió una receta de ansiolíticos y rellenar innumerables tontos test de personalidad. Aquello era diferente. No eran voces producto de la esquizofrenia, sino augures de acontecimientos, accidentes, o ataques de epilepsia que ella había aprendido a interpretar tan bien con el paso de los años. También el gran Cesar estaba tocado por los Dioses, sólo que ahora, la medicina racionalista los había olvidado.
-Pasa Laüra, pasa… - dijo el doctor Arnau desde el interior del despacho. Te esperaba; como siempre, llegas tan puntual como el big ben.
Laüra se acomodó en la silla intentando recobrar fuerza, e imitó, una de esas sonrisas que antaño había dedicado a sus fans en el escenario, para mirar a los ojos del doctor.
_Voy a serte sincero Laüra, la dolencia que padeces no va bien y se me escapa de las manos. Me he puesto en contacto con mi colega Patxi Larrainzar de la clínica universitaria de Pamplona y al ver los resultados de tú análisis, coincidimos en que debes empezar tratamiento, con urgencia, en su clínica. Aún es pronto para aventurar nada, pero parece que detrás de ese nódulo en apariencia insignificante, está dormido, pero avanzado un tumor cancerígeno muy preocupante. No sabemos su alcance todavía, al parecer no hay metástasis y una intervención ahora podía salvarte la vida Laüra.
Tras las palabras del doctor se hizo un silencio en la estancia toda llena de luz ; al fondo junto a la ventana un diván y una silla b.k.f captaban la atención de Laüra, que miraba ensimismada las motitas de polvo suspendidas en el aire. Había creído oír nuevamente la voz misteriosa, algo ahogada ahora, y distante, pero el mensaje era el de días atrás. Aquellas palabras no la cogieron de improviso, pues ya las esperaba, pero en su mente, una negación de la realidad, pugnaba con ella por dominar la situación.
-Lo esperaba Arnau, pero déjame unos días para meditarlo, la intervención que me propones me dejará definitivamente inválida…
-Laüra, la tecnología ha avanzado muchísimo y ahora existen en estados unidos medios que minimizan el impacto; se podría escanear la voz y un aparato electrónico la reproduciría idénticamente como ahora. Nadie lo notaría.
-Pero yo si Arnau, yo sí.
-No seas cría, no hablamos de un aspecto más o menos físico, sino de la vida. De no ser intervenida puedes morir ¿lo entiendes? Es del todo necesario.
-Eso es precisamente lo que quiero pensar, Arnau, si la vida que me propones para el futuro, es o no de mi conveniencia. Cuando dejé de cantar, una gran parte de mi murió y ahora, de seguir tus consejos, creo que mataría al resto de mi misma. No sé si merece la pena seguir así…
-Por el amor de Dios, hay muchas más cosas en la vida que la ópera y la voz. Laüra, no aceptaré un no por respuesta, debes ir a Pamplona.
-Sí, Arnau, iré, pero no para someterme a ninguna intervención. Dejaré que ese amigo tuyo me reconozca, pero nada más.
-Piensa en tu marido, en tus amigos, en ti. La vida es cambio y tenemos que adaptarnos; así ha sido siempre cielo, llegará el día que nos riamos recordando ésta conversación. Míralo como una oportunidad para hacer otras cosas, dedicarte a los tuyos o incluso producir tus propias óperas.
-Vaya, ahora pareces mi marido, eso mismo me ha dicho antes de venir. Y al decir esto sonrío.
Hubo otro silencio en el que Arnau no paró de mover la estilográfica entre los dedos. Sabía lo terca que podía ser Laüra.
- Estoy completamente agotada, anoche no pude dormir casi nada, creo que volveré al hotel y meditaré sobre el tema.
-¿Han vuelto las pesadillas? Te recetaré algo para que descanses mejor.
-Mira, a eso no voy a decirte que no; creo que es por la tensión acumulada de éstos días. Cuando termine la semana, el balneario me habrá dejado como nueva, ya lo verás.
Laüra tendió la mano levantándose y miró al médico con bondad.
-No te preocupes más de lo necesario, ya sabes que soy bastante más obstinada de lo que mi frágil presencia sugiere. Prometo meditarlo muy enserio.
-Por los dioses, ¿frágil? Nadie que te haya mirado a los ojos puede decir que lo seas, pero no insistiré, ¿serviría de algo? Solo acude a Pamplona, quizá Patxi te persuada para que no intentes suicidarte.
-Venga no te pongas melodramático, todo ocurrirá y solo los hados conocen el destino…¿Tomamos un café?
-No puedo Laüra, tengo una mañana horriblemente llena de trabajo, pero iré a visitarte al balneario antes de que te vayas.
-Entonces hasta pronto Arnau, y gracias, gracias por preocuparte tanto por mí.
Él llevó sus labios hasta rozar la mano de Laüra y la despidió con su mejor sonrisa aunque posiblemente no evitó que una nube de preocupaciones se le viniera encima de repente.

Al salir Laüra caminó altiva por los pasillos que conducían al ascensor y justo antes de tomarlo, se decidió por las escaleras. No había nadie en ellas y quizá por eso pudo volver a ser la mujer dubitativa que no aparentaba ser. Las palabras de su amigo habían producido una sensación de pánico que difícilmente podía contener bajo la máscara. Todo su mundo estaba al borde del colapso. A su mente acudían escenas de viejas películas en blanco y negro donde los aliados bombardeaban Berlín. Dresde ardía bajo las alas de aeroplanos que emitían un terrible y monótono zumbido de motor. Los supervivientes judíos en los campos formaban silenciosa columnas cadavéricas sin saber muy bien a donde ir, mientras los soldados liberadores miraban horrorizados su semblante. Se paró e intentó respirar hondo para sosegarse. Todo aquello no era verdad, pronto despertaría en su cama de sábanas blancas y la luz la acariciaría amable. No. Mentirse no serviría de nada. Enfrentaría su miedo, salvaría su vida intentando luchar contra el cáncer. No. No deseaba sobrevivir seccionada, despojada de su único talento, privada del habla humana.
Un enfermero se arrodilló y la sostuvo la mano.
-Señorita ¿se encuentra usted bien?
Sentada en el borde de la escalera, sus sollozos habían formado un pequeño charco salino junto al zapato de tacón que se había desprendido del pie. Laüra abrió los ojos pero no consiguió ver nada, comprender nada; luego los orientó hacia el enfermero y entonces como sorprendida de ver a alguien delante suyo, reaccionó.
-Sí, sí, solo ha sido un pequeño mareo repentino, pero ya me encuentro mejor, gracias.- dijo al tiempo que intentaba levantarse. Sus piernas hicieron defección negándose a responder como si la fuerza de la gravedad las obligase a permanecer ancladas al piso.
-Deje que la ayude, tengo ahí en el pasillo un vehículo descapotable señorita Laüra, me haría muy feliz poder llevarla hasta el hall.
-No, si ya estoy bien, de verdad, puedo sola, gracias…¿Me conoce usted?
-Todo el mundo la conoce, es usted el ángel de la Cruz blanca: Madame Laüra Lorengar, pero permítame llevarla, insisto. Concédame ese honor.
-De acuerdo,… Me está esperando un amigo en la cafetería, puede llevarme hasta la puerta, pero deje que me levante antes de llegar, no quiero preocuparlo.- Dijo acomodándose en la silla.
-¿Sabe?, no todos los días uno tiene la suerte de llevar a una gran diva. La admiro, madame; una vez la vi en el Liceu y desde entonces he soñado con éste momento: poder decirla a usted lo mucho que se la quiere aquí en la ciudad Condal.
-Además de amable, es un cumplido precioso, gracias ¿F de Fernando?.- Leyó ella en la chapa del uniforme
-Sí, Fernando Galán, para servirla a usted. Dijo comenzando a andar hacia los ascensores de servicio. Es un atajo ¿sabe? Por aquí solo bajamos o subimos nosotros los enfermeros; la sangre azul y las visitas utilizan los otros.
-¿la sangre azul? Tiene gracia el apelativo.
-Guárdeme el secreto, así llamamos aquí a los doctores. Normalmente van caminando por los pasillos embutidos en sus deslumbrantes batas blancas con la misma altivez con que un rey pasea por palacio. Algunas veces nos saludan, pero la mayoría de las veces somos invisibles para ellos. ¿lo ve? Sonreír devuelve a uno la salud, ya casi ha recuperado todo el color.



Germán apoyado en la barra de la cafetería, tenía la mirada fija en el reloj digital de la columna aunque observara la puerta de reojo. De vez en cuando comprobaba que el Zenith 1940 de su muñeca y éste, estuvieran sincronizados, pero en ambos sólo podía contrastar lo despacio que pasa el tiempo cuando uno espera en un hospital a alguien.
Hoy era de esos días en el que no fumar hubiera sido del todo imposible, pero al no estar permitido en todo el recinto hospitalario de la clínica, y no querer alejarse de allí, Germán primero se mordió las ganas, luego las uñas y de haber tardado un poco más, hubiera roído la tapa de la pitillera de plata que descansaba quemando en el bolsillo derecho de su americana; justo en el momento que la necesidad de humo se hacía más imperiosa, apareció Laüra acompañada de un enfermero. ¡Estaba tan bella con ese vestido color café! La palidez inusual de hoy la hacía aún más atractiva, pero sobre todo, esa forma de caminar apenas rozando las baldosas, como las hadas deben hacer en el caso de que existan. Germán contuvo su impaciencia con un aire de despiste y tomando la tacita de café simuló beber de ella. Luego y de reojo la vio acercarse despacio a él.
Una persona poco observadora quizá no hubiera notado la debilidad que ella irradiaba al caminar, pero él, a pesar de que ella ocultaba su mirada bajo una gafas de sol de Gucci, se percató al instante de la pesadumbre que se cernía sobre su amiga. Entonces recogió la americana de encima de la barra y fue a su encuentro con cara de preocupado-
-Tiene cara de necesitar un capuchino con extra de azúcar, ¿se encuentra bien Laüra?
-Pues claro, ya sabes lo mal que me sientan los hospitales, en cuanto me dé un poco el aire estaré como nueva.
El enfermero los observó mientras se alejaban no sin un atisbo de envidia en la mirada, luego con un profundo suspiro, tomo la silla de ruedas y se dirigió de nuevo a la última planta.
La diagonal estaba atestada de tráfico a esa hora y el vehículo avanzaba bastante más lento que las personas que llenaban las calles y plazas de la ciudad condal. Germán accionó el reproductor de cd y la melodía de una canción de Ryuichi comenzó a sonar. Aquella música trajo al habitáculo la tranquilidad de las praderas verdes, de las flores silvestres que pueblan los campos en primavera y una fragancia de la infancia anegó su mente. Entonces, rebujándose en el asiento, Laüra cerró los ojos y se vio a sí misma en el interior de un poema de Robert Frost :los abedules se inclinaban levemente sobre ella llenos de nieve que no era nieve, sino flores de almendro blancas. Podía escuchar como crujían las ramas bajo su peso mientras escalaba hasta la copa, donde el viento tañía sin cesar, las hojas de frutos verde amarillos. Nada existía más allá del agradable sonido, de la temperatura perfecta del climatizador; más allá del cristal de la ventanilla por la que le mundo, imbuido en la música, desfilaba mudo y ajeno al dolor.
Él la observaba con la pregunta atravesada en la garganta, pero algunas veces se dijo a si mismo, es mejor no hablar y dejar que sean esas otras palabras las que expresen la voz del subconsciente. En la comisura de los labios de Laüra podía leerse una frase amarga, un toque de cianuro quizás, una tranquilidad desazonada que curvaba en rictus la sonrisa placida, casi angelical, como la de un niño que se duerme justo después de una pesadilla. La confirmación de las malas noticias estaba más allá de todo eso, porque él a pesar de no saber, sabía ya lo que había intuido durante la espera, antes y justo en el momento de verla aparecer acompañada del enfermero. Quiso decir muchas cosas, rebuscó aquellas frases que en los libros dicen los amigos cuando acompañan las desgracias ajenas, pero no halló nada excepto aquella canción que ahora sonaba.
Ya en la autopista, el monótono murmullo del viento hizo que ella cayese en un profundo sueño, en el que su tez recuperó todo el esplendor perdido. Germán ahora, había seleccionado en el reproductor el concierto para violin op 64 de Mendelssohn y sonaba tan levemente, que podía escuchar la respiración entrecortada de ella.
No mucho después de comenzar el andante llegaron al balneario y él detuvo el vehículo con la suavidad de la pluma que se posa en el agua de un lago. Por un momento quiso volver a la autopista y conducir sin destino hasta que ella despertase para poder conversar largamente con ella en el camino de vuelta. Deseaba oírla reír como antes lo hacía al regreso de los ensayos de una gran obra, oír como en cada anécdota despertaba la vida, pero en vez de eso, salió del vehículo y tomándola en sus brazos la condujo hasta la suite.
Alfredo, su marido, la esperaba ansioso con una copa de vino tinto entre las manos, y cuando los vio avanzar hacia la entrada principal, la copa se deslizó de su mano haciéndose añicos sobre el argentino suelo cerámico. Instintivamente corrió hacia ellos , pero Germán desvió su camino hacia las habitaciones y tras acomodar a Laüra en la alcoba cerró la puerta. Sofocado por la carrera, Alfreod llegó sin aliento a la puerta de la suite donde el metre lo estaba esperando con el dedo índice sobre los labios, lo tomó del brazo y caminaron hacia la biblioteca del balneario.
-Antes de que me preguntes, he de decirte que no sé nada, pero creo que no ha ido bien la cosa. Cuando salió del hospital estaba totalmente abatida y sin color. Ella sabe bien como disimular ciertas cosas, pero no todas. Me temo lo peor, Alfredo. Ahora es mejor que la dejemos descansar.
-No sé cómo agradecerte lo que haces por ella. Debería haber sido yo quien la acompañara hoy. Me siento tan culpable. Tengo la sensación de perderme todos los momentos importantes de su vida…
-Dudo que te hubiera dejado acompañarla, ya la conoces, pero no te aflijas por una tontería, va a necesitarte y mucho. ¿es cáncer lo que tiene verdad?
-De eso mismo iba la consulta de hoy. Hoy le daban los resultados de la biopsia, el doctor Arnau no quiso compartir sus sospechas conmigo, pero en la gravedad de su tono, así lo entendí yo. Ahora mismo voy a llamarlo, para oír de primera mano la noticia. Nuevamente gracias, amigo.
-Debo dejarte, por ahí viene el recepcionista con cara de estar ahogándose. Hasta luego Alfredo y ánimo.
La tarde pasó lenta y rápida al mismo tiempo para Germán, pues no pocos asuntos requerían de su mano izquierda. Era el pequeño señor feudal de aquella masía e incluso el rey no dudaba en pedir su consejo para todo lo concerniente a ella, así, no había nada que no pasara por sus manos, y eso, además de mucho trabajo significa nada de tiempo libre. En un principio tenía un pequeño chalet alquilado no muy lejos de allí, pero como apenas lo utilizaba, había acondicionado como vivienda una antigua cuadra, con tanto gusto, que el dueño pensó en decorar las habitaciones del balneario de igual modo que ella. Ahora, terminada la jornada para el servicio, tan solo el recepcionista y él seguían trabajando.
De pronto sonó como si alguien llamara levemente a su puerta, pero el repiqueteo de las teclas del portátil lo silenciaron. De haber estado atento hubiera oído el chirrido que la puerta hizo al abrirse, y quizá también los pasos que se acercaban al escritorio, pero nada de eso lo alteró y con el cigarro entre los labios permaneció concentrado en la pantalla. Una mano se posó en su hombro y entonces, sobresaltado, dejo caer el cigarro sobre el teclado al tiempo que emitía un grito de pavor.


Con el corazón todavía en un puño Germán miro a los ojos al visitante.
-No deberías trabajar tanto…
- Hola Laüra, ¿qué tal te encuentras?
-¿Sabes? He soñado con bosques orientales y un río en el que flotaban flores de melocotón. Soñé que me llevaban unos fuertes brazos hasta una cama y era tan mullida como el césped en primavera. Pero lo que más me inquieta es que despierta oigo los pasos de la muerte que se acerca…
-Quizá no sea la muerte quien se acerca, sino la vida.
-No amigo, ya me ha hablado… la he visto esta mañana justo antes de aparecer tú.
-Muchas sombras parecen funestas durante la noche, pero el alba nos desvela que la imaginación es más poderosa que la realidad. El ojo tiende a engañarnos.
-En efecto eso sucede con los objetos que duermen en tinieblas, pero a plena luz, donde no puede haber sombras, la muerte se presenta con el más oscuro de sus rostros ….¿Crees que estoy loca Germán?
-La locura es sólo un rostro para un cuerdo. Necesario para vivir, para amar, pero no; no creo que estés menos cuerda que otro ser en tus circunstancias.
-¿Has hablado con mi marido?
- Desde esta mañana no. Y aún nadie me ha contado que es lo que te dijo el doctor…
-Tengo un nódulo cancerígeno detrás de la garganta, tan pegado a las cervicales que asusta hasta a los propios médicos. La única solución que me presentan es una laringotomía y rezar para que no se haya extendido por la médula espinal.
-Bueno en ese caso, te lo han dejado fácil, solo tienes que elegir entre sí o sí.
-Que optimista eres. Pero ¿qué será de mí? ¿En qué monstruo he de convertirme para quizá morir de toda formas?
-Claro, recuerda que aquí nadie se queda mucho tiempo, nuestro camino es así de incierto. Un día eres, pero al siguiente, tan solo recuerdo. Siempre hay que luchar ,Laüra. Siempre.
-Pero, si se me ofreciera una oportunidad de morir más dignamente que cercenada y atada al dolor…
-En la lenta lucha cabe la salvación, mientras que el camino rápido tan solo cabe el osario de un panteón.
-Todos avanzamos hacía ese lugar y tarde o temprano yaceremos allí.
-Es posible, pero no antes de terminar el camino. Tomar atajos no es tu estilo.
-Creo que por ésta vez se me permite elegir. He visto lo que me espera, Germán.
-¿En esos sueños?
-Sí, como aquella vez que vi morir a mi madre.
-¿Y ocurrió de veras lo que viste en él?
-Tal y como me fue mostrado, solo que no se lo dije a nadie. Bueno, más tarde al psicólogo, pero me arrepentí mucho de haberlo hecho.
Hubo un silencio en el que ambos se miraron a los ojos, luego, él apartó la mirada abatido buscando algo en la pared. Por un momento posó la mirada en la hornacina donde un buda dorado oraba en la posición de loto. A su lado humeaba una barrita de incienso siempre que él se hallaba en la sala y las volutas se elevaban hacia el techo como columnas que en el extremo se hacían añicos.
-Tengo apego a lo que quiero Laüra, nunca podré ser un consejero imparcial. Si estuviera en mi mano ya sabes lo que haría.
-Por eso te lo cuento, Germán. Nadie más que tú es capaz de comprenderlo. Solo tú ves y sientes como tuyo la lucha de otros. Eres magnánimo hasta cuando nadie espera que lo seas. Por eso eres imprescindible en éste lugar. Además tienes el don de la empatía.
-Tal vez lo tenga, pero preferiría el de la persuasión…
-Nadie elige los dones
-Y entonces ¿Qué puedo decirte? Quiero que vivas, solo eso.
-Una vez creí que era a mí a quien querías…
-Claro, pero esa vez también estabas casada, como ahora; y aquella vez estabas enamorada de otro, como ahora.
-¿Y si te dijera que no tengo más amor que la ópera?
-Te diría que mientes. -amas las flores y su aroma, los charcos que deja la lluvia en el bosque. Amas la mar y sus temporales de invierno.
-Eres incorregible, ¿Qué he de hacer para que me apoyes?
-Nada. Aun opinando diferente, con la certeza de que te equivocas, estaré a tu lado.
Ella lo abrazó estrechándolo fuertemente entre sus brazos, como el naufrago abraza un salvavidas, mientras, él se sentía morir. Hubiera deseado recorrer su piel desnuda hasta vestirla de besos, amarla gritando a los cuatro vientos que solo a ella pertenecía su alma. Retar a la misma muerte una y mil veces hasta vencer en el duelo, a cualquier precio. Hubiera deseado ser amante de quien se ama; amar más allá de los límites y no esperar nada más que amor. Amor y vida serian entonces la misma cosa, todo lo contrario de lo que hasta ahora vivía sin vivir. Luchó fuertemente contra sus convicciones más profundas, contra la educación, contra la nobleza, contra sí mismo y cuando apunto estaba de claudicar, de hacer defección de todo y dar rienda suelta al pirata que llevamos dentro, ese ser libre que desea por encima de todas las cosas amar, notó que sus manos asían la cintura de ella como un árbol una hoja en otoño, y enterrado en su vientre lloró de amor.
Ella lo miró por primera vez dándose verdadera cuenta de sus sentimientos. Había estado tan ciega y sorda como lo están las gemas de una corona. Deslumbrada por el propio brillo, había olvidado que la luz es el motivo de todo. Sintió un desgarro en su alma por no haberse dado cuenta antes de que él la amaba con el amor que había estado buscando siempre, y que tan solo había encontrado con Adolfo en los primeros años de relación.
Germán estaba allí en la antesala del final, como espera el bote arriado al capitán sin saber que éste se hundirá con el barco.
Con lagrimas en los ojos, besó su frente y sin decir nada se fue de la habitación como alma que lleva el diablo. Anduvo por los pasillos en sombras , por el jardín y antes de cruzar la puerta de la biblioteca se detuvo arponeada por el miedo.
La sala estaba a oscuras y tan solo la luz de la noche estrellada entraba por las ventanas cubiertas con visillos. Notó que había perdido sus babuchas en alguna parte porque el frio de la sala se adentraba en su cuerpo por la planta de los pies. De pronto una densa niebla llenó la estancia y nada de lo que creía ver era realmente lo que allí sucedía. Estaba en el escenario de la Fenice vestida con un suntuoso vestido oriental, el barítono principal yacía arrodillado en el centro de la sala mientras ella cantaba un aria desgarradora, quizá la más desgarradora que nadie ha escrito para una representación. Las butacas estaban vacías y rodeadas de sombras pero en la platea principal una figura siniestra tocada con un sombrero negro se frotaba las manos insistentemente. Desaparecieron los músicos, el escenario, el vestido, la sala misma y ahora se encontraba en el medio de un cueva tenebrosa donde las estalactitas brillaban con una luz cadavéricamente irreal, las paredes pétreas comenzaron a girar más y más rápido, hasta que la extraña figura y ella quedaron rodeados por el torbellino.
-¿Qué eres? ¿Por qué me atormentas así? Vete. Déjame en paz…
-Ya sabes que soy y porque estoy aquí.
-No, no lo sé. No eres más que un producto de mi imaginación. ¡Sal de mi mente!
-Eso es cierto, pero solo en parte.
Y de repente la biblioteca volvió a materializarse a su alrededor. La luz de la luna se filtraba por entre las cortinas haciendo brillar el jarrón transparente de una mesa junto a la ventana. Todo parecía en calma salvo por el terrible olor nauseabundo que parecía penetrar en la carne. Laüra y su tétrico acompañante tomaron asiento uno frete al otro, aunque ella no pudo mirar a su rostro porque este parecía carecer de él.
-¿Lo ves? Todo está en tu mente. Celebro que te hayas tranquilizado.
- Todo no. Tú sigues aquí.
-claro, como he estado siempre, pero dime, ¿cuál es la respuesta?
-¿Qué quieres de mí? No sé de qué me hablas.
-Oh, claro que lo sabes. Si me dejaras de negar, quizá la luz se haría en ti nuevamente.
-¿Eres el diablo, has venido a tentarme? No creo en ti, ni en tu antónimo, ahora ¡vete! Vuelve al infierno del que provienes.
Una risa atronadora llenó la estancia sobrecogiendo a Laüra
-Has leído muchos libros Laüra, ¿en serio crees que eres Fausto esta vez? No, no quiero tu alma, ni he venido a comprar nada, pero eso ya lo sabes. Solo quiero una respuesta a la pregunta. Puedo darte lo que quieres, pero eso solo depende de ti. No hay pactos, ni sangre, ni condenas perpetuas que valgan.
-Si todo lo sabes acerca de mi, ¿por qué me preguntas?
-Hay cosas Laüra que son necesarias; cosas que solo al pronunciarlas en voz alta dejan de ser pensamiento y se materializan, son reales. ¿hablarás de ellas o seguirás negando la evidencia?
-Sí, sí, sí… No pienso sufrir. No seré el fantasma que atan a la cama los tubos. No quiero alarga nada que me haga sufrir de esa manera. Lo he visto, como he visto todo lo que me iba a suceder desde niña…No estoy loca.
Laüra se derrumbó y con las manos sobre la cara lloró amargamente; creyó sentir una mano fría que la acariciaba el cabello, y que al hacerlo, la liberaba la carga que soportaba. La voz siniestra susurró una frase amable y el olor desapareció de la estancia.
Ahora la mano que la acariciaba era tibia y suave y su aroma de vainilla la envolvía.
-Tranquila amor, ya pasó todo. Verás como salimos airosos de esta.
Alfredo puso una bata de invierno rosa sobre sus hombros y tomándola de la mano, la estrechó entre sus brazos.



Aquella mañana fría de invierno cristales de nieve hacía brillar la hierba del jardín y los árboles parecían estar cargados de diamantes. Un vehículo oscuro llegó hasta la puerta principal de la residencia Lorengar y estacionó al lado del descapotable cuya capota negra estaba teñida de blanco. Dos hombres de traje oscuro se bajaron de él y caminaron hasta la casa. Una de ellos, el más alto hizo sonar el timbre y breves instantes después una figara de mujer abrió la puerta invitándoles a entrar. Era Astrid la secretará de Laüra; caminaron por el recibidor hasta la sala donde Alfredo, aun en pijama, observaba la nada cariacontecido.
-Buenos días… El señor Alfredo Kaufman, supongo-Él asintió con la cabeza sin prestar demasiada tención.
-Está en estado de shock, inspector, todos lo estamos…- dijo Astrid con un hilo de voz.
-Soy el inspector Model y este es oficial schmith, de la policía metropolitana.
-Está en la biblioteca oficial.- Dijo Alfredo con voz cavernosa; su mirada, totalmente desorbitada, se clavó entonces en el oficial.
Los dos policías se dirigieron a la sala del segundo piso de la casa guiados por la secretaria y justo en la puerta de la biblioteca ella se detuvo.
-No quiero entrar, prefiero no verla así. Quiero recordarla tal y cómo la vi por última vez, lo entienden ¿verdad?
-Desde luego, ¿señorita…?, ¿Cuándo llegó usted a la casa?
-Astrid tannenberg. Llegué a eso de las nueve de la mañana, Alfredo me llamó fuera de sí sobre las siete y media. Vine cuanto antes.
-Bien señorita Tannenberg, está al llegar el equipo de dactiloscopia, cuando lleguen hágalos pasar, por favor.
-Schmith, tráigame el maletín si es tan amable.
-Inmediatamente inspector. Dijo este encaminándose hacia las escaleras.

Tirando de la manecilla dorada hacia abajo, el inspector abrió la puerta de la biblioteca. La sala completamente iluminada por la luz de la mañana yacía en silencio, solo roto por el rítmico sonido de la aguja del tocadiscos que anuncia el final del vinilo. El suelo de madera de roble claro apenas crujió bajo el peso de sus pasos cuando avanzaba hacia la figura de la mujer, que sentada de espaldas a la puerta, parecía mirar a través de la ventana. A ambos lados de la estancia, estanterías con puerta acristalada guardaban innumerables volúmenes de libros cuidadosamente ordenados por tamaño y color que daban a la estancia un aire vistoso e ilustrado. Justo delante de la ventana, una inmensa bola del mundo, quizá muy antigua, descansaba sobre un atril de bronce con partas leonadas, dejando ver el inmenso océano pacífico, Australia y la polinesia.
El cuerpo de Laüra antinaturalmente rígido parecía más un maniquí que una persona fallecida y ese dato no pasó desapercibido para el oficial.
Con meticulosidad sacó de su bolsillo una libreta y anotó aceleradamente sus primeras observaciones, de pronto, se percató de un olor terriblemente nauseabundo que no parecía provenir de ningún lugar en concreto. Apartando la vista del cuaderno, buscó sin encontrar nada, el motivo de tan pestilente olor.
El cadáver tenía un aroma de almendras amargas sobre chanel nº 5, la sala olía a libro viejo, a papel de imprenta y el jarrón sobre la mesa a dalias frescas. Aquella cosa, fuese lo que fuese, olía a tumba, a descomposición de la materia, a pantano cenagoso, algo casi tangible que le rodeaba a uno hasta el desmayo.
Entonces creyó oír una voz que le susurraba una frase aterradora al oído
Schimidt entró en la estancia a grandes trancos portando un maletín metálico y sin mediar palabra se lo dio al inspector.
-¿huele usted eso Schmitd?
-¿Oler?No huelo nada en particular inspector; libros y un aroma frutal en la estancia, nada más.
-¿Está seguro?
-Completamente…¿Se encuentra bien? Tiene mala cara inspector.
- No es nada, es solo que…Pero no tiene sentido. Bueno pongámonos manos a la obra ¿tiene la cámara? Ya veo que sí, bien, empecemos por el entorno que rodea a la víctima y luego los detalles. Quiero fotos de todo lo que aquí se halla. Habrá que tomar declaración a todos los que en las últimas veinticuatro horas han estado en ésta casa.

Tras la ventana cubierta con visillos blancos, flotando en el aire como un fantasma, Jürgen Model creyó ver la figura de un hombre ataviado con abrigo y sombrero oscuros que se ría carente de rostro. En ese momento tuvo un mareo que lo obligó a sentarse en una silla con los ojos cerrados.
Poco a poco abrió los ojos y la habitación, que parecía dar vueltas a su alrededor, dejó de hacerlo. El cadáver de Laüra Lorengar sentado en la silla, asía con ambas manos los apoyabrazos de madera, y lo miraba tan fijamente con ojos vidriosos que le hizo estremecerse ; en su rostro enarcaba una sonrisa indescriptiblemente placida a la vez que misteriosa y la luz de la mañana desvelaba las facciones de una mujer arrebatada a la vida justo en el momento de la floración de las rosas.
--… Yo soy la respuesta y el camino, la única salida, si acaso quedan salidas ya….
Dijo la voz que parecía salir de la boca cerrada del cadáver; en ese momento el inspector supo que la muerte estaba cerca y era inminente.

Por lobo que camina.

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martes, 14 de diciembre de 2010

Demetrio Salgado y Fuentes.- Revisión


Demetrio Salgado y fuentes era un hombre en todas las acepciones de la palabra. Cómo lo conocí, fue de lo más inusitado, pero , eso ahora no viene al caso.

Lo recuerdo sentado en su despacho de exiguos muebles de madera de teca, viejos como él; rodeado de un montón de libros con tapas de piel procedentes de las estanterías llenas de polvo que miran al gran ventanal con venecianas, por donde se cuela tímidamente, la luz de la tarde sin pedir cita previa.

En aquel anciano edificio de principios del siglo pasado, amenazado de desahucio por el progreso mercantil moderno, tiene su casa el genio. El desfasado zaguán de baldosas blancas y negras, cuenta con una jardinera que engalana y perfuma la estancia con el aroma de flores de interior muy vistosas. Sobre la pared dos cuadros que describen la campiña francesa de Provenza, captan enseguida la mirada del visitante para dar paso luego, al vetusto ascensor encerrado en hierro forjado que traquetea y chirría en un subir y bajar muy lento. La puerta que accede a la vivienda- despacho, está provista de una placa de bronce con su nombre en letras gráciles y redondas, cuidadosamente bruñida, y en la otra mano, un anticuado pulsador eléctrico, que emite un sonido tan peculiarmente agudo, que nos traslada a la época de tranvías y vehículos de explosión a manivela. Allí nos recibe siempre con su mejor uniforme blanco y cofia a la antigua, Doña Elisa, radiante, con el rostro cargado de inviernos y arrugas, como el de aquel que ha sonreído mucho y sufrido más.

En la mayoría de las consultas que se nos puedan venir a la imaginación, no encontraríamos un lugar en el que mientras se espera, además, puede tomarse un refrigerio , pastas de mantequilla caseras, leer la prensa, una revista, o conversar con la erudita enfermera, recepcionista y abnegada esposa del buen médico.
Otrora él se sentaba al lado del diván a los pies de la persona recostada, pero después del renombrado incidente con aquella señora, con perdón de éstas, que injustamente quiso cobrar venganza de sus miserias, en la persona que seguramente más la ayudó, y supo hacerlo; ahora, se refugia detrás de la mesa y juguetea con las gafas, unas veces, o la estilográfica plateada otras, rodeado siempre por la sombra.

Demetrio nunca tuvo pacientes, sino amigos. Desconocidos que un día dejaban de serlo tras contarle sus experiencias vitales, de las que como siempre decía, se aprende; de todo se aprende y siempre se está aprendiendo. Uno podía sentarse allí y con el tiempo , darse cuenta de que se forma parte del mundo, uno amable, descrito no sin espinas ,por este peculiar personaje. Nunca dio falsas esperanzas, ni menguó importancia a las dolencias que sus nuevos o viejos amigos le íbamos contando de tarde en tarde de “visita”, como él lo llamaba, pues para consultar, estaba el diccionario o los manuales técnicos al uso.

En la penumbra de la habitación con olores frutales, poco o nada hacía recordar la orla con birrete negro y toga, o el título de especialista de la prestigiosa universidad de no me acuerdo, que adornaba la pared junto al un gran cuadro de marco dorado con motivos navales. Allí fumaba el fumador, bebía el sediento y hablaba el necesitado de hacerlo, de ser escuchado, entendido, pues en esto estaba la clave según él.
Como si de un “quid pro quo” se tratase, solía comentar alguno de los episodios que a diario le acontecían en su paseo por la alameda de camino al centro de la ciudad, donde tomaba té con una nube de leche, en alguna de las cafeterías antiguas, porque según decía, aquel que escucha hablar a otros, se olvida de sus dolencias y si gusta de ponerse por un momento en los zapatos de su interlocutor, quizá aprenda algo de la forma de ver las cosas desde un prisma distinto al suyo y al mismo tiempo tan parecido.

Aquella tarde que diluviaba sobre la pequeña ciudad , y caminos eléctricos recorrían un cielo gris plomizo , los ruidosos dioses de antaño hacían chocar las nubes, y el buen doctor, recibió la inesperada visita de la misteriosa dama de la guadaña. Quizá ésta se sentó en el ajado diván mientras la inmensa sonrisa bonachona de Demetrio daba la bienvenida de forma amigable. Quizá dialogaron y filosofaron acerca de las teorías vitales de los seres mortales que habitan y habitaron el mundo desde el principio de los tiempos. Por eso en el rostro afilado y paternal de recortados bigotes blancos, quedó impresa una postrera sonrisa, como la de aquel que es feliz y sonríe.

Todos los que conocimos y fuimos sus amigos, antiguos o nuevos, encontramos el mundo un poco más vacio sin su presencia, y sin embargo, por alguna razón desconocida, lo siento muy presente al recordar las enseñanzas que impartía como terapia o medicina carente de fármacos, en su humilde consulta de la calle Arena, número doce.

Demetrio Lozano y Fuentes no murió, su espíritu habita en cada uno de nosotros, y dentro de cada uno de los jóvenes, que realizan el juramento hipocrático, cargados de fe y esperanza en el ser humano.


Por el lobo que camina.

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viernes, 5 de noviembre de 2010

Revisión de los dialogos con los fantasmas de la laguna.


El aire inseguro de la laguna trae aroma de aguas calmadas y bajo un manto de bruma, apareces ¡oh! Fantasma.
Quieres romper el cielo que arde en el infierno de tus sentidos. No te alejes, ven, mi alma te espera, como te ha esperado siempre, desde la otra orilla de ésta laguna siniestra. Otrora soñé con tus labios de ascuas evaporando mis besos, Soñé con caricias ígneas abrasando la dermis, que se erizada a tu solo contacto. Sí, fue ayer tan solo. No ha pasado el tiempo, aún releo en el cielo la carta que tus dedos esculpieron en la densa niebla. Te alejas de nuevo navegando en la boira, y el viento arremolina sus blancos dedos sobre las quietas aguas. Ven, aquí espero, como te he esperado siempre desde la otra orilla, de ésta laguna de olvido.


Entre las nieblas nocturnas, entre los jirones densos de bruma, aparecen y desaparecen iluminados por la luna, seres pretéritos que me atormentan con sus lamentos , rostros y manos de tacto cadavérico. Se sientan a mi lado y me hablan tranquilo y lento, con mi propia voz, acaso robada, susurrando las historias que ambos conocemos. Si los miro a los ojos carentes de esferas, se difuminan, dejando el vapor que exhala mi pétrea boca cerrada y muda.
Están aquí, rodeándome, saliendo de las tumbas sepultadas de mi propio olvido; de cárceles carentes de barrotes en las que fueron confinados hace tiempo, por la mente mía.
Con una sonora carcajada nerviosa, les devuelvo a las tumbas, y es el eco de sus voces y lamentos lo que me trae el viento. No es mi risa, sino la suya entrelazada con la bruma.

Fantasmas que habitáis entre nieblas, ¡yo os convoco!!

Salid de las tumbas vaporosas y arrastrad vuestra conciencia, hasta este páramo de la existencia; cabalgad en caballos de bruma, y navegad los mares de humo, hasta que entre la fosca, mis ojos se encuentren con las esferas de densa boira de vuestras calaveras.
Esta noche carente de luna, rodeado por vuestra siniestra presencia , os liberaré de vuestro juramento para que halléis descanso eterno, sino es aquí, en el averno al cual perteneceis.
Dejad las cadenas que dan tormento a los mortales, en las nichos que os dan cobijo, pues ya no han de dar miedo, ni sonrojo, ni zozobra, ni horca ,ni martirio, ni suicidio, ni cilicio, ni culpa.

fantasmas que habitáis la bruma descansad

Noche de fantasmagóricas presencias que se esconden entre las nieblas.
los vapores de la oscura realidad, donde el olvido es el amo, gobiernan en su tétrico reino vacío de forma humana, a los fantasmas que pasean sus cadenas por los pasillos de este castillo de existencia. Aún con las puertas de roble muertos cerradas, atraviesan o sonrien en las almenas de fria piedra, haciendo resonar su voz por los tímpanos del insomne habitante de este mundo vacío sin nombre.


Yo que os inventé y os di forma corporea, nada he de temer de vuestra siniestra presencia misteriosa. sobre el estanque de bruma que nos rodea, alzaré la voz, y a grito, que devuelva el eco amortiguado, responderé con la risa ahogando en mis timpanos vuestras voces ya muertas hace tiempo.


Tan bellos se dibujan en la bruma vuestros etéreos cuerpos blanquecinos , movidos por la brisa de este páramo nocturno, me dejo llevar hipnotizado por el canto de las voces carentes de garganta y sonido humano.
me arrastran con su arrullo de sepulcro y abandono mi alma anhelando la paz de los que ya están muertos y sin embargo moran carentes de forma ,este lado de la existencia .
Venid a mi ¡oh espectros alados! Aferrad mi anima que se desvanece en la boira precipitandose al vacío de abismos oscuros, donde ni vosotros osais morar siquiera.



¿Cuántas veces habéis llamado a mis desdichados tímpanos que sin querer os escuchan? Con voces siniestras os descolgáis de la bruma y carentes de esferas, vuestras calaveras se dibujan entre el vaho que se mezcla en la boira. Otrora tuvisteis materia que se apoderaba de mi con solo la presencia; poder que embaucaba mis ansiosos oídos ,que anhelaban vuestra dulce canción, pero hoy no es antaño, y expulsados habéis; como los desterrados,;como los olvidados. Reyes que fuisteis, ¡idos! y no os rebajéis más, pues vuestras canciones desafinan ya, y el poder que os dí, ayer os lo quité junto a la corona que se hundió en las aguas del olvido hace tiempo.



Reyes de otros tiempos , quizá mas amables. ahora que yacéis olvidados e ignorados en la niebla del tiempo que os atrapa, susurrad, yo os escucho.
Contad vuestra historia lóbrega una vez más, haced palideced los rostros de la bruma que destila gotas frias como la muerte misma. ánimas que vagais por la laguna ¿acaso no veis que tendí el puente que me une a los mundos que fueron y ya no son?
Fantasmas de la boira, hablad o callad para siempre.



En noche oscura resplandeces, febril presencia de girones de niebla vestida surcando las aguas de conciencia estancada impulsada por el viento. Lamentos y amenazas vertidas por la boca de boira espesa se cuela entre los tímpanos desprevenidos. Acaso no te ha dicho los susurros del viento que feneciste y con ello tu poder menguó y devino en nada.
Tus palabras hablan en presente de lo que ya se ha ido, como aferradas a los restos del naufragio, flotando en la laguna fosforescente donde brilla la luna cadavérica. Ya nada es posible en este lado de la conciencia, y poco a poco, isla serás entre la fosca; inerte; abandonada como los objetos que duermen en las playas.
Porque no habré de reclamarte, ni odiarte, ni amarte, ni consolarte. Sólo el olvido abre sus brazos envueltos en brumas y te atrapa sepultandote..


Por el lobo que camina.

martes, 21 de septiembre de 2010

Cuentame la guerra




El niño se adentro en la alacena furtivamente y a oscuras acarició el objeto de su deseo. Su pequeña mano se deslizó por el frio metal hasta llegar al cerrojo, luego pasó la palma suave por la vieja madera oscurecida de la culata y cuando iba a empuñar el arma, la luz se encendió dando vida a los objetos que yacían en estanterías y suelo. El corazón acelerado por la emoción prohibida descarrilo, haciendo que la sangre dejara de acudir a los vasos sanguíneos y un ligero rielar de rodillas indicó, a la figura seria de la puerta, la proximidad de las lágrimas.
Asiendo de la mano y sin mediar palabra Tomás Lobo condujo a su nieto al pórtico de la casa, donde el sol apuntaba con sus rigores de estío al medio día. Ambos se sentaron en la fría piedra de un poyo protegidos por la sombra, que el balcón de la casa ofrecía. De una caja metálica, Tomás extrajo la picadura de ocres hojas de tabaco que su amigo holandés traía de estraperlo de allende los mares. La habilidad de la costumbre hacía que pudiera llenar la vieja pipa, sujeta a la mano de estribor, sin apenas mirarse aquellas manos ajadas que dejaban entrever una vida llena de trabajo y esfuerzo. Tomás se colocó la pipa en la boca y sacando un fósforo la encendió aspirando profundamente.

-¿sabes hijo? Debí deshacerme de ese viejo fusil hace años…

El humo de una bocanada voló por aire tórrido de la tarde formando un círculo perfecto que Damián siguió con la mirada hasta desintegrarse.

-yo…Yayo yo, solo quería…

-Ya hijo, lo sé. Esos chismes tienen atracción para vosotros, además con esa condenada caja tonta, que no hace más que mostraros a todas horas los usos violentos que los hombres hacen de ellas, no me extraña que acudieras a su reclamo.- bajando la mirada certera hasta encontrar los ojos acuosos del niño, sonrió levemente, luego clavó los ojos en el horizonte nuevamente y continuó hablando.

-Esos trastos no son nada buenos, ¿sabes? Cuando yo era niño, mi padre dejaba que tras las batidas de caza, limpiara la escopeta. Era un arma italiana de dos cañones, tal alta como yo por aquel entonces, algo así, como te pasa a ti con ese viejo trasto. Yo los veía cada domingo partir antes del alba con las realas de perros aullando, embutidos en abrigos, botas altas y gorros con orejeras. De haber podido entonces, habría ido con ellos a la gran aventura de la caza, por esos montes llenos de alimañas feroces que en los cuentos la abuela me contaba. No tu abuela, Damián, si no la mía, esa señora seria del cuadro de la sala.

Por aquel entonces yo jugaba a la conquista de España, que Don Severino el maestro, nos narraba en los días que el trabajo en el campo nos permitía ir. Modernos Mío Cid que escopeta en mano acaban con los moros, descreídos de Dios.

-Abuelo, ¿tú has disparado mucho con la escopeta?

-Si, hijo, quizá demasiado. Pero deja que te siga hablando de aquellos días. Con el primer bigote pude acompañar a los hombres en las batidas, para llevar la bota y el almuerzo que nos preparaba la abuela antes de que nadie en la caso estuviera levantado. Yo bajaba en silencio y la ayudaba o simplemente me quedaba mirando cómo se multiplicaban sus manos sobre fogones sartenes y perolas. Ese día descubrí que la aventura que mi mente había imaginado, no era del todo agradable. Tras largas horas de avanzar penosamente por los bosques, ascendiendo collados para luego bajar y subirlos de nuevo y llegar a los solitarios puestos de caza, donde se te entumece el cuerpo y luego de la espera, ni siquiera saber si la presa que los perros azuzan pasará por allí. Ese día tuve suerte y el tío Aurelio junto al que me quedé, abatió una jabalina enorme.
La bestia corría desesperada entre los helechos hasta que la escopeta furiosa descerrajó dos tiros a bocajarro. Aun veo la cara peluda de sorpresa de aquel pobre bicho y como tras un chillido atroz que me heló la sangre, cayó desplomada sobre el frio barro. Detrás de ella iban tres pequeños rayones, ¿sabes? los cerditos salvajes cuando son crías tienen unas franjas oscuras en el lomo que los camufla con el entrono, por eso se les llama así. Tú tío que se presumía contento me miró pálido y cari acontecida no pudo más que confirmar la muerte del animal.

-Esto no está bien, Tomás, no está nada bien. – me dijo moviendo la cabeza a ambos lados.
Pero hubo suerte y entre los dos pudimos capturar las asustadas crías que pegados a la ensangrentada madre no paraban de chillar.

-.Aquellos rayones crecieron en el establo junto a las bestias y tu abuela, el tío y yo cuidamos de ellos. Para entonces, nos seguían como si fueran otro más de los perros. Muchos de los niños de la aldea, sé que nos tenían envidia por ello. Juancho, y lupita sobrevivieron al primer invierno y se hicieron fuertes y habilidosos. No había mejor guardián que ellos en toda la comarca y además encontraban sabrosas trufas para nosotros; un manjar que en la época solo estaba al alcance de los señoritos de ciudad a los que nosotros se las vendíamos a precio de oro. Ellos, mis amigos peludos, tuvieron la culpa de que yo aborrezca tanto las monterías. Aun puedo oír aquellos lamentos, ¿sabes Damián?

-Yo no quiero ser cazador yayo- dijo el niño muy serio- yo quiero ser soldado para ir a la guerra.

-Claro hijo, como todos los niños. Jugar a la guerra que se termina sola, sin muertos, ni el horror de que viene después.

La guerra hijo, es la peor de todas las cosas. Es lo más parecido al infierno que los curas predican los domingos en el púlpito. Un lugar oscuro y frio donde los hombres dejan de serlo y se convierten en demonios, peores que las alimañas para el sembrado.

-¿Abuelo tú fuiste a la guerra?-el niño lo miraba con ojos chispeantes y ávidos de saber

-Si hijo mío, si. Estuve en la peor de todas: la que se celebra entre hermanos. Entre hijos y padres. Vecinos contra vecinos. Una guerra de fanáticas envidias, donde los buenos se confunden con los malos hasta el sub realismo, porque ninguna idea que mata es buena.

La guerra es hambre para el que lucha, es miseria y muerte. Roba a los hombres lo único que tienen: la vida, para enriquecer a uno pocos. En la guerra solo luchan los pobres y los enfermos de sangre, que creen en las mentiras que los promotores de guante blanco fabrican, a sabiendas de que ellos gobernaran el caos que acontecerá después. A algunos les sorprende sin querer y se ven abocados a luchar a la fuerza a riesgo de que lo maten los partidarios de uno u otro bando. Porque, hijo, lo peor que puede hacerse si llega la guerra es permanecer neutral. Se ha de pertenecer por fuerza a un bando y sin embargo los países que permanecen pacíficos se hacen ricos.
Cuando estalló la guerra, los que pudieron y tuvieron medio para hacerlo, viajaron al extranjero con los bienes que pudieron sacar del país. Los pobres no teníamos más remedio que quedarnos, amarrados al terruño que nos vio nacer. Los más aguerridos no tardaron en hacerse voluntarios e incluso llegaron idealistas de otros países a combatir no sé qué doctrina. Yo nunca agradeceré suficiente a la abuela que me ensañara a cocinar. ¿Sabes? Al principio todos me tenían por un ser extraño y afeminado siempre enfrascado en los libros de mar y viajes, incluso los mozos del pueblo, pero al llamarnos a filas, ellos portaron fusiles como el de la alacena y yo, tu abuelo, las perolas y el cucharon de madera. En la guerra se ha de comer y posiblemente el soldado sea el que más hambre pase de todos, sobre todo si está en el bando perdedor. En la cocina uno aprende a ver la verdadera naturaleza de los hombres. Hay algunos que tienen el corazón oscuro como la noche, hijo, y sin embargo hay otros que pasando ellos hambre, comparten generosamente lo que tienen sin atesorar para el mañana su riqueza, pero esa nobleza no la da la guerra, sino que la roba.

Lejos de los brillantes uniformes y medallas, de los desfiles y la arenga general, la guerra, es oscuridad. La guerra transforma todo lo bueno que somos y lo podríamos llegar a ser en maldad y egoísmo. Lejos de banderas en el frente se combate por y para sobrevivir un día más. Para poder ver de nuevo a los seres queridos. Es allí donde uno aprende a apreciar el abrazo de los amigos, el calor tierno de las miradas de aquellos que nos aman. El vuelo de una paloma, la gota de lluvia que moja despacio la tierra. Uno ve la vida como algo vivo realmente, algo que se mueve dentro de nosotros y nos empuja al abrazo.

-Entonces yayo, ¿tú no has matado en la guerra?

No hijo. Ni una sola bala ha salido nunca de ese fusil para matar a nadie. Con él cazaba animales en los bosques y así poder sobrevivir; pues el rancho que los altos jefes dan a los soldados, hijo, es la peor de las comidas. La más pobre de las recompensas a quienes darán su vida. Mientras ellos en su reservado comedor beben y engordan, en el frente se pasa hambre y sed. Pero el abuelo hacía sopas de raíces, estofado de cualquier animal condimentado con cualquier clase de hierba aromática que pudiera recoger en las cercanías, pues en la guerra uno come lo que puede sin pensar en nada más. El espliego, el tomillo, la hierba buena… Pero a pesar de no haber disparado nunca contra un ser humano, hijo, he mirado de cerca a la muerte.
Por las mañanas antes de los combates, veía reír a los hombres y bromear, pero a las noches, si miraba con atención, ya no veía los mismos rostros alegres. Muchas de esas caras desaparecían para siempre, y otras nuevas las sustituían. En los días sin batallas, había momentos que alguien recordaba alguna anécdota divertida y todos reíamos hasta caer en la cuenta que los protagonistas ya nunca más volverían de la guerra. Eso, hijo, es lo más duro. Es lo que nos quita la guerra. Al hermano, al amigo, al desconocido que sería nuestro camarada de no mediar las fronteras inventadas que nos separan. Nos priva de la felicidad de la risa, de la naturalidad sembrando caras serias y pena.

Aquellos que han regresado de la guerra, en cualquiera de ellas, en cualquiera de los bandos, jamás vuelve a empuñar un arma contra un semejante. Cuando uno ha vivido la miseria, ya no quiere regresar a sus garras y cuando habla de esos días, no habla de héroes ni pedestales. No habla de lo que los libros cuentan como anécdota repleta de cifras y mapas. No. Ellos hablan de carne y huesos fracturados, de frio, de dolor, de olor a sangre coagulada, pero sobre todo de olor a miedo. Ellos cuentan lo que sus ojos callan, pues lo que uno tiene que ver en la guerra, a veces es motivo de los peores sueños, que regresan en cada uno de los días que se habrá de vivir. Los sueños que adelgazan el espíritu.

-Abuelo lo que cuentas es triste y me da miedo…
Abuelo ¿tu ganaste la guerra?

-Claro hijo. Todo el que sobrevive para contarlo gana la guerra. Independientemente de si está o no en el bando vencedor. De los nuestros, hijo, solo tu Tío y yo salimos vivos. Después de la guerra, cuando los cañones cesan y las bombas callan, deviene la otra guerra: la del odio. Porque los que vencen, vengan muertos en los que quedan vivos. Vienen las envidias, los robos, porque son muchos los cobardes que se hacen ricos a expensas de la vida de otros. De trabajar, hijo, pocos son los que se hacen ricos y la guerra es la forma más rápida de hacerse rico si se es el vencedor. El perdedor no tiene derechos, ni bienes, ni honra.

Nosotros cuando fuimos liberados después de reconstruir con nuestras vidas lo que ellos habían roto con sus bombas, vinimos al mar y no hicimos pescadores. Siempre hay barcos para los marineros y todos necesitan cocinero. Al principio tu tío yo nos embarcábamos juntos, pero las miserias que la guerra siembra en los hombres, pronto me privo de mi única familia. Una mañana amaneció frio. No le mataron las balas pero con el tiempo le alcanzaron aquellas que dañan sin que se vea la sangre.

-Abuelo, creo que ya no quiero ser soldado. Ya no quiero ir a la guerra, debe ser un sitio sucio y demasiado triste…
Tomás no se lo dijo, pero esas palabras causaron honda impresión y una lágrima afloró a sus glaucos ojos.

-Me alegro hijo, me alegro. ¿Sabes una cosa? La mar es mucho más hermosa, ven vamos a ver lo que hace y si quieres, te contaré historias mucho más divertidas que las que hablan de soldados.

Levantándose de la piedra, abuelo y nieto caminaron por las calles estrechas que bajan al puerto, donde a la orilla de la mar esperaba inquieta una vieja dorna pintada de azul y blanco: La odisea. Y en ella subidos olvidaron la vieja arma que desde entonces ya no cuelga de la viga de la alacena, sino que lo hace vigilada por erizos, rayas y caballitos de mar encima de alguna roca de las que pueblan la mar.




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miércoles, 2 de junio de 2010

El último trabajo



Imagenes:
Foto es luparia
Favian Pérez. balcon a buenos aires
Mónica Castanys.el piano
De la red rosas
De la red veleros
Escha van den Boguerd. relacher 2


Es muy fácil, verá usted: Sale en dirección norte, una cuarta al oeste y cuando aviste la luz del faro de punta lucero, ponga rumbo oeste sur oeste. Media hora a cinco nudos siguiendo el cordal de la costa hasta punta del muerto. En cuanto afloren por detrás de la punta los dientes del diablo, eche el ancla porque habrá llegado. El pecio se encuentra a escasos veinte metros, ¿sabe usted? Allí las rocas forman una meseta submarina repleta de grandes cuevas.¡ Ah! No sabe cuánto les envidio, veinte años menos y me uniría a ustedes.

-Muchas gracias buen hombre, ¿Se toma algo en la casa del mar?

-Gracias, pero he de revisar “La morena” está noche salgo al calamar. Suerte y buena mar compañero.

Raymond y su acompañante se encaminaron despacio hacia al aparcamiento privado del puerto deportivo donde les esperaba un descapotable verde botella.

-¿Crees que se lo ha tragado?

-No puedo saberlo, nunca sé cuando los lobos de mar desconfían: ya son desconfiados, la mar les hizo así.

-Tú no necesitas señas para navegar por aquí ¿verdad?

Él la miró durante un segundo y sin decir nada accionó el contacto. El atronador ruido de los caballos, libres por fin, ahogó toda conversación y el silbido del viento contra el parabrisas y los espejos retrovisores les hizo guardar silencio hasta llegar al hotel.

Ambos se alojaban en la suite Miramar, en la octava planta del Hotel Ensenada, situado en el mismo centro de la ciudad y frente a los tinglados de la trans-océanos. El edificio de dos plantas de corte modernista recortaba en blanco la silueta del “fortuna” con la proa abierta.
El botones recogió al vuelo las llaves del deportivo y con la soltura que da la juventud se puso manos al volante camino del aparcamiento. Raymond seguido su acompañante entraron en el hall del gran hotel a grandes trancos y cuando apunto estaban de entrar al ascensor el recepcionista vino hacia ellos corriendo.

-¡Monsieur Raymond!, espere por favor…

Era alto y musculado. Su metro noventa y seis nunca pasaba desapercibido en la cubierta de ningún barco, pero era la mirada lo que más desconcertaba. Sus ojos de mar eran del todo opacos, como esas aguas someras que no dejan ver el peligroso fondo rocoso, enemigo de los barcos. Refulgían como hielo acerado y pocos eran los que aguantaban su inquisitoria mirada. Muy pocos querían reflejarse en ellos. El cabello moreno que caía ligeramente aclarado por el sol sobre los hombros, nacía sin entradas a cuatro dedos de unas cejas afiladas y prominentes; la barba de tres milímetros perfilada y fina, delimitaba con el borde del maxilar hasta unirse a las patillas estrechas. El cuello se unía a la espalda por medio de uno descomunales deltoides, que junto al pecho le daban un aire de semi dios heleno. Al final de los largos brazos unas manos como remos sorprendían por su agilidad; las piernas eran dos columnas de alabastro que lo cimentaban al suelo con seguridad. . En general, la flexibilidad era su arma. Nadie esperaba nunca que un hombre tan alto se moviera como un felino: silencioso y veloz, por eso, cuando se giró en dirección al recepcionista, éste se detuvo en seco apartando de su cara la sonrisa idiota y servicial.

-Monsieur, ha llegado éste sobre para usted.- dijo enarcando una sonrisa nerviosa al tiempo que iniciaba una reverencia el recepcionista.

-¿Vio usted quién lo dejó?- dijo sacándose la cartera y mostrando un billete azul de banco.

-Desde luego señor: un hombre de mediana edad, bien vestido y sombrero blanco. Dijo llamarse Dr. Armand y me encargó que se lo diera en mano personalmente.

-Muchas gracias Demetrio- dijo leyendo el rótulo del uniforme del recepcionista. Luego le entregó el billete con desdén y se alejó en dirección al ascensor, donde aguardaban el botones y su acompañante.- Que no pasen llamadas a la habitación hasta mañana.

-Si Monsieur Raymond, así se hará.



La suite Miramar era una de las preferidas de Raymond cuando visitaba la ciudad. Diseñada como habitación nupcial, constaba de dormitorio con vestidor, jacuzzi y una pequeña ducha separada con pavés traslúcido, además de la gran sala con barra y terraza acristalada desde donde se contemplaba toda la bahía hasta punta lucero. En el medio de ésta, la isla Bonanza emergía cual fantasma oscuro coronado de verde. No era el más caro, ni siquiera el más prestigioso de aquella ciudad abierta al mar, pero aquel hotel estaba a cinco minutos caminando del puerto deportivo, a dos de la catedral románica y a seis de la tienda de de artículos marinos Cosas, yates y Cía. Andando un poco más se encontraba la biblioteca municipal con su edificio neoclásico de pórtico tetrástilo y escalinata. A sus pies, la estatua de un gran escritor local, descansaba sentado con un libro en la mano mientras su vista de piedra, se perdía en dirección al gran hotel y por fin a la mar. Siempre iba allí para trabajar. En la sección de cartografía uno podía encontrar desde autenticas reliquias, hasta cartas náutica de la marina de su majestad británica.




Al llegar a la habitación Gisela se dejó caer en la enorme cama boca abajo, mientras, él, abría el sobre con cuidado de no rasgar el cierre. No era nada que no supiera ya, pero la colocó bajo el fuego del brasero que caldeaba la terraza. El sol apunto estaba de caer y durante un segundo sus ojos se perdieron detrás de punta lucero, allí, el astro se sumergía en la mar de cobalto, luego, aproximándose a la alcoba, cubrió con su envergadura el cuerpo de Gisela. Al principio no hubo respuesta a las leves caricias debajo de la blusa blanca, ni a los lánguidos besos sobre los hombros desnudos, pero una palabra vertida quedamente junto al oído, hizo que ella despertara de su letargo.


Estaba enfadada, harta de ser florero, la coartada perfecta, la cara amable que consigue cosas. Sentía que su pecho, ahora erizado después de hacer el amor, era aprisionado por una pesada losa que lo hundía. Se levantó desnuda y apoyó la frente contra la cristalera de la terraza. El sol hacía tiempo que se había dormido y tímidas estrellas titilaban en el cielo raso de la noche pugnando con las luces de la ciudad. Recortada por el azabache, las luces rojas y verdes de isla bonanza, parpadeaban indicando a los taciturnos pesqueros que se acercaban el camino hacia la seguridad del puerto.

-Te necesito. Lo sabes, ¿verdad? Dijo Raymond abrazándola nuevamente por detrás.

Siempre llegaba así: silente como un fantasma, como la niebla en la noche.
Ella lo abrazó resguardándose en el seno del pecho protector y emitiendo una queja se dejó hacer.

-Vamos a la cama, cielo.- Él la tomó en sus brazos y desaparecieron engullidos por las sombras de la habitación.



El día amaneció soleado y a las ocho en punto el servicio toco a la puerta de la habitación. Raymond duchado, arreglada la barba y vestido de sport aguardaba en la terraza con un dosier de lomos azules en las manos. Se oía el sonido de la ducha y una nube de vapor inundaba la suite. El camarero sirvió el desayuno en la mesa blanca de la terraza con parsimonia eficiente, recreándose en esos detalles que enseñan en la escuela de hostelería privada. Zumo de naranja natural, croissant a la plancha con mantequilla y mermelada de frambuesa, café solo, té inglés fuerte y aromático, queso curado y una manzana bermeja.

-¿Desea el señor alguna cosas más?

- Si, haga que me acerquen el coche a la entrada, por favor.- De su mano se desprendió un billete de banco que el camarero hizo desaparecer con la rapidez de un prestidigitador.

- así se hará señor, muchas gracias.


Gisela apareció con un vestido entallado de rayas blanquiazules por encima de las rodillas, con el peine se cepillaba el cabello aún húmedo que ella secaba sin secador de mano. Hasta Raymond llegó el aroma del acondicionador, la crema corporal, las dos gotas de perfume francés que ella vertía sobre su cuello de cisne, y al cerrar los ojos se hizo más y más intenso. Sintió ganas de hacerla el amor allí mismo, pero el reloj no perdona en cuestión de negocios. Debía irse ya.
-Te vas ¿verdad? Nunca me cuentas nada. Solo me utilizas, te odio. -Dijo ella en lugar de los habituales buenos días.

-Si te lo contara todo tendrías la misma soga al cuello que yo. Un día no estaré y entonces agradecerás que solo te haya reservado mi mejor parte, sin lagunas oscuras, ni rocas afiladas. Estás preciosa por la mañana, amor. Dame un poco de esos labios antes de que parta.- Dijo sonriendo.

Ella se giró dándole la espalda y su figura se perdió en la habitación; aquel movimiento de caderas le volvía loco, realmente era un tipo con suerte.
Se levantó de la mesa apurando el té, luego introdujo la manzana en el bolsillo derecho de la americana y se encaminó hacia la puerta, Gisela se había metido en el cuarto de baño; cerró sin hacer ruido y tomo el pasillo de la derecha hasta las escaleras, siempre bajaba caminando. En la entrada le esperaba el descapotable, dio un billete al botones y se alejó de allí camino de la carretera del faro. Miró el reloj: eran las ocho y treinta y dos. El trayecto a lo sumo y contando con el tráfico, le llevaría diez minutos, lo que le dejaba tiempo para hacer ciertos deberes que su profesión le exigía.

A las ocho y cuarenta estacionó el deportivo en la alameda en dirección opuesta al sentido por el que había llegado. Luego caminó hasta la entrada del campo de golf. El guarda y él se saludaron y enseguida se acercó a la cafetería. No había nadie aún. Fue al servicio, inspeccionó la puerta de proveedores y por fin pidió un zumo de naranja natural colocándose en la mesa del fondo de cara a la puerta.
El reloj dio la hora y por la puerta aparecieron tres hombre, uno de ellos con sombrero y maletín. La cosa empezaba mal. El señor del maletín y el más alto se acercaron hasta la mesa.

-Buenos días señor Raymond.

-Nada de nombres, si no le importa. Y esto no es lo acordado. Solo, significa eso mismo.

-No se enfade…La vida está llena de cambios y hay que adaptarse- dijo al tiempo que enarcaba una sonrisa cínica.

-Desde luego, por eso mismo ya no hay trato. Ahora si me disculpan, tengo mucho que hacer.

-No se precipite, hablemos… dijo mirando al acompañante al tiempo que asentía con la cabeza.

El hombre alto se situó al lado derecho del hombre del maletín con gesto más bien amenazante.

-Ya hemos hablado lo necesario y diga a su lacayo que se aparte antes de que tenga un accidente grave- su mano de babor se tensó y con la de estribor a la altura del botón de la americana se dispuso a irse.

- A mí nadie me deja plantado, ¿me oye?

Raymond se detuvo a dos pasos de la puerta y sin volverse contestó.

-La vida es cambio. Debió venir solo.Dijo mientras se encaminaba a la puerta de la cafetería.

El hombre de la puerta miró a su jefe, pero antes de que pudiera hacer nada, Raymond le apartaba con el brazo - hazlo y saldrás en la página de sucesos hoy- Dijo con un hilo de voz casi imperceptible.


Salió del campo a paso acelerado en dirección al deportivo sin dejar de prestar atención a la retaguardia; con suma agilidad se introdujo de un salto en el deportivo y salió de allí a toda velocidad. Con los mandos del volante selecciono un número en el manos libres del teléfono y presionó la tecla de llamada; al cuarto tono contestó una voz grave de hombre con acento anglosajón.
-Ha salido mal, búscame otro cliente.

-Eso no puede ser… Vale. Dame unos días, te llamaré.

-No. Éste ya no es seguro. Yo me pondré en contacto contigo, adiós.

A las nueve veintidós llegó a la recepción del hotel abonó la cuenta con propina, devolvió las llaves del deportivo de alquiler y subió a la habitación. Gisela contemplaba la mar desde la terraza: el vestido ahora era de lino blanco y la luz de la mañana se filtraba por él remarcando aquellas curvas perfectas que tan bien conocía.

-Hola cielo, nos vamos. Haz la maleta.

-Me temo que no. Dijo dándose la vuelta despacio. Yo me quedo.
Aquello sonaba a problemas y no estaba de humor.

-Piensa bien lo que dices antes de hablar, Gisela.

-Ya lo he pensado. Me quedo.

Él la miró y sus músculos se tensaron. Hubo un atisbo de suplica en la mirada, pero luego el frio se hizo glaciar. Con un solo movimiento cerró tras de sí la puerta de la terraza y se dispuso a recoger el ordenador y la pequeña bolsa de mano, al agacharse asomo la culata de la glock 9 milímetros que llevaba prendida del cinturón. Por alguna circunstancia, el mundo se plegó a su alrededor mientras bajaba las escaleras y todo se tornó confuso. No podía pensar con claridad, y era precisamente lo que debía hacer en ese momento. Se detuvo en seco, respiró hondo cinco veces y cerrando los ojos, se deshizo de la losa que atenazaba su pecho. Cuando los abrió eran nuevamente dos icebergs flotando en la inmensidad de un mar opaco. Sus pasos se encaminaron a la puerta del fondo: solo personal autorizado. Aquellos laberinticos pasillos conducían a la calle de detrás de hotel y de allí tomó la avenida que muere en la biblioteca para una vez llegado a ella torcer a la derecha y ascender por la pronunciada cuesta que lleva a la parte alta de la ciudad. Al final de aquella larga avenida según recordaba, había una oficina de alquiler de vehículos con el anagrama en letras verdes sobre fondo blanco

-Buenos días, quería alquilar un vehículo.

-Buenos días señor, ¿para cuándo lo desea?

-para ahora mismo, si es posible.- En su mente se materializó el plano de aquella ciudad con las oficinas alternativas exceptuando puerto y aeropuerto por cuestiones obvias.

-En estos momentos solo disponemos de un Volkswagen polo… -La dependienta observó el traje arena de corte italiano y los zapatos de piel por un momento y se centró de nuevo en el ordenador- Pero si espera a primera hora de la tarde,- dijo nuevamente- podría acercarle desde otra sucursal nuestra uno de nuestros vehículos de alta gama.
Raymond sonrió.

-No te dejes impresionar por el uniforme cielo, soy de infantería. Ese Polo me viene de perlas, así me ahorro algo de la dieta: hay que economizar…
Ella levantó la mirada y por primera vez lo observó con detenimiento. Sonreía cómplice.

-Entonces no se hable más, si me permite una tarjeta de crédito y un carnet de conducir, te lo llevas puesto.

-Aquí tienes, guapa. La foto es de diario, uno cambia arreglado.

-uhm, me gustas más de uniforme soldado…Patrick Basterra. ¿Eres del otro lado del charco?

-Solo mis padres. Yo nací aquí al lado- dijo él mirando hacia la puerta.- Ah, la oficina de devolución barajas, un día de alquiler.

- Pues si que te mueves niño… ¿Donde dormirás hoy?- ella miraba le miraba sosteniendo la mirada. No había frio en ella, ni en él.

-Con gusto lo haría entre tus brazos, pero me esperan mañana en Hamburgo. Claro que, tengo que volver, y para entonces, será la hora de tomar una copa después de otra dura jornada. Qué me dices.

-Que son noventa y cinco euros más el depósito de daños, Patrick. Firma aquí abajo.
El dobló la copia con cuidado y la introdujo en el bolsillo de la americana junto a las llaves del vehículo luego se dispuso a irse.

-Que tengas buen servicio guapa, ha sido un placer- dijo con su mejor sonrisa.

-Es el azul Rávena que está aparcado en frente, el depósito está a la mitad… Oye Patrick…

- Qué- dijo él dándose la vuelta justo al salir por la puerta.

- Salgo a las veinte treinta todas las tardes de lunes a sábados y me llamo Mar.

-Mar, ¿has navegado alguna vez de noche?

-Ni de noche, ni de día, Patrick.

-Cuando salgas por las tardes mira hacia el banco de la plaza, si hay una rosa abandona en él, búscame, no andaré muy lejos. Hasta la vuelta Mar.

Ella lo observó irse y suspiró. Estaba deseando volverlo a ver. -Hasta la vuelta soldado.- dijo para sí.



Durante las cuatro horas exactas que duró el viaje por esas carreteras de rectas interminables, de campos sembrados de trigo verde que es castilla, repasó cada una de las conversaciones, de las miradas, de los silencios, buscando el motivo de la defección de su compañera: siempre hay un motivo oculto o no. Barajó posibilidades, probabilidades, permutaciones, sin ignorar ni una sola de las combinaciones posibles y al final, con dolor amargo en el corazón, sopesó el resultado: no lo entendía. Aquella ecuación tan simple se le antojaba disparatada, pues él, en su balanza ya había dado por cierto que ella le amaba, pero quizá se equivocaba: siempre lo hacía. Ese era su error repetido hasta la saciedad, pero, uno que no le importaba repetir pues estaba dentro de su naturaleza confiar en el amor. Aquella confianza no bajaba la guardia y por eso se encontraba de camino a otra ciudad, donde si todo iba bien, solventaría el entuerto de forma favorable para él.

Paró en la gasolinera junto al mítico circuito un tanto olvidado ya. Quería estirar las piernas. En todos los años de buzo nunca había fumado, si acaso, unas pocas caladas de tabaco con hachis después de las inmersiones para relajarse, pero eso era en su juventud, y ahora cuidaba su cuerpo.

Se deshizo del teléfono en la primera papelera que encontró y tomo el auricular gris de la cabina junto a los lavabos de la estación de servicio. Marcó un número con rapidez milimétrica y aguardó.

- Asesoría Holden ¿Dígame?

- Con el señor Gamarra por favor.

-¿De parte de quién?

-De Álvaro Pazos.

-Espere un momento por favor.

Sonó la música de espera: Stabat mater kv 631 vivaldi. Su mente por un momento se relajó y con la mirada perdida más allá del horizonte de asfalto que es la ciudad canturreó entre dientes.

-Señor Pazos, le paso con el Sr. Gamarra.

-Hombre gallego, cuánto tiempo sin saber de ti. ¿Qué se te ofrece?

-Hola Fidel. Un negocio: arte. ¿te interesa?

-Depende. ¿ya no trabajas para el holandés?

-Ya sabes que no tengo amos.

-Bien. Pásate a última hora por el despacho y hablamos.

-mejor te espero en la Fontana a eso de las ocho, mesa para dos.

-De acuerdo, pero tendrá que ser a las siete y media…

-Bien, pero no tardes ya sabes lo poco que me gusta esperar.





Dos hombres seguidos de un tercero entraron en el hotel, los más altos se encaminaron al ascensor mientras el otro se acercaba al bar del junto a recepción. Gisela, vestida de vaqueros y blusa blanca salía con cara de pocos amigos cuando fue abordada por los recién llegados que la sujetaron del brazo.

-tiene que acompañarnos señorita.


Uno de ellos sacó una placa falsa de policía mientras el botones atónito permanecía con la boca abierta. Entre empujones fue sacada del hotel e introducida en una limusina alemana con los cristales tintados que aguardaba en doble fila.

-¡Armad!- dijo Gisela sorprendida- Todo esto no es necesario, yo no sé nada y tú lo sabes siempre me mantiene al margen de sus negocios…
-No has cumplido tu parte, solo tenias que retenerlo hasta mi llegada. Cuéntame lo de ese barco.

-El “seawolf” un fuera borda del puerto deportivo, pero también se ha interesado por otro, un velero, el “blue meezan” y hablaron de los dientes del diablo y un barco hundido.

-Tonterías, eso solo es la coartada.

En el asiento de enfrente un hombre rechoncho con sombrero y maletín sonreía de forma siniestra

-Armand, deja que yo le saque a ésta puta lo que sabe…

-¿Ves? No te creemos del todo. Tú sabes más de lo que aparentas bonita. Díselo a tu buen amigo Armand y no te pasará nada.

-De verdad- Dijo casi al borde de la histeria- no sé nada más, solo que alquiló un equipo de inmersión en una tienda y de la biblioteca sacó algunos mapas de la zona. Íbamos a navegar varios días.

Armand y el hombre del sombrero se miraron asintiendo.

-Bien Gisela, te creemos.- Chofer pare aquí. Ahora vas a dar una vuelta con mi amigo, le dirás todo lo que hablaron con esos tipos de las lanchas y hasta la talla de calzoncillos que usa el cabronazo de tu novio, por unos días serás su invitada, porque te llamará, y queremos hablar con él. Cuanto antes te llame, antes te dejaremos marchar. Lo entiendes ¿verdad?

Ella asintió mientras amargas lágrimas surcaban sus mejillas.
Acababa de darse cuenta de su falta de cálculo al evaluar la situación. Raymond era su único aliado, solo que ya había dejado de serlo. En ese momento supo que él no llamaría nunca más y que la niebla se tragaría su nombre. ¿Quién era en realidad? Eso nunca lo sabría.




En el carrillón de la Fontana dieron las siete y media. Apenas unas un puñado de mesas estaban ocupadas por gente y al fondo junto a la puerta del almacén un hombre de traje beige y corbata aguardaba junto a una botella de agua mineral.
La puerta se abrió dejando entrar al ruido del tráfico y a un hombre de mediana edad con traje azul marino. Este entró quitándose el abrigo y se detuvo buscando a alguien con la mirada, luego miró la hora en el reloj de muñeca y suspiró al tiempo que se encaminaba a la barra.

-Póngame un rioja. Crianza, por favor.

A su espalda un hombre alto vestido de sport con camiseta negra y vaqueros le palmeó la espalda

-No has cambiado gallego, siempre sacando el corazón por la boca a la gente. Un día de éstos matarás a alguien de un infarto, te lo aseguro.

-Eres puntual, pero dime: ¿de quién es ese Audi tan hortera que tienes aparcado ahí fuera?

- Ni me lo nombres…Es el regalo de mi secretaria- carraspeó y continuó hablando-. Éste fin de semana, es decir, ahora mismo tendría que estar de camino a la sierra, donde sé que me espera solo con la ropa interior que le he comprado ésta mañana.
-No te entretendré demasiado Don Juan… - Ambos reían.

-Vamos, la mesa nos espera; el reservado de siempre.

- Buena elección, amigo.

-Camarero, tráiganos una botella de setecientos monjes gran reserva del noventa y cuatro al reservado por favor, y dígale al metre que puede empezar a servir la cena.

-Coño gallego, éstas en todo ¿has elegido por mí?

- Si no te conociera, Fidel, tampoco sabría que ese es el vino que utilizas para impresionar a las damas, en cuanto al menú, el metre nos ha recomendado un menú degustación que lejos hacerte llegar pesado a la cita, te hará llegar con bríos desconocidos.

Pasaron al reservado y cenaron bebiendo una segunda botella de ese caldo. En los postre, y tras la explicación pormenorizada de los planes, Raymod Gotié también Álvaro Pazos le miró de forma incisiva.

-bueno, ahora te toca mover a tí...

-¿Cómo sabes que no iré al holandés con el cuento para ganarme su favor?

-Porque perderías un amigo y acabarías muerto en ese apartamento de la sierra. Pero sobre todo, porque en juego hay un pastel tan sabroso que un tiburón como tú, no dejaría pasar. Y si todo eso no te convence, sé que joder al holandés ha sido tu sueño desde que te conozco, y largando el cuento, no solo serias menos rico, sino el hombre que le hará feliz a él.

-Joder, pareces mi mujer, que bien me conoces…Empiezo a pensar que te subestimamos todos gallego. Me place pisar el negocio del holandés, pero el riesgo encarece el precio. Ésta vez será del…

- No me vengas con cuentas Fidel, el precio no lo discuto nunca y lo sabes. Necesito un nuevo nombre, australiano y a ser posible que no sea de un muerto como la última vez. También treinta mil euros por adelantado en mi cuenta de las caimán. Esa la conoces.

-Bien , no es problema, el martes lo tendrás, pásate por el despacho a recoger el pasaporte

-no, nos veremos aquí. Además tu despacho y los teléfonos están vigilados y hasta puede que también lo esté tu casa-

-Eso no puede ser. Yo tomo mis precauciones.

- Bueno, no es seguro y de ser cierto estarán en la fontana cerca de sol esperando como idiotas.

-¡Claro! No había caído. Solo tú y yo llamamos así a Casa Iñaxio.

-Si todo sale bien, Fidel, ésta será el último trabajo que realice.

-Terminar a lo grande y cortarse la coleta, como los toreros. Es un pastel muy gordo, yo también lo haría, pero no estoy solo como tú. Oye, ¿y esa chochito que iba contigo la última vez?

-Ella jugaba a dos bandas, la terminé.

-Vale, siento haber preguntado. Tú eres de los que se enamora gallego y eso no es bueno en vuestro oficio.

- Mi oficio es la mar, esto solo es para pagar facturas.

-¡Que jodido! Ya no quedan tipos como tú en el negocio, si piensa en volver a trabajar alguna vez cuenta conmigo, me hace falta un socio.

-Yo trabajo siempre solo, pero agradezco el cumplido. Entonces el martes nos veremos, no me llames, lo haré yo. Cuando lo tenga te llamaré y en ésta misma mesa te diré cómo y dónde podrás recogerlo.

Ambos sellaron el acuerdo con un apretón de manos y se despidieron.
La noche era fría pero con el vapor del vino ni se inmutó. Caminó por la avenida durante largo tiempo con la cabeza muy lejos de allí. En su mente ordenaba los acontecimientos y maldecía. Todo podría haber sido de otra manera pero siempre le tocaba bailar con la más fea. De pronto se paró, observó a su alrededor: la calle era un hervidero de vida y luces de neón. La ciudad celebraba la llegada del descanso semanal, unas jóvenes se cruzaron con él;reían. Ajeno al mundo, suspiró y continuó caminando.


Los apartamentos Monte casino estaban algo alejados del centro de la ciudad, pero no demasiado. Era un barrio residencial y tranquilo donde la gente ni se conoce. Álvaro pulsó el timbre de la recepción y la puerta se abrió al instante.

-Estamos completos señor- mentía la recepcionista.

-Seguramente, pero yo tengo reserva a nombre del señor Patrick Basterra.
La recepcionista comprobó en el ordenador y articulando una sonrisa asintió con la cabeza.

-Si, así es, disculpe. A estas horas no admitimos clientes. Su habitación es la Doscientos seis, como siempre señor Basterra, bienvenido de nuevo

-Claro sobre todo si no van de traje, pensó para sí.- Bien, que me despierten a las seis y diez.

La habitación era espaciosa, situado en la segunda planta del edificio. Contaba con una pequeña cocina, salón amplio dormitorio con cuarto de baño y vestidor. La terraza daba a la piscina que ahora por ser invierno nadie utilizaba, pero él si.


A la hora señalada sonó el teléfono de la habitación. Era el recepcionista.

-Buenos días Señor Basterra, son las seis y diez.

-Gracias, muy amable. Necesitaré un coche de alquiler para ésta mañana, ¿puede gestionarme usted los trámites?

-Desde luego, señor, con mucho gusto.

-Bien avíseme cuando llegue, gracias nuevamente.

-No hay de por qué, señor, para eso estamos.


Con el albornoz del aparta-hotel bajo a la piscina. Todo estaba dormido, incluso el agua inmóvil parecía dormitar ajena a la brisa fría de la mañana. Sin hacer ruido se introdujo en las aguas gélidas rompiendo su quietud. Ese era el mejor momento del día. Largo tras largo apartando las aguas con las manos para avanzar, solo concentrado en respirar acompasando los movimientos. El ritmo en la cadencia regular de inspiración y expiración bajo el agua donde todo es silencio y latidos de corazón. Cuando uno nada, se aleja del mundo y regresa al interior donde la voz del yo puede oírse tan clara como se ve la luz de la mañana en los días claros.
Tras una hora de ejercicio subió a la habitación donde le esperaba una ducha tibia y relajante de diez minutos exactos, luego el desayuno a base de zumo de naranja, un té humeante con una nube de leche fía y un par o tres piezas de fruta.
Eran las ocho y media cuando descolgó el teléfono de la habitación, y tras pulsar el cero marcó un número sin dudar.

-¿Dígame? Contestó una mujer extrañada al otro lado.

-Buenos días ¿está su marido?

- si, espere que le aviso, no cuelgue, ¿de parte de quien?
-Raymond Gotié

-Buenos días, Raymond. Esperaba su llamada. Le dije a mi mujer: ese chico es de ley, llamará, ya lo verás.

-Pues no sé qué decirle, digamos que tengo palabra. Quiero proponerle algo: le compro el barco. Bueno se lo compra un amigo mío australiano, pero eso ya se lo explicaré en persona, es muy largo de contar.

-Por todos los diablos… Me dejas frío. Realmente no está en venta. Déjeme pensarlo, deshacerme de él no va a ser fácil, muchas horas de trabajo, es como mi hijo ¿sabe?

-Claro, lo sé Joaquín, no hay prisa. Quizá por eso mismo lo quiero comprar: es un barco con historia que ha sido mimado por manos sabias y hechas a la mar. Desde luego estará en buenas manos. Por el papeleo no te preocupes, yo me encargo de todo.

-Entonces, ¿lo alquilas para el viernes?

-Si, desde luego, eso no cambia, el viernes a las ocho en la dársena, dinero en mano, como acordamos.

-Vale, bueno, pensaré en la oferta. Si, lo pensaré, hasta el viernes.






Aquella tarde el calor había sido insoportable y para colmo de males el aire acondicionado se había estropeado. La persiana de la oficina comenzó a bajar lentamente mientras el motor hacía chirriar los goznes metálicos como el rastrel de un castillo de película. Ahora el sol, antes de declinar detrás de los edificios, en agónico estertor doraba el banco de la pequeña plaza junto a la fuente donde jugaban unos niños. Por un momento ella se dejó cegar por el astro como queriendo absorber los últimos haces de luz y cuando abrió nuevamente los ojos lo vio: sobre la madera ajada por la lluvia y el sol una rosa envuelta en celofán transparente dormía abandonada encima de una hoja carmesí. Quizá una imagen, un gesto, un mirada sirvan para alegrar un día aciago y por eso ella comenzó a sonreír. Mientras se iba acercando su corazón descarrilado amenazaba con salirse del pecho y solo la estrechez de la boca impedía que se saliese por ella. Con manos temblorosas asió la rosa, se la acercó a su tímida nariz para impregnarse de la fragancia; luego como espoleada por una voz interior comenzó a buscar con la mirada en derredor suyo. Nada. No había más que niños felices jugando a salpicarse con el agua clara de la fuente que el sol irisaba con dulce fulgor. Sus ojos se precipitaron sobre la hoja. Estaba cuidadosamente doblada en cuatro tramos idénticos como si fuese un acordeón pequeñito con el fuelle desplegado. La tomó en su mano, y sin atreverse a leerla, la apretó contra su pecho.

Fue en ese momento cuando las piernas dejaron de sujetarla y tuvo que sentarse. Todo temblaba: temblaba la vida sobre la acera dorada, los árboles y sus delgadas ramas, temblaba el corazón en el pecho que subía y bajaba inquieto, Por fin leyó la nota y las letras se empeñaban en brincar cambiando de línea, desordenando las frases a su antojo. Con un suspiro las aquietó y pudo descifrar en parte su contenido: volvían a moverse. En el final se instaló el comienzo y quiso ser un bucle para poderse aprender aquellas frases entrecomilladas.
¿Era posible que todavía hubiera románticos? No. El acero de sus ojos escrutó la carta, leyó despacio, pero si. Si, y si mil veces si. Latía con fuerza todo: la fuente, los niños, las baldosa de la acera. Aquello era cierto. La realidad la pertenecía por una vez ¿por qué si no un hombre iba a tomarse aquellas molestias? pero ¿y si era solo el escenario de una obra de teatro? A ella le gustaba el teatro y la ópera, aunque nunca iba, quizá por eso se absolvió concediéndose el pecado. No, no había pecado en ello: era sólo un espejo que rompía la rutina. Por una vez ataría al miedo. Leyó de nuevo, ahora en alto, como para confirmar que aquellas letras eran una realidad plausible:

“ Al sur, por la calle que baja hacia el puerto lleva el camino que muere en la mar. Allí en el embarcadero un velero aguarda amarrado tu llegada. No pierdas la rosa, ni ésta carta, pues sólo ellas habrán de concederte la entrada franca a la mar”
Dársena 13 “ Selene”
Patrick B.

-¿Señorita se encuentra bien? Dijo el niño rubio que la miraba con los ojos abiertos como ventanas al alma.

-Si cielo, nunca he estado mejor- y con su mano acarició la barbilla de aquel niño que quizá, solo quizá, fuera otra señal de esos dioses imaginarios que adoran los hombres con miedo a la vida.

Apenas quince minutos caminando la separaban del puerto y mientras se acercaba a él iba imaginando la escena. En ella Patrick vestido con aquellos pantalones arena de lino, la camisa marrón sin abotonar en la cubierta de un gran velero de película. Por algún motivo todo estaba en blanco y negro salvo él. Las luces de la tarde dorando la mar, su cabello recogido en una coleta brillando y aquellos ojos glaucos desnudándola con deseo.

Justo cuando sus pies pisaron la tablazón de la dársena se percató de su apariencia. Se detuvo en seco ¿Qué clase de chica acude a la primera cita con el pantalón pitillo negro, la camisa y el fular en el cuello de la ropa de trabajo? Quiso desaparecer y que la mar tragase su cuerpo. Apenas unas hebras de perfume, de rímel y el gloss de labios de la mañana eran todo su patrimonio. Apunto de la lágrima, hubiera matado por cualquiera de las prendas que en su armario dormían olvidadas. No, así no. Pero se no se negó a si mima. El sabría ver lo esencial y si no, nada iba a importarle.

Con la carta en una mano y la rosa en la otra, con el bolso negro sujeto con el antebrazo al cuerpo fue clavando la vista en los números pintados que nacían desde el uno indicando el pantalán, recorrió las tablas flotantes hasta llegar al número fatal. Nunca había sido supersticiosa y por eso no le importó lo más mínimo aquel presagio, que por otra parte quizá, solo quizá era un augurio de tiempos sin duda mejores: el futuro siempre ha de serlo.

Un hombre de gesto adusto la observaba desde un yate pintado en blanco.

-Señorita, ¿sabe leer?- dijo señalando un cartel oxidado.

De pronto una voz salida de entre los mástiles dormidos de un velero tronó, y el fulgor de un cielo sin sol dorado en naranjas pareció cobrar vida en el horizonte. De pie, erguido sobre el mayor un hombre alto como la cima de una montaña, aferraba un cabo con su mano de estribor.

-Si, ella sabe leer perfectamente, ahora lea mis labios: métase en sus asuntos o tendré que meterme yo en los suyos.

Por un momento pareció como si el cabo que sujetaba entre las manos crujiese e incluso la mar que acunaba los barcos quedó quieta. El hombre miró evaluando la situación y por fin desapareció murmurando con la cabeza gacha bajo la cubierta de su embarcación.

-Veo que traes el salvo conducto, Mar…

Ella agitó ambas manos enarcando una sonrisa

-Pero hay un problema: no sé nadar.

-Por eso no te preocupes, no pienso hundir el velero, mas si tienes tiempo, quizá pueda enseñarte a hacerlo.

Entonces de un salto llegó hasta ella y tomándola en sus brazos subieron a la embarcación.



El cielo era una amalgama de añiles que avanzaba hacia el poniente donde los últimos vestigios del astro moribundo aún reinaban. El Selene navega impulsado por el lento motor de gasoil y desaparecido el espigón con su baliza luminosa, Patrick dejo el timón en las manos inexpertas de su acompañante.





-Cargar velas es todo un arte,- decía Patrick mientras izaba la de génova en el velero- ahora que la tecnología nos ayuda, un solo hombre puede gobernar una embarcación. Es un acto de egoísmo que nos empobrece miserablemente. La mar siempre ha requerido de manos que se aúnen en la misma dirección, como la vida que sin duda es como un barco. Antaño los tripulantes de un barco llegaban a ser no solo hermanos de mar y tormentas, sino que en tierra, los vínculos permanecían invariables con el paso de los años. Yo navegué con fulano, y dicho ésto, un silencio que penetraba la sangre, se hacía. Una nube pasaba por los ojos de los hombres y todos comprendían la renuncia que muchas veces- casi todas- es la mar. Se dependía del compañero para todo, en los momentos de ocio se trenzaban el cabello en la cubierta- siempre largo hasta que la moda cambió-, pero la mar nunca está quieta. Se aprendía del veterano y sus muchos días de mar, observando las olas, las nubes, el cielo rojo del amanecer. Hoy nos conformamos con mirar la pantalla de tal o cual instrumento creyendo que todo depende de los números, coordenadas, vectores.

-¿Tu padre era marinero Patrick? Dijo ella aferrándose a la rueda tal y como le había indicado él. Un sentimiento de bienestar le recorrió el cuerpo: la brisa en el cabello, el aire impregnado de sal, la noche cerniéndose sobre ellos con sus miles de estrellas. La vida puede ser maravillosa a veces.

- Ni siquiera le gustaba el mar. Vivió toda su vida encerrado en el terruño pobre y hostil de una hacienda alquilada a un señorito. Decía que si dios, su dios cristiano, hubiera querido que nos adentráramos en él, nos habría dotado de agallas como a los peces.

-Entonces, ¿de dónde nace tu amor a las velas y los barcos?

-De los libros. Allí entre sus páginas navegué por los mares que otros habían imaginado o vivido, un buen día decidí comprobar si todo aquello que los personajes sentían acerca de la mar era cierto. No me defraudaron. Era aún mejor que lo que el autor más pródigo en descripciones pueda llevar al papel.

-¿Has navegado mucho?

-En un tiempo fui marinero, pero se gana más si eres tú el que dirige el barco, por eso me saqué el título entre faena y faena. Éste es mi sueño Mar, el Selene.

-¿De verdad es tuyo este barco? No me estarás engañando para impresionarme.

-Aun no lo es, pero eso solo es cuestión de tiempo. El dueño no sabía que iba a vendérmelo. En cuanto a lo otro, sino te he impresionado ya, es que no sé hacerlo. Soy lo que has visto: un hombre sencillo que vive de sueños.

-Pero los sueños no se comen Patrick…

-¿Quién te ha dicho eso? Son el alimento del alma y sin ellos caminaríamos como muertos por la vida. Algunos hacen que sus sueños no solo nutran su espíritu sino también la carne y la materia. Hubo sueños que alimentaron familias.

-Me gusta como hablas, Patrick. Háblame así durante toda la noche, quiero empaparme de ti.

Él se acercó y abrazándola por detrás puso sus manos encima de las de ella en el timón.

-Te hablaré y no solo así sino con mis silencios para que sepas que no todo se dice con palabras.


En aquel momento ella quiso soltarse del timón y besarlo. Quiso que él la amara sobre la cubierta de aquel barco. Llenarse de su esencia hasta doler, sorber su aliento, derramarse en él; pero él no la soltó y siguieron navegando con estruendo de los latidos bajo la piel mientras la respiración se aceleraba vertiginosamente al tiempo que cientos de mariposas arañaban el vientre. En aquel momento ella supo que ya no podría vivir sin aquellos brazos.



En el horizonte se remarcaban en azabache las oscuras rocas de la costa. La mar de cobalto era ahora una sábana ondulada de tinieblas donde la brisa pintaba en plata las crestas de las olas que morían en la lejanía. Patrick giró bruscamente la rueda del timón y haciendo gualdrapear la vela, puso la embarcación en facha; luego accionó el conmutador y el ancla se hundió en las oscuras aguas. Con los ojos clavados en los de ella la desnudó despacio deteniéndose en cada pliegue, besando cada centímetro que la ropa había dejado al descubierto. Hubo temblor de labios, de miembros, temblaron los besos y las caricias hasta que en una vorágine frenética se abrazaron salvajemente. Ella lo desnudó arrancándole la ropa y desnudos los dos sobre la cubierta se amaron tan despacio que cada suspiro parecía congelar el cielo estrellado de la noche.



Yacían abrazados cuando él se levantó y ante los brillantes ojos de ella se calzó un traje de neopreno.

-tengo que abandonarte por una par de horas, cuando regrese te contaré una historia y entonces tendrás que decidir.

-Estas casado ¿verdad?- dijo una voz fría que ella misma no reconoció como suya.

-No seas tonta. No es eso y lo sabes. Puede que te guste lo voy a proponerte, pero tendrás que esperarme para saber.

-Te esperaré, pero no tardes o tendré que ir a buscarte.- Una sonrisa iluminó su rostro



El tiempo que hasta ese instante había volado empezó a arrastrarse y cada minuto era un tormento eterno que se demoraba. Ella bajó al camarote y sin quererlo se encontró curioseando cada recoveco del escritorio. Encontró cartas náuticas, viejas fotografías en blanco y negro de un niño delgado y alto con mirada cetrina, postales antiguas, un libro de poemas dedicado: para Álvaro con amor. Mamá; una guía de viajes de Australia, una agenda que no era una agenda donde todo estaba escrito en clave y un portarretratos con una fotografía reciente y rota donde el brazo seccionado de alguien lo abrazaba por la cintura, de fondo la silueta de un faro estaba difuminada. De la repisa junto a la cama tomó un libro de tapas azules: “relatos del gran lobo gris” y encendiendo el flexo se puso a leer desnuda sobre la cama.




Patrick llegó a la cubierta cansado con algo bajo el brazo, y desprendiéndose del traje de neopreno y las botellas, fue al camarote. La luz estaba encendida en la habitación y mar desapercibida de su llegada leía un libro. La luz del flexo caía sobre los pequeños pechos iluminando su forma. Las piernas recogidas sostenían el libro con ayuda de las manos y en la sombra umbría se adivinaba el sexo desnudo. Un mechón rebelde fugado del recogido del cabello se precipitaba sobre el rostro y de vez en cuando ella lo hacía elevarse al resoplar. Era hermosa. Así, concentrada en la lectura, su gesto se relajaba hasta parecer una niña feliz, pero era la profundidad de los ojos de café lo que más le desconcertaba: su mirada era asfalto y solo raras veces se deshacía en ternura. La primera vez que se miró en ellos, en aquella tienda de alquiler, sintió una espada atravesar su costado y cuando mantuvo la mirada, ella soportó el frio de sus ojos albos. No era frecuente. Con todo, había una pena encerrado en ellos: una tristeza semejante a las estatuas del cementerio de su pueblo natal junto al mar. En ellos podía leerse el viejo código de la verdad que encerrada entre amenazantes espadas destacando como la luz en la noche. Por aquella razón algo en su interior le decía que debía ser sincero y en vez de jugar a ciegas le enseñara el tablero de juego y todas las formas que en él lidiaban.
Aún mojado, se tumbó junto a ella y en su regazo depositó un porta láminas estanco con cierre de rosca hermético. Ella lo miró con sorpresa y sin prestar atención al objeto le abrazó. Sus pechos acariciaron el torso desnudo de él mientras las manos de ella jugaban a recorrer la cintura. Una de ellas penetró en la sombra de los muslos de piedra al tiempo que su boca aprisionaba el labio inferior de él.

-¿No vas a abrirlo? Dijo él aun con el labio aprisionado

-Puede…Pero primero quiero que sepas cuán sola me has dejado aquí.- dijo iniciando el lento juego del amor. Él se dejó hacer.


La noche pronto echó el cierre y en el horizonte fueron apareciendo tímidos rayos de sol. Agarrados al edredón salieron a la cubierta del Selene y abrazados se sentaron en la popa en silencio. La luz de la mañana lamía la mar y la embarcación y en el cielo las nubes se pintaban de carmín.


-Si te tocara la lotería, mar ¿qué harías con el dinero del premio? Dijo de pronto él
-No sé, viajar supongo. Vivir sin ataduras ni anclas. Una parte sería para que nada faltase a mis padres ¿y tú?

-Yo nunca juego con el azar, pero haría lo mismo que voy a proponerte: Dos personas, un barco, un perro, quizá un niño, la mar sin lujos ni diamantes. Ver la salida del sol a diario y en el ocaso despedir al astro.

-¿Es eso lo que hay en el porta láminas? ¿Lotería?

-En cierta forma si. Es el billete de ida a una vida sin trabajo, donde seremos nuestros propios jefes dedicándonos a aquello que de verdad nos mueve.

-¿Por qué yo?

- ¿Y por qué no ibas a ser tú?. Solo di sí o no.

-No te conozco … Tengo que pensarlo.

-El barco zarpa mañana al amanecer. No puedo quedarme más.

-Lo entiendo, espero que tú me comprendas a mí.

-Claro, no te preocupes.


El Selene arribó al muelle despacio impulsado por el pequeño motor intra borda. Mientras amarraban la nave una gaviota se posó en la proa y los rayos del sol bañaron su cuerpo. Mar con el pelo húmedo de la ducha se puso las gafas de sol. Por un momento ambos se miraron y sin decirse nada asintieron al tiempo. Él la observó mientras se alejaba por el muelle, luego tomo el celular y comenzó una mañana llena de llamadas, visita a dos oficinas bancarias y un notario.

-Si ¿dígame?

-Ya está hecho. Busca comprador sin obviar al antiguo dueño, puede que quiera entrar en la puja. Te envío una foto con el Financial times de hoy.

-De acuerdo gallego, cuídate, tu cabeza es valiosa. Te buscan.

-Tranquilo, déjalo de mi cuenta. Te volveré a llamar.


La brisa de la tarde hacia que el cable del mástil sin bandera golpease contra éste de forma regular. Un hombre de sombrero blanco ojeaba la prensa internacional, a su lado una mujer en traje de baño tomaba el sol en la cubierta. Junto a la escalerilla del yate dos hombres de traje oscuro y gafas de sol estaban alertas. En ese mismo muelle pero a varios cables de distancia un hombre con traje de buzo se tiraba al agua para revisar los fondos de una embarcación.

-¿Se sabe algo de ese mal nacido?

-Nada.- Dijo un hombre delgado y pálido de traje gris.
-Maldito. ¿los barcos siguen vigilados?

- Si, pero no ha habido movimiento en los últimos días.

-Demasiado listo. Soltad a la puta, pero que antes le den un escarmiento, ya no nos sirve de nada. El pájaro ha volado. Seguid al abogado, tarde o temprano los tendremos a los dos.

-Es peligroso. El madrileño tiene contactos muy fuertes.

-Eso ya lo sé. Esto es personal.

-Arriesgas mucho en esto, pero se hará lo que dices.

-¡Espera! En esa motora de ahí.

-¿Cuál?


Un hombre alto les saludaba desde una pequeña embarcación neumática que se dirigía a la bocana del puerto deportivo.
En ese instante una terrible explosión los catapultó sobre las aguas verdosas del puerto envuelto en llamas y herido de muerte el yate se escoró haciendo que las llamas lamieran el pantalán. En la dársena los hombres de traje yacían de rodillas aturdidos por la deflagración cuando una segunda explosión les sobre cogió de nuevo tirándolos al suelo. El yate se había hundido dejando un reguero de combustible en llamas y trozos de fibra blanca flotando sobre la mar. Numerosas personas de los otros barcos acudieron en su ayuda pero solo pudieron sacar del agua tres cuerpos mutilados por la violencia explosiva.




En el Selene, un hombre izaba la bandera australiana sobre el mástil de popa y poniéndose las gafas de sol de diadema miró el reloj. El puerto estaba en silencio y solo se oía el tintineo de los cabos sobre los mástiles de los barcos amarrados que dormían en la dársena de madera. De lejos llegó el rumor del viejo reloj de la catedral dando la hora y un sol tímido empezaba a despuntar sobre la mar en la frontera en llamas del horizonte.

Con parsimonia recogió las amarras dejándolas en la batayola junto a la popa y accionando el interruptor, el motor de gasoil comenzó a ronronear bajo sus pies. El hombre se caló una gorra griega de marinero y volviendo la cabeza hacia la ciudad comenzó a mover la palanca: avante despacio.

Justo en ese momento la figura de una mujer aparecía en la dársena arrastrando una maleta naranja con ruedas. El viento ceñía el vestido blanco a su cuerpo remarcando la silueta, Entonces abortando la maniobra caló el motor y de un salto amarró nuevamente el velero al pantalán.

-¿Aún llego a tiempo? Dijo ella saludando con la mano.

-Desde luego, el tiempo es nuestro.- Sabía que vendrías dijo para sí y
sonrió. Todo comienza de nuevo.