miércoles, 23 de diciembre de 2009

La noche antes de navidad.


Era la noche antes de navidad y el viento frio recorría las calles que dormían quietas debajo de la sábana blanca. Desde el occidente vino desgarrador el aullido de un lobo solitario, rompiendo la noche que la luna mordida iluminaba. Los tejados hacían de espejo a la durmiente del cielo, asomada entre girones de nubes oscuras que cabalgaban en silencio. Una figura alta reptaba entre las sombras y con leves pasos sin huella llegó hasta la entrada.
De pronto sonó como si alguien llamase levemente a la puerta ( *) y una candela se encendió en el interior de la casa. Desde la segunda planta danzaba por entre las ventanas envueltas en visillos, hasta desaparecer un instante, en el cual, el sonido de los peldaños de la escalera tomó protagonismo y fueron las rendijas de la puerta quienes avisaron de su presencia en la planta baja. Los goznes de la vieja puerta resonaron en la noche quieta y la luz corrió a alumbrar la nieve que dormía en el jardín.

Ernest miró hacia un lado, luego hacia el contario, se asomó a la noche haciendo crujir la nieve. Nadie.

-¿Hay alguien ahí?

Tan solo el silencio contestó la pregunta haciendo silbar al viento.

-Paparruchas, dijo para sí y cerrando la puerta, extinguió la luz que iluminaba la entrada.

Ernest subió despacio las escaleras apoyándose en la balaustrada fría y avanzando por el pasillo alargado llegó hasta la alcoba donde la cama abría sus brazos. Con un leve soplido asesinó la llama del farol y tras unos momentos oscuros, volvió a reinar la luna que entraba de puntillas por la ventana de la habitación. Ernest cerró los ojos y se arrebujó entre las mantas buscando el calor entre el tacto de las sábanas.

- No puedes esconderte…

Una voz grave resonó entre las paredes haciendo abrir de par en par los ojos a Ernest . Como el viento frio de la noche meciendo las ramas de un árbol, así temblaba la mano que asiendo el fósforo encendió la candela. Un haz de luz hizo cobrar vida a las sombras de los muebles que la luna dibujaba y con la mirada atenta pudo ver que nuevamente no había nadie allí.


-No creo en los fantasmas, a si que, sal de donde te escondes, voz del averno- grito a las sombras alargadas que proyectaba la vela por el cuarto.

Tras unos segundos de silencio de fosa, otra vez la voz resonó poderosa.

-Si no crees, ¿por qué los mentas? -Y su risa llenó la estancia.

-No tiene gracia ninguna y si no se marcha, llamaré a la policía-

-¿Eso es lo que quieres? – Dijo la voz- Llama, y veremos como, si acaso vienen, se ríen de ti, viejo loco.

-¿Quién eres? Sal y muéstrate para que te vea, voz del infierno.

-No puedo mostrarme, pero tú ya sabes quién soy.

-Mientes…

-¡Calla necio! Me conoces y sabes de mí, pero hace tiempo que no escuchas. Quizá ya no escuches a nadie más que a tu propia opinión de las cosas y aun así sabes que mi silencio no te da la razón.

-¿Qué quieres de mí? Y su voz desencajada se quebró por el miedo.

-Ya lo sabes. Guarda silencio y escucha tu temor:


Voy a relatarte todo aquello a lo que cierras los ojos durante el día, en ese mundo que has fabricado a tu imagen y semejanza egoísta. Ese mundo que gira en torno al eje hipócrita que da vueltas sobre los mismos momentos que atesoras en la inventada memoria. Tus sueños te traicionan al hacer defección tú de ellos, cuando al alcance de la mano los tienes. Todas esas palabras que nacen y nunca ven la luz amable del día, poco a poco van haciendo mella en los que te rodean y uno a uno aparta la vista de tus pocas sonrisas y demasiado orgullo adusto. Tú no lo ves, pero en la tierra mortal viven personas que se acercan a tu puerta cerrada y claman amor. Todo ese amor que dejas morir en la alacena que espera a los que nunca vendrán a recogerlo, pues tu mismo los echaste para siempre de tu vida solitaria.
Una tarde me olvidaste en aquel banco de la alameda, ¿te acuerdas? Fue hace mucho tiempo cuando eras joven y tenias sueños. Desde luego, pero ahora bloqueas esos sentimientos antes de que florezcan en la memoria. Crees que sentado en tu trono de dinero eres más respetado que el resto. Qué tan solo somos lo que podemos comprar, pues todo tiene precio.
Tú, como el mundo superficial en el que habitas, miras con indiferencia las flores que crecen silvestres, los rayos de sol que doran las tardes generosas. La mar azul que se amolda a los barcos que navegan libres por su seno cambiante. Desprecias el garabato de un niño que dibuja sentado en el suelo, como te irritan las sonrisas y los jolgorios de juegos que, ajenos a lo material, suceden en el parque. Todo lo gratis, lo intangible, lo iluso, es para ti azufre y sal que recorren el cuerpo llagado por la avaricia. ¿Cuándo fue la última vez que regalaste?

-Basta. Eso no soy yo. El mundo es así. Yo no puedo cambiarlo, tan solo me adapto. En estas fechas siempre regalo, mira las facturas que guardo en la cartera. Allí están todos los regalos que he hecho y son muchos los que se benefician de mi generosidad…

-¿Ves lo que digo? Levantas un muro de auto condescendencia, observas tu ombligo con adoración y culpas a los que no son tú: ser perfecto y generoso. Mientes cuando hablas y en tu boca la palabra generosidad es hedionda y austera. Colonia, flores, ropa de cama, juguetes de moda. Eso es lo que regalas, éste y todos los años, en permutaciones ordenadas. Desconoces los deseos de los regalados, porque no tienes tiempo de buscar en tu alma un momento para los demás. La observación de los que no son tú. Las preguntas que se harán, los miedos que los acosan, las necesidades de abrazo, el calor de la conversación desinteresada.
Puedes recitar sus usos y costumbres, pero estás ciego para lo que acontece dentro de la piel, todo aquello que mueve la fibra sensible, lo que les hace llorar. Para ti las lágrimas son solo los síntomas débiles del mundo. Ese mundo bárbaro y despiadado de letras de cambio y billetes de banco. De Cheques al portador, hipotecas, obligaciones y tesoros en acciones. Berlinas, yates y casas de campo, vacaciones en paraísos, solo para unos pocos, pues cuanto menos hay de algo más valioso ha de ser. Y sin embargo se devalúan en tu mundo los sentimientos, cada vez más escasos. Cada vez más raros. Por eso, el triunfador está solo en su montaña solitaria. Ha perdido el contacto con el mundo y el de aquellos a los que llama familia. ¿Cuánto tiempo dedicas a interactuar con ellos? Las sobras de tu jornada laboral interminable, un domingo perdido que no hace tiempo para jugar al golf ni al tenis en sociedad. Todo está bajo control. Preciso, como el reloj suizo de tu muñeca y delimitado, como las horas que son marcadas por sus agujas de acero.


Ya no le importas a nadie. Solo eres la parte prescindible del dinero que amasaste en la vida.




El ruido de la alarma al reiniciarse lo despertó. Abrió los ojos asustado y vio como parpadeaban los dígitos del despertador de la mesilla. La luz de la mañana entraba a borbotones por la ventana tiñendo de color la estancia. Con el sudor frio bajando por la espalda se introdujo en la cabina de la ducha y programó una relajante cercana a los 37º que finalizaría a 22º para desentumecer y vigorizar los músculos. El albornoz con sus iniciales bordadas le recibió tibio y tras el vaho del espejo admiró su rostro juvenil a pesar de los años. Una a una fue aderezando su cuerpo con las prendas de su ropero: ropa interior de seda, camisa y corbata italianas, traje de confección inglesa a medida, zapatos castellanos y unas gotas de perfume francés sobre el cuello. En el garaje le esperaba dormido el vehículo del anuncio de televisión pero retocado en exclusividad para él, como todo. Al accionar la llave del mando a distancia los intermitentes relampaguearon salpicando con su luz anaranjada las paredes blancas, y Cuando a punto estaba de acomodarse en el asiento del conductor, una voz le habló congelando su respiración.

-No.Te equivocas. Sigo aquí y permaneceré en la sombra;reflejándome en el espejo que sólo tú puedes ver. Acudiendo a tus actos hipócritas. Pero ya no volverás a ser el mismo porque voy a coronarte con mi presencia incómoda.



Y la risa histérica dio paso al rugir del motor de doce cilindros en v, mientras la luz de la mañana entraba por la puerta levadiza de la estancia.

(*) by E.A.Poe.


Por el lobo que camina.

**Homenaje a CH. Dickens, por el lobo.

jueves, 17 de diciembre de 2009

Cuentame la guerra.



El niño se adentro en la alacena furtivamente y a oscuras acarició el objeto de su deseo. Su pequeña mano se deslizó por el frio metal hasta llegar al cerrojo, luego pasó la palma suave por la vieja madera oscurecida de la culata y cuando iba a empuñar el arma, la luz se encendió dando vida a los objetos que yacían en estanterías y suelo. El corazón acelerado por la emoción prohibida descarrilo, haciendo que la sangre dejara de acudir a los vasos sanguíneos y un ligero rielar de rodillas indicó, a la figura seria de la puerta, la proximidad de las lágrimas.
Asiendo de la mano y sin mediar palabra Tomás Lobo condujo a su nieto al pórtico de la casa, donde el sol apuntaba con sus rigores de estío al medio día. Ambos se sentaron en la fría piedra de un poyo protegidos por la sombra, que el balcón de la casa ofrecía. De una caja metálica, Tomás extrajo la picadura de ocres hojas de tabaco que su amigo holandés traía de estraperlo de allende los mares. La habilidad de la costumbre hacía que pudiera llenar la vieja pipa, sujeta a la mano de estribor, sin apenas mirarse aquellas manos ajadas que dejaban entrever una vida llena de trabajo y esfuerzo. Tomás se colocó la pipa en la boca y sacando un fósforo la encendió aspirando profundamente.

-¿sabes hijo? Debí deshacerme de ese viejo fusil hace años…

El humo de una bocanada voló por aire tórrido de la tarde formando un círculo perfecto que Damián siguió con la mirada hasta desintegrarse.

-yo…Yayo yo, solo quería…

-Ya hijo, lo sé. Esos chismes tienen atracción para vosotros, además con esa condenada caja tonta, que no hace más que mostraros a todas horas los usos violentos que los hombres hacen de ellas, no me extraña que acudieras a su reclamo.- bajando la mirada certera hasta encontrar los ojos acuosos del niño, sonrió levemente, luego clavó los ojos en el horizonte nuevamente y continuó hablando.

-Esos trastos no son nada buenos, ¿sabes? Cuando yo era niño, mi padre dejaba que tras las batidas de caza, limpiara la escopeta. Era un arma italiana de dos cañones, tal alta como yo por aquel entonces, algo así, como te pasa a ti con ese viejo trasto. Yo los veía cada domingo partir antes del alba con las realas de perros aullando, embutidos en abrigos, botas altas y gorros con orejeras. De haber podido entonces, habría ido con ellos a la gran aventura de la caza, por esos montes llenos de alimañas feroces que en los cuentos la abuela me contaba. No tu abuela, Damián, si no la mía, esa señora seria del cuadro de la sala.
Por aquel entonces yo jugaba a la conquista de España, que Don Severino el maestro, nos narraba en los días que el trabajo en el campo nos permitía ir. Modernos Mío Cid que escopeta en mano acaban con los moros, descreídos de Dios.

-Abuelo, ¿tú has disparado mucho la escopeta?

-Si, hijo, quizá demasiado. Pero deja que te siga hablando de aquellos días. Con el primer bigote pude acompañar a los hombres en las batidas, para llevar la bota y el almuerzo que nos preparaba la abuela antes de que nadie en la caso estuviera levantado. Yo bajaba en silencio y la ayudaba o simplemente me quedaba mirando cómo se multiplicaban sus manos sobre fogones sartenes y perolas. Ese día descubrí que la aventura que mi mente había imaginado, no era del todo agradable. Tras largas horas de avanzar penosamente por los bosques, ascendiendo collados para luego bajar y subirlos de nuevo y llegar a los solitarios puestos de caza, donde se te entumece el cuerpo y luego de la espera, ni siquiera saber si la presa que los perros azuzan pasará por allí. Ese día tuve suerte y el tío Aurelio junto al que me quedé, abatió una jabalina enorme.
La bestia corría desesperada entre los helechos hasta que la escopeta furiosa descerrajó dos tiros a bocajarro. Aun veo la cara peluda de sorpresa de aquel pobre bicho y como tras un chillido atroz que me heló la sangre, cayó desplomada sobre el frio barro. Detrás de ella iban tres pequeños rayones, ¿sabes? los cerditos salvajes cuando son crías tienen unas franjas oscuras en el lomo que los camufla con el entrono, por eso se les llama así. Tú tío que se presumía contento me miró pálido y cari acontecida no pudo más que confirmar la muerte del animal.

-Esto no está bien, Tomás, no está nada bien. – me dijo moviendo la cabeza a ambos lados.
Pero hubo suerte y entre los dos pudimos capturar las asustadas crías que pegados a la ensangrentada madre no paraban de chillar.

-.Aquellos rayones crecieron en el establo junto a las bestias y tu abuela, el tío y yo cuidamos de ellos. Para entonces, nos seguían como si fueran otro más de los perros. Muchos de los niños de la aldea, sé que nos tenían envidia por ello. Juancho, y lupita sobrevivieron al primer invierno y se hicieron fuertes y habilidosos. No había mejor guardián que ellos en toda la comarca y además encontraban sabrosas trufas para nosotros; un manjar que en la época solo estaba al alcance de los señoritos de ciudad a los que nosotros se las vendíamos a precio de oro. Ellos, mis amigos peludos, tuvieron la culpa de que yo aborrezca tanto las monterías. Aun puedo oír aquellos lamentos, ¿sabes Damián?

-Yo no quiero ser cazador yayo- dijo el niño muy serio- yo quiero ser soldado para ir a la guerra.

-Claro hijo, como todos los niños. Jugar a la guerra que se termina sola, sin muertos, ni el horror de que viene después.

La guerra hijo, es la peor de todas las cosas. Es lo más parecido al infierno que los curas predican los domingos en el púlpito. Un lugar oscuro y frio donde los hombres dejan de serlo y se convierten en demonios, peores que las alimañas para el sembrado.

-¿Abuelo tú fuiste a la guerra?-el niño lo miraba con ojos chispeantes y ávidos de saber

-Si hijo mío, si. Estuve en la peor de todas: la que se celebra entre hermanos. Entre hijos y padres. Vecinos contra vecinos. Una guerra de fanáticas envidias, donde los buenos se confunden con los malos hasta el sub realismo, porque ninguna idea que mata es buena.
La guerra es hambre para el que lucha, es miseria y muerte. Roba a los hombres lo único que tienen: la vida, para enriquecer a uno pocos. En la guerra solo luchan los pobres y los enfermos de sangre, que creen en las mentiras que los promotores de guante blanco fabrican, a sabiendas de que ellos gobernaran el caos que acontecerá después. A algunos les sorprende sin querer y se ven abocados a luchar a la fuerza a riesgo de que lo maten los partidarios de uno u otro bando. Porque, hijo, lo peor que puede hacerse si llega la guerra es permanecer neutral. Se ha de pertenecer por fuerza a un bando y sin embargo los países que permanecen pacíficos se hacen ricos.
Cuando estalló la guerra, los que pudieron y tuvieron medio para hacerlo, viajaron al extranjero con los bienes que pudieron sacar del país. Los pobres no teníamos más remedio que quedarnos, amarrados al terruño que nos vio nacer. Los más aguerridos no tardaron en hacerse voluntarios e incluso llegaron idealistas de otros países a combatir no sé qué doctrina. Yo nunca agradeceré suficiente a la abuela que me ensañara a cocinar. ¿Sabes? Al principio todos me tenían por un ser extraño y afeminado siempre enfrascado en los libros de mar y viajes, incluso los mozos del pueblo, pero al llamarnos a filas, ellos portaron fusiles como el de la alacena y yo, tu abuelo, las perolas y el cucharon de madera. En la guerra se ha de comer y posiblemente el soldado sea el que más hambre pase de todos, sobre todo si está en el bando perdedor. En la cocina uno aprende a ver la verdadera naturaleza de los hombres. Hay algunos que tienen el corazón oscuro como la noche, hijo, y sin embargo hay otros que pasando ellos hambre, comparten generosamente lo que tienen sin atesorar para el mañana su riqueza, pero esa nobleza no la da la guerra, sino que la roba.
Lejos de los brillantes uniformes y medallas, de los desfiles y la arenga general, la guerra, es oscuridad. La guerra transforma todo lo bueno que somos y lo podríamos llegar a ser en maldad y egoísmo. Lejos de banderas en el frente se combate por y para sobrevivir un día más. Para poder ver de nuevo a los seres queridos. Es allí donde uno aprende a apreciar el abrazo de los amigos, el calor tierno de las miradas de aquellos que nos aman. El vuelo de una paloma, la gota de lluvia que moja despacio la tierra. Uno ve la vida como algo vivo realmente, algo que se mueve dentro de nosotros y nos empuja al abrazo.

-Entonces yayo, ¿tú no has matado en la guerra?

No hijo. Ni una sola bala ha salido nunca de ese fusil para matar a nadie. Con él cazaba animales en los bosques y así poder sobrevivir; pues el rancho que los altos jefes dan a los soldados, hijo, es la peor de las comidas. La más pobre de las recompensas a quienes darán su vida. Mientras ellos en su reservado comedor beben y engordan, en el frente se pasa hambre y sed. Pero el abuelo hacía sopas de raíces, estofado de cualquier animal condimentado con cualquier clase de hierba aromática que pudiera recoger en las cercanías, pues en la guerra uno come lo que puede sin pensar en nada más. El espliego, el tomillo, la hierba buena… Pero a pesar de no haber disparado nunca contra un ser humano, hijo, he mirado de cerca a la muerte.
Por las mañanas antes de los combates, veía reír a los hombres y bromear, pero a las noches, si miraba con atención, ya no veía los mismos rostros alegres. Muchas de esas caras desaparecían para siempre, y otras nuevas las sustituían. En los días sin batallas, había momentos que alguien recordaba alguna anécdota divertida y todos reíamos hasta caer en la cuenta que los protagonistas ya nunca más volverían de la guerra. Eso, hijo, es lo más duro. Es lo que nos quita la guerra. Al hermano, al amigo, al desconocido que sería nuestro camarada de no mediar las fronteras inventadas que nos separan. Nos priva de la felicidad de la risa, de la naturalidad sembrando caras serias y pena.
Aquellos que han regresado de la guerra, en cualquiera de ellas, en cualquiera de los bandos, jamás vuelve a empuñar un arma contra un semejante. Cuando uno ha vivido la miseria, ya no quiere regresar a sus garras y cuando habla de esos días, no habla de héroes ni pedestales. No habla de lo que los libros cuentan como anécdota repleta de cifras y mapas. No. Ellos hablan de carne y huesos fracturados, de frio, de dolor, de olor a sangre coagulada, pero sobre todo de olor a miedo. Ellos cuentan lo que sus ojos callan, pues lo que uno tiene que ver en la guerra, a veces es motivo de los peores sueños, que regresan en cada uno de los días que se habrá de vivir. Los sueños que adelgazan el espíritu.

-Abuelo lo que cuentas es triste y me da miedo…
Abuelo, dime ¿tu ganaste la guerra?

-Claro hijo. Todo el que sobrevive para contarlo gana la guerra. Independientemente de si está o no en el bando vencedor. De los nuestros, hijo, solo tu Tío y yo salimos vivos. Después de la guerra, cuando los cañones cesan y las bombas callan, deviene la otra guerra: la del odio. Porque los que vencen, vengan muertos en los que quedan vivos. Vienen las envidias, los robos, porque son muchos los cobardes que se hacen ricos a expensas de la vida de otros. De trabajar, hijo, pocos son los que se hacen ricos y la guerra es la forma más rápida de hacerse rico si se es el vencedor. El perdedor no tiene derechos, ni bienes, ni honra.
Nosotros cuando fuimos liberados después de reconstruir con nuestras vidas lo que ellos habían roto con sus bombas, vinimos al mar y no hicimos pescadores. Siempre hay barcos para los marineros y todos necesitan cocinero. Al principio tu tío yo nos embarcábamos juntos, pero las miserias que la guerra siembra en los hombres, pronto me privo de mi única familia. Una mañana amaneció frio. No le mataron las balas pero con el tiempo le alcanzaron aquellas que dañan sin que se vea la sangre.

-Abuelo, creo que ya no quiero ser soldado. Ya no quiero ir a la guerra, debe ser un sitio sucio y demasiado triste…

Tomás no se lo dijo, pero esas palabras causaron honda impresión y una lágrima afloró a sus glaucos ojos.

-Me alegro hijo, me alegro. ¿Sabes una cosa? La mar es mucho más hermosa, ven vamos a ver lo que hace y si quieres, te contaré historias mucho más divertidas que las que hablan de soldados.


Levantándose de la piedra, abuelo y nieto caminaron por las calles estrechas que bajan al puerto, donde a la orilla de la mar esperaba inquieta una vieja dorna pintada de azul y blanco: La odisea. Y en ella subidos olvidaron la vieja arma que desde entonces ya no cuelga de la viga de la alacena, sino que lo hace vigilada por erizos, rayas y caballitos de mar encima de alguna roca de las que pueblan los fondos de la mar.


Por el lobo que camina.

viernes, 4 de diciembre de 2009

Flor de suburbio



Aquel halcón, volaba tras las palomas en un cielo de horizontes de asfalto, sorteando los edificios con maestría, mientras un sol tímido, bañaba su estilizado cuerpo, convirtiéndolo en una flecha dorada.
Berenice, que contemplaba absorta la escena, apuró el desayuno guardándose la manzana en el bolsillo de la trenca y con un portazo roto, abandonó la casa. Bajó al trote las escaleras con la mente perdida y los ojos puestos en los escalones de desgastadas baldosas blancas, que morían en un portal desvencijado y sucio donde la puerta de entrada jamás era cerrada. El aire frio de la mañana, hizo que su menudo cuerpo, temblase dentro de la prenda de abrigo como una hoja de otoño, y ajena a la estampa desoladora de aquel barrio obrero, caminó hasta la parada del sub-urbano donde un tren la alejaría de allí.
De camino, vio las sombras de gente sin alma, que se zambullen cada noche, en los laberintos del mundo de la muerte lenta, administrada por vía nasal. Vio las caras adustas sin esperanza, de aquellos que construyen los mundos de la opulencia lujosa, a la que jamás tendrán acceso. Vio las vidas nuevas, abocadas a la marginalidad, que correteaban descalzas detrás de su progenitora, que tirando de un destartalado carrito de niño, iba siguiendo a distancia a su hombre cabizbaja. Vio al alegre barrendero, cuya cara surcada por penalidades y amargura, jamás se permitía un solo momento de tristeza manifiesta; quizá soñando con los mundos imposibles para él. Vio al guardián de los supermercados de la anestesia administrada por vías respiratoria y venosa, alerta ante la posible presencia de la bofia, a cambio de un poco de mercancía gratis. Vio a las madres resignadas a convivir con el mundo infame, llevar a sus hijos al colegio salvador, que los haga huir de la miseria en alas de un título universitario, en lugar de convertirse en otra pieza más de la marginalidad.
De niña, mientras las demás amigas jugaban en el patio salpicado de jeringuillas y adoquines rotos, ella leía en los libros, las vidas de otras niñas con más suerte, que jugaban en casa victorianas supervisadas por ayas benevolentes. Leía las vidas de escritores salidos del arroyo de la vida, que con un golpe de suerte, se convirtieron en un rio grande y navegable. Leía claramente reflejado en los ojos de su madre lo que no quería ser, al tiempo que olía en el aliento de su padre, todos los peligros que encerraba el mundo despiadado, al que por desgracia le había tocado pertenecer.
Los ánimos que le dispensaron sus progenitores, al principio, cuando orgullosos veían las notas escolares, fueron diluyéndose a medida que progresaba en los estudios y las facturas de la educación se hacían más y más grandes. Pronto tuvo que recurrir a trabajos varios para gente adinerada, mal remunerados .Al principio, sólo en los periodos de vacacionales; luego, a jornada partida o nocturna, que al llegar a la universidad, hicieron que sus más que notables calificaciones pasaran a ser solo aceptables, asegurando la beca del estado, casi por casualidad.
Las horas de estudio que sus trabajos la dejaban, eran realizadas en la biblioteca pública, si había suerte, o en la línea circular del sub-urbano, si no, cuyo revisor la agasajaba con chocolate caliente y sonrisas cariñosas, además de amables.
No hubo tiempo para más, No se podía permitir, como sus conocidos, el asueto y la diversión propios de la adolescencia. Ni novios esperándola a la salida del trabajo, de la facultad o del portal maloliente de su casa, no. Su meta era demasiado importante, no podía fallar, lo mismo que tampoco tendría una segunda oportunidad para conseguir su sueño. Eran las cabriolas de una trapecista, que sin red, realizaba jugándose la vida, ante un público interesado en ver los exóticos animales de la pista.
Las paradas del sub-urbano se fueron sucediendo, pregonadas por la voz metálica y sin alma, proveniente del altavoz. Ella nunca la oiría por llevar puesto el antídoto con auriculares que cada mañana la alejaba de las caras somnolientas, sin ápice de vida. Ella las observaba escuchando la banda sonora de habla inglesa predilecta. Pero hoy su mente estaba puesta en el tablón de anuncios de la facultad donde esperaba su ansiado destino.
Berenice llegó sin aliento ante el veredicto de aquel juez en forma cuadro. Por un momento su corazón dejó de latir y el nudo de su garganta impidió que pudiera respirar con normalidad. Sudores fríos le caían por la frente y en un tic nervioso, su mano no paraba de recolocar los cabellos que se habían fugado del recogido de su melena color miel .Y lo vio.
Los lagos de sus ojos se desbordaron corriendo libremente por sus mejillas. Sentada en el suelo abrazó fuertemente su carpeta desvencijada. Aunque se esforzaba por mantener la compostura, nada parecía poder detener aquello. Sus compañeros la felicitaban con efusividad detrás de sus máscaras de envidia. Hoy por primera vez, alguien de su entorno la miraba con admiración.
Un mundo de Doctorado, de prácticas en empresas, de idiomas, de ciudades nuevas llenas de oportunidades, se abrió ante ella para rescatarla de su cárcel y elevarla al parnaso de lo posible para gente decidida a labrarse un futuro a fuerza de empeño.
Era La mañana de la partida hacia su futuro europeo, sus padres estaban esperando frente a su cuarto cogidos de la mano, mientras ruido de cajones , puertas de armario y maletas cerrándose se atropellaban al salir. Los ojos surcados de innumerables lágrimas de su madre contrastaban con los lagos contenidos de su padre, que con un temblor en los labios aguardaba en silencio aguantando la respiración.
Berenice cargada con una maleta tan grande como su ilusión, salió de su cuarto dispuesta a abandonar, quizá para siempre, aquella casa y al hacerlo vio los rostros de dos viejos muy cansados. Dos rostros cargados de orgullo y tristeza a partes iguales; dos rostros humildes, con callos en las manos de trabajar por la supervivencia familiar más que en vivir su propia vida y sueños; dos rostros cargados de fracasos y resignación ante los temporales de la vida despiadada; dos rostros que reflejaban amor, sin palabras, muchas veces, de reojo, en silencio y a hurtadillas en las noches frías que la arropaban besando la frente. Dos rostros llenos de privaciones para concederla una oportunidad, que quizá ellos no tuvieron nunca. Dos rostros, el de sus padres, que la amaban más que a su propia vida miserable. Y los abrazó.
No hubo palabras de despedida, ni los discursos, que en los libros, dicen los progenitores a los hijos que abandonan el hogar. Sólo temblor de labios, silencios, lágrimas y suspiros. Una tortilla de patata, embutidos, croquetas caseras y algunos ahorros, en una cesta de mimbre para el viaje, aderezados con mucho amor.

Por el lobo que camina.