domingo, 28 de marzo de 2010

La busqueda



Imagen Teresa Clark. Otoño.
Joshemari Larrañaga acarelas. Bretaña.
Fabian Pérez. man in white.
Escha vanden boguerd. Rissopo.

Hay historias que nunca se olvidan ni quieren ser pasadas. Hay busqedas que llevan toda la vida y sin embargo nunca encuentran el final. Quizá todos los caminos nos lleven a ella....

El pequeño pasillo de baldosas blancas moría en la galería iluminada por el sur de la tarde. En las paredes descansaban acuarelas como pequeñas ventanas abiertas a una campiña de primavera, pero era ese vetusto cartel el que siempre robaba mi mirada: La enfermera con el dedo índice sobre los labios carmesí mandaba silencio y en la bata al filo de su pecho despuntaba una cruz de sangre coagulada. Aquella enfermera distaba mucho de ser esas otras señoras de cofia y bata que deambulaban por la sala con su calma y sonrisa escasa, pero te trataban bien.

Estabas sentado de espaldas a la puerta en esa vieja silla de ruedas con nombre de barco pintado en el costado. Pequeños dedos de luz y sombra provenientes de la fronda del jardín jugueteaban por los cuellos de la camisa, siempre blanca, que dejaba escapar algunas hebras grises de tu torso.

-Es para que no se manche la camisa, hoy tiene otro de esos días monseiur Gauvin. Dijo la enfermera desde el fondo de la sala. Yo sonreí asintiendo a la vez que elevaba ligeramente la mano en señal de saludo.

Aquel babero de algodón llevaba impresa una gran letra u en la que, para burlarnos a todos, dejabas caer con precisión pequeños hilos de saliva. Me acerqué despacio sentándome en la vieja silla que acerqué al costado de babor de tu barco rodante y me puse a contarte todas aquellas cosas que le suceden a uno mientras camina de camino a ver a un amigo un martes por la tarde.

Como te conocí y porque sigo regresando a tu lado una vez concluido el propósito de mis visitas, es lo que me propongo explicar. No a mí, ni a las monjitas o médicos de esta residencia que poco les importamos, sino a ti lector, que nada sabes aún de todo lo que aquí ha ocurrido.


Era la primavera de un invierno demasiado frio en la que tímidas aparecían entre los hielos las primeras flores. Yo aparecí debajo de mi gabán azul marino con la gallardía de la juventud inexperta, en cuyos bolsillos guardaba la grabadora, media docena de pilas alcalinas, un blog de notas y varios staendtler de punta fina. Tras mi breve presentación ante los responsables de la institución, fui derecho a la sala de juegos donde los habitantes de aquel pequeño reducto del pasado, pasaban la tarde rememorando otros tiempos, sin duda mejores.
Los primeros acordes de la cenerentola de Lucia Valenti resonaban cuando doña Vicenta te señaló con su dedo. Eran pocas y escasas las visitas en aquel lugar, por eso mi presencia hizo acudir el silencio y expectantes, todos los parroquianos desearon ser ellos los rescatados de la cotidianeidad limpia de la tarde. Todos menos un hombre tocado con una vieja gorra marinera y blanca que miró arqueando una ceja durante un segundo para volver a la lectura de un libro de tapas azules.

-Monseiur Vasili Markov, supongo…Soy Gauvin Devené , es un honor conocerle, ¿puedo sentarme?

-Buenas tardes, joven, va usted a sentarse de todos modos me temo, pero se lo advierto, si me da la tabarra, volveré a la lectura sin dudar. ¿Qué se le ofrece a su honor?

- Buenas tardes, si, perdone mi despiste, son los nervios—dije sacando torpemente la grabadora y el blog de mi bolsillo- Estoy escribiendo un libro ambientado en la segunda gran guerra, sobre los combatientes españoles en el ejército rojo, y creo que usted podría ayudarme mucho a comprender aquellos días monseiur Markov.

-Oiga que yo soy marino y además todo eso ya es agua demasiado pasada. Español dice. No sé de qué nacionalidad se cree usted que soy, amigo, pero le diré lo que opino sobre las banderas y las patria:¡ mierda! Demasiada sangre derramada en vano para la gloria de unos pocos tiranos. Yo me cago en las naciones unidas. ¿ha oído?

La sala con sus decenas de oídos reía disimulando jugar a las cartas o mirar concentrados por la ventana entre abierta. La brisa fresca de la tarde trajo aromas de madre selva y azaleas desde el jardín. Yo sin embargo no sabía qué hacer o decir. Todo el discurso preparado era ahora un papel mojado y estaba avocado a la improvisación.

-Pero he oído que usted es del Ampurdan y sirvió en el 64 ejercito…- mi voz se me antojaba chillona y enclenque, como la de un colegial que es reprendido por el maestro sin motivo, en mis ojos estaba reflejada la derrota. Mientras tu reinabas.




-Si joven si. No ha oído mal. Yo nací mirando las islas Medas, a los acantilados y las playas de arena blanca de la bahía de Roses, a las dunas de San Pedro pescador. Soy de allí donde se levantaba otrora la noble Emporion. Cuando la guerra fratricida que asoló la España yo no era más que un muchacho imberbe hijo de pescadores, que por pedido de sus padres, abandonó todo: amor, familia, paisaje, en aras de la libertad. La libertad entonces se llamaba Rusia, que era la única capaz de hacer frente al fascismo y la hipocresía de Europa. Por aquel entonces no era más que Joselito Portela Castell, hijo de padre gallego y madre catalana que pescaba entre esas rocas que la tramontana afilase en la cuenta de los siglos mucho antes del hombre. Pero fíjese, allí en la estepa congelada era mucho más fácil adoptar el nombre de un acorazado, que pretender que mis padres adoptivos pudieran pronunciar bien mi nombre y apellidos. Y no. No pienso hablarle de la guerra, joven, no me interesa lo más mínimo recordar toda aquella muerte sin sentido.

-Monseiur Markov, se lo ruego, muy pocos son los que lucharon en el cerco de Stalingrado y han sobrevivido para contarlo. Hábleme de cómo era la vida en primera línea del frente.

-Es usted terco joven. Supongo que como yo no hace mucho- reía- Bien hagamos un trato, yo le cuento todo lo que recuerdo de aquellos aciagos días y usted se compromete a encontrar a una persona.

-Entonces monseiur, estreche ésta mano, si vive esa persona daré con ella de la misma manera que lo hallé a usted. si por desgracia nos ha dejado depositaré flores por usted en el camposanto.


De esa forma empezaron las visitas vespertinas a la residencia Leclerc que durante todo ese año realicé .Fruto de ellas nació el deseo de contar una historia más allá de la guerra y sus combatientes. Una historia alejada de todo aquello que pretendía contar en un principio, pues quizá, los escritores se encuentres de repente con aquello que realmente quieren contar y entonces, todo lo que creían se desmorona delante de ellos como esos glaciares que mueren en la mar. Indefensos y desarmados se baten frente a la vorágine de letras que saltan del vacío inexistente de la nada, para estrellarse en la hoja en blanco prendida de la máquina de escribir. Sorprendidos y exhaustos teclean sin pausa el dictado de las imágenes etéreas que se materializan en sus retinas y que van perfilando en un todo real demasiado tangible.
Así pasé de escribir a cerca de un colectivo para concentrarme en el individuo cuya historia, sobrepasaba todo lo que cualquier escritor podría inventar frente a un paisaje tranquilo en una apartada villa a orillas de la mar.



Aquella tarde de finales de verano hacía tanto calor que los cristales henchidos de sol, imploraban un soplo de brisa que aliviase su sufrimiento. Las monjitas habían repartido unos abanicos blancos y negros que los parroquianos de la residencia movían sin cesar y al hacerlo daba la impresión de querer acompañar con el fru fru de aquellas palmas, las notas acompasadas del preludio y fuga bvw 997 de Bach.

-Buenas tardes Adel,- dije depositando una cajita de bombones sobre su mesa al tiempo que me secaba la frente con el pañuelo- Si continua éste calor vamos a necesitar la intervención de los Santos del cielo.

-Buenas Tardes monseiur Gavin es usted un ángel. No tenía por qué molestarse…

-No es molestia hermana, pero no se tarde, póngalos a buen recaudo antes de que se derritan en la caja y si le parecen demasiados para usted sola, puede compartirlos como aquellos panes y peces de la parábola con las otras hermanas.

Me acerqué a ti por el costado de babor mientras estudiabas las figuras geométricas que yacían en el interior de ese libro que te traje en mi última visita. Izando la vista tu mirada me sonrió pícaro y con la palma de la mano me indicaste que tomara asiento.

-¿Haciendo la pelota al enemigo, Gavin? Eso no está nada bien …

-el estraperlo, camarada, requiere de prebendas y agasajos al aduanero, pues de lo contrario, dudo que se nos permita ésta tarde acompañar el té con el licor que guardo debajo de la chaqueta. Pero no sueñe con los cigarros que me pidió, me niego a matar sus pulmones antes de que me termine de contar toda la historia.

-Joven, es de malas personas no satisfacer las necesidades de aquellos que un día derramaron su sangre en batalla. Una caladita no puede hacer lo que no han conseguido ni la mar, ni los temporales ni las balas fascistas en la guerra. Pero aceptaré esa copita con sumo gusto. ¿Encontró ya el paradero de quien le hablé?

- No voy a revelar ni una sola de las pesquisas hasta el final de su relato
camarada, pero le diré que todo anda en el buen camino, su Astrid Niemayer trabajó muchos años como enfermera en la ciudad porteña.

-Me decepciona usted joven si es lo único que ha conseguido adivinar., eso solo tenía que habérmelo preguntado a mí. No se imagina la de paseos que di por el malecón de aquella ciudad con la esperanza de cruzarme con ella por casualidad.

-Es posible, camarada, pero lo que usted no sabía entonces, era el apellido que su amiga usaba para los documentos oficiales...

-Ah bribón! O sea que ya la ha encontrado ¿no es cierto? No sea cruel con éste viejo y cuénteme que fue de ella. ¿Vive aún?

-Encontrarla físicamente no, aun no. Pero no se impaciente Markov, todo a su debido tiempo. Cuando me cuente como llegó a Berlín se lo diré.

-Muy seguro está de que estuve en Berlín monseiur, el 64 ejercito nunca pisó la capital del Reich…

-Ah, de eso estoy plenamente seguro. Fue allí donde la conoció, aunque esa historia deberá esperar, ¿cruzaremos hoy el Don, camarada?

-Es usted el diablo, ¿seguro que se llama Gavin y es escritor? A veces tengo la sensación de haber vendido mi alma y que es usted el cobrador de aquella venta. Quizá sea un poco Fausto después de todo. No, pero le contaré algo:

Aquella mañana los obuses resoban desde la retaguardia, más de siete mil tubos negros escupiendo fuego y muerte de metal; pero no sobre la posición que nosotros ocupábamos. El viejo t-34 ronroneaba esparciendo volutas negras de gasolina quemada entre los girones de una niebla imprecisa que se deshacía o cobraba fuerza entre las ruinas. El teniente Markov que canturreaba entre dientes una polonesa en la torreta hizo señal de alto con su mano izquierda y se quedo callado. La infantería y los granaderos que perseguían nuestras huellas acorazadas se detuvieron y mirando al teniente con resignación aguardaron acontecimientos.
Yo era por entonces Iosef Potemkin y no pude verlo, pues en mi puesto de artillero no había más ventana que la negra recámara del cañón, pero allí estaba. Era solo un crio. Quizá de trece o catorce años y vestía el uniforme demasiado grande de algún soldado bajito. El camuflaje de ocres, marrones, verdes y negro destacaba sobre el plomo del asfalto como algo irreal. Llevaba un viejo casco con el águila que caía ladeado hacia la izquierda y en su mano sostenía un subfusil de asalto amenazante. El teniente le habló en su mal alemán de paz, de camaradas, de botellas de agua y refrescos, de chocolate americano de contrabando. Su sonrisa era franca, como siempre. Una de esas sonrisas que nos regalaba antes de entrar en combate, empecinado en la idea de que si la muerte llega, ha de ser recibida con la risa, pues la mayor de las veces se asusta de nosotros y regresa otro día. Aquel niño no sonreía. Su mirada no era de niño, ni de adulto. Era una mirada demasiado muerta, sin esperanza. Detrás de aquellos pozos de sombra, sólo la llama de la fe ciega alumbraba como dos focos antiaéreos, que en mitad de la noche, rastrean las alas de algún avión.
Sin mediar palabra su dedo se precipitó sobre el gatillo sembrando de plomo hirviente la coraza del tanque. De pronto la sonrisa del teniente se diluyó en una mueca de dolor y las palabras se precipitaron hasta caer al denso barro. Todos pudimos contemplar como una flor de sangre emergió de la casaca verde hasta tornar vidriosos los ojos que habían dejado de reír. Como un resorte nuestras cabezas giraron hacia la figura de aquel niño que jugaba a ser soldado, pero solo para ver cómo arrojaba al suelo el arma y tomaba de su cinturón una vieja luger, negra como el infierno, para quitarse la vida. Su cuerpo se desplomó cual muñeco de trapo hasta acomodarse en el frio suelo, entre las piedras muertas de aquellas ruinas, inerte. Solo las lágrimas rojas que manaban de su pequeña cabeza indicaban que hubo vida en su materia aun tibia.
En aquel momento la guerra perdió importancia para mí. Quizá ya lo había hecho en mi interior, pero la muerte de mi único amigo desencadenó todo lo que horas después, sentado en aquella pequeña casa derruida significaría la vida.
Con la ayuda de mis camaradas lo sacamos del blindado y en un viejo vehículo alemán requisado, nos dirigimos al hospital más cercano. Los baches de la carretera nos hacían saltar de vez en cuando pero él ya no estaba allí. Deliraba hablando de tu mujer, de los niños, de ese viejo tractor que tanta falta hacía para recoger la cosecha de trigo. De la acequia que había que construir el verano que viene. Entonces ladeó la cabeza y mirándome serio dijo:

-Españolet, hijo, prométeme una cosa…

Su voz se deshacía como aquella neblina con el sol de mañana, era casi etérea. Un susurro con la profundidad de la tierra.

-Aguanta, ya veo la cruz sobre la tienda, camarada, padre, amigo. Te pondrás bien ya verás. En el hospital hay enfermeras bellas y comida caliente todos los días. Hay caldo y medallas para los héroes que se recuperan. Aguanta.

-No. Ya es la hora. Puedo sentirla entre tu mano y la mía. Su tacto es frío como la taiga. Ha venido a rescatarme… Promételo. Promete que cruzarás las líneas y que huirás. Yo viví el 37 hijo, los héroes pronto serán los enemigos del estado. Vete, huye aún estas a tiempo. Ahora no queda más que la barca del último viaje y ese debo hacerlo solo. Tal y como vine, he de irme.

Aparqué en la misma entrada de una tienda en la que se hacinaban los heridos. Era mal día para la medicina. Del frente de Berlín llegaban más y más heridos y los sanitarios apenas daban abasto. Se acercó una enfermera sin rostro teñida de rojo hasta las medias, te hizo una marca con una brocha: Allí la salvación se pintaba en blanco. la muerte sorda era roja, como los alaridos de aquellos muchachos sin piernas, o los que taponaban con sus manos los orificios de la muerte. Pronto no fuiste más que otro pobre soldado con un salvoconducto hacia el río Aqueronte.

-Prométemelo…Regresa y vete. Corre, sálvate por los dos hijo y no mires lo que dejas atras.


Hay momentos en la vida, que las palabras se atoran en la garganta con tanta fuerza que solo pueden ser lloradas. Mientras le abandonaba allí seguro de no volver a verle, me sentía traidor a todas las causas que son nobles, como lo era él. Con un velo de la furia conduje por aquellas carreteras llenas de charcos y piedras dejando tras de mis piedras, ruinas y columnas de soldados que avanzaban. Pronto la noche se hizo y me envolvió con su manto oscuro pero no consiguió detenerme, tan solo aquellas luces del reflector que apuntaba directo a los ojos.

-Pero que tenemos aquí… Buenas noches camarada teniente, ¿se ha perdido de su unidad?

Yo no entendía nada, aquel idioma tan extraño como sus uniformes, me rodeaba sin decirme nada; supe que eran americanos y que pronto acabaría la guerra. No tenía la certeza de que no me fueran a devolver al sitio de donde venía, pero aquella huida era lo único que en realidad tenía sentido después de tan aciago día.
Pronto me vi rodeado de hombres que entre empujones me llevaron a una tienda, allí luego de la espera, hablaría con el intérprete de un comandante que no hacía más que mirarme con incredulidad. Yo era un espécimen raro de algún tipo de ser que les interesaba, más por mi procedencia y la información que ellos creían que yo albergaba, que por saber acerca de mi vida real. Pronto les desvelé parte de una historia, mitad real, mitad inventada en la que y para no desilusionarles yo era un joven teniente perteneciente al segundo ejercito de blindados que solo ansiaba la libertad. Toda la noche les estuve contando lo que querían hasta rallar el alba y luego al día siguiente otra vez y otra más hasta que se convencieron de que poco o nada podía tener de espía y al cabo de unos días me soltaron con un salvo conducto y una oferta de alistamiento en el ejercito de los estados unidos de América como interprete y traductor. No me negué. La oficina en la que pasé los meses siguientes era un lugar acogedor y nunca faltaba algo de música para amenizar las horas de convertir el poco alemán en ruso y luego inglés que fui aprendiendo deprisa. No es difícil la lengua de Shakespeare y con un poco de ayuda de un capitán amante de los autores rusos, pronto pude no solo comprender, sino hacerme entender en su propia lengua.


-entonces…Iosef, es Vassili, no entiendo nada, Markov. Tomaste el nombre de tu amigo, su uniforme y desertaste: genial.

-calla y escucha esto es importante, pero si. Aquel amigo no solo salvo mi vida alejándome de las balas, sino que me dio una oportunidad de conocer la libertad y vivir en ella.

A ver dónde íbamos…




Esa tarde del verano de 45, poco o nada quedaba ya del Reich de mil años de Hitler. Alemania había claudicado inexorablemente, La madre Rusia había tomado la capital, los aliados se acantonaban en las ruinas para dividirse el botín de guerra y su tecnología. Los máximos dirigentes de la barbarie habían muerto o estaban encerrados entre rejas a la espera del tan famoso juicio que yo viviría de cerca, pero las sombras de ese mundo convulso azotaban aun las calles en ruinas.

Una muchacha alemana, rubia, demasiado guapa para aquellas calles grises era sacada a rastras de una casa. Dos soldados y una turba de civiles airados la insultaba, la golpeaba y la escupía sin compasión. De pronto alguien rasgó su vestido dejándola desnuda, una mujer se acercó con unas tijeras y la arrancó la melena de oro mientras se mofaba y reía. De rodillas y con las manos cubriendo su desnudez lloraba y sus lágrimas azules caían sin consuelo sobre los adoquines deshechos de la calle. En algún momento se irguieron hacia mí. Sus ojos me atravesaron con malicia. Yo estaba allí plantado con mi vieja tocarev en la mano apuntándoles. El cañón humeante impregnaba el aire con pólvora quemada. No sé que les decía ni en qué idioma; daba igual. Solo sabía que no importaba nada más que salvar una vida. Estaba asqueado de tanta muerte, de tanta venganza, de tanta maldad contra la gente inocente de un pueblo que no era culpable más que de existir. Barbarie, terror, genocidio, consentimiento Basuras todo.
Nadie iba a recordar la primavera en Polonia del 44, ni la masacres rusas del 37, las de purgas de Stalin entre su gente; la invasión de estonia, Lituania, Finlandia, el ametrallamiento de aliados por aliados en Dunquerque; la traición al primer aliado de Inglaterra. Rusia y los aliados habían vencido al tirano. Ahora todo era leña del árbol caído con los de siempre: el pueblo llano que lloraba aun a los hijos muertos en los frentes, en los bombardeos aliados de Dresde. Nadie sabía que solo regresarían cinco mil de los noventa mil prisioneros alemanes de stalingrado cautivos en los campos del norte, que los prisioneros rusos de los campos alemanes serían enviados a Siberia. Todo estaba mal y en mi mano alzada cabía la vida.

Los soldados se me acercaron para mediar pero al ver mis ojos inyectados en fuego huyeron, quizá porque yo como ellos habíamos vivido el frente y lo que ello representa. La muerte puede verse en los rostros fanáticos que luchan por conservar la vida un minuto más. Uno a uno los civiles siguieron sus pasos, incluso esas mujeres que gritaban amenazas en alemán y enseñaban los dientes blancos de rabia.
Se hizo el silencio. Una ligera lluvia empezó a caer despacio sobre los cuerpos de dos hombres que temblaban. Uno era mujer y estaba desnuda, aterrada. De rodillas con la cabeza afeitada y blanca, caminos de sangre roja se precipitaba sobre los hombros, los senos, las manos que los cubrían. Me acerqué tendí mi mano, la retiré al darme cuenta que llevaba una pistola temblado en ella. La guardé en la funda demasiado pequeña, no quería entrar, no acertaba a encerrarla en el cuero negro de la funda. Me quité la gabardina con galones dorados cosidos en las mangas se la ofrecí. Le hablé de la mar de mi infancia. ¿en qué idioma? Daba igual, si era el catalán que aprendí en la cuna o gallego de los pazos y los puertos de mi padre. Daba igual si era ruso de mis padres adoptivos, de mi amigo markov ; inglés de la oficina de intérpretes o de los versos de Walt Witman, ella lo entendía. Ella se abrazó a mi, aprisionó mis rodillas con sus brazos desnudos, la lluvia perlaba su piel blanca arrastrando las salpicaduras de barro, la sangre seca de tus labios, el ojo amoratado. La levanté del suelo, vestí su cuerpo con la gabardina y caminamos hasta la pensión de la calle Merkel, ella descalza, sollozante, yo afligido y aterrado, con los ojos pendiente de las sombras negras que proyectaban los edificios sobre mí, sobre ti. No hubo emboscadas, ni asaltantes aquella noche, solo miedo, mucho miedo.

Frau Halina abrió la puerta con urgencia, se abrazó a ella diciendo no se que en alemán. No lo entendí. Luego me miró seria y con su mano acarició mi mejilla aún sin color. Luego Subieron las escaleras hacia el segundo piso, oí llenar la tina de agua despues me desplomé sobre el sofá acurrucado como un niño en el vientre de la madre. El cansancio me había vencido.

Frau Halina me despertó, su sonrisa era amplia, me abrazó me lleno de besos. Un caldo humeante yacía sobre la mesa junto a mí, lo bebí hambriento. De pronto la vi. Llevaba un vestido color café demasiado grande, me sonrojé. Un pañuelo cubría su cabeza y aunque hinchados, enarcabas los labios con una sonrisa, era toda para mí.
Bajaron los huéspedes, Frau Halina les contó mi hazaña orgullosa; el pequeño soldadito hispano ruso: el héroe.

Desde aquella noche todo fue distinto, todos me saludaban con cortesía, me presentaban a sus hijos, me regalaban sus escasas sonrisas de post guerra, el lechero se tocaba la visera de la gorra y frau Halina cambió. Tú eras la hija que después de bombas había regresado a su lado y yo admitido en el hogar de su cocina, el hijo de algún pariente a quien mimar. Nos asía las manos con bondad, besándonos con la mirada, con aquellos gestos rudos de matriarca bondadosa.

-No sé como agradecértelo que has hecho, Vassili.- me dijo susurrando aquel día. De pronto me besó en los labios.

Su pelo había empezado ya a crecer tímidamente y ya casi no llevaba el pañuelo dentro de la casa. Ya tenía más de un vestido y ropa interior bonita cubriendo la piel más intima, los pómulos coloreados rebosando amor y aquellas dos agua marinas tan claras que me hacían daño al sumergirme en ellas.
La besé y me sorprendí abrazando su cintura, recorriendo con los dedos ciegos los pliegues más escondidos de su vestido. Luego un fuego nos invadió y se hizo el incendio. Corrimos a apagarlo con las manos, con los besos, y con los dedos sobre los labios mandamos silencio. los gemidos fueron testigos de aquel amor inventado solo para dos cuerpos en una sola alma. No, un cuerpo habitado por dos almas. Un solo cuerpo con una sola alma unida, inesperable.
Desnudos sobre el amanecer nos abrazamos para ahuyentar el frio del alba y entre suspiros me dijo las que serían las últimas palabras. Yo no lo sabía aún. las escucho cuando se hace de noche.

-Llévame lejos, Vassili. Vayámonos a otra patria donde no haya guerras, ni ruinas ni miradas de odio. Llévame al mar de los sueños libres.

-Lo haré, Astrid, mi bella, mi Venus de las ruinas alemanas. Pediré la licencia, el traslado, lo que sea, nos embarcaremos en un mercante o galeón pirata rumbo a new york, o la florida, hacia la libertad y la tierra de las oportunidades, donde todo es posible…



Cuando regresé esa noche del cuartel general Halina sollozaba frente a la puerta de mi cuarto. Con escuetas palabras me dijo que se había ido sin dejar una nota. Yo tenía debajo de la almohada una uncida con lágrimas azules y secas.
Me abracé a mi casera, mi madre de Alemania, mi protectora. Lloré y le confesé mi temor, los sueños que habíamos dibujado y el amor, que ahora roto, se deshacía en cuchillos largos sobre mi.

-No llores españolet, mi ruso valiente vestido de americano. No llores, volverá. Tú la encontraste, volverá a ti. Ya lo verás.

Pero no volvió y los días fueron pasando Pasó el verano y el invierno trajo otro verano más y otro igual en diferentes dígitos hasta aquel día en el cual conseguí la licencia del ejercito.
Con un traje azul marino y mis viejos zapatos de cuero salí a una calles que me conocían tan bien como yo a ellas. Luego tras recoger mi petate y despedirme de mis amistades, me subí al tren que lleva a la costa báltica de aquella patria.
Halina Shubert fue la única alma que fue a despedirme y con la generosidad que siempre supe que tenía guardada en los bolsillos de esa vieja bata de flores blancas y rojas me regaló el mejor de los abrazos que una madre atesora para su hijo.
El vapor de la locomotora anegó el andén gris de la vieja Berlín hasta que el pañuelo de mi amiga desapareció por completo de mi vista. Mientras se alejaba la locomotora iba mirando aquellas postales en blanco y negro que solo el tiempo se encargaría de ralentizar en el recuerdo.




-Bueno joven, otro día le cuento más de aquellos años, hoy la melancolía se apoderado de mi vieja alma. ¡Ah! Los recuerdos siempre lo asaltan a uno de improviso…

Su mirad se perdió en la cristalera y supe que era buen momento para irme a mi casa a trabajar con las notas que había tomado de la convensación, tomandole la mano se la bese con afecto y abandoné la sala muy despacio mientras suspirabas quedo.


Aquel mes me tomé unos días de vacaciones y con pesar no visité a mi amigo Markov. Tras un viaje demasiado planeado los nervios me invadieron en el momento exacto de apretar el conmutador de aquel timbre blanco: 1235 de la calle Strasse.

-Buenos días ¿puedo ayudarle en algo?

-desde luego señorita, estoy buscando la señora Astrid Niemayer, creo que vive aquí.
-No, señor. Esta es la casa de la familia Lieber.

-Oh! Desde luego que lo es señorita, si. ¡Qué despistado soy! Discúlpeme. En realidad para encontrar a quien busco, he de hablar primero con Frau Minerva Lieber. Traigo un recado de un amigo de hace mucho tiempo.


Una figura de pelo blanco y mirada desconcertada se asomó por detrás de aquella joven tan guapa que me miraba clavándome sus puñales azules con insistencia, entonces, apartándola suavemente con el brazo libre del bastón blanco, se acercó al dintel de la puerta. Era aun seductoramente guapa debajo de todas aquellas arrugas y sus labios rojos destacaban sobre el blanco de un cabello recogido en un moño. Con aquellos ojos de cobalto me miró y un atisbo de lágrima afloró en ellos, luego dijo quedo:

-¿A quién dice que busca joven?

-Busco a la amiga de un buen amigo de después de la guerra. La enfermera Astrid Niemayer que vivió en Berlín y que emigró a los Estados unidos bajo el nombre de Minerva Spaten. Busco a la mujer que se casó con el doctor Herman Lieber en Buenos Aires y que hace una década regresó a Hamburgo, ciudad en la que naciese el cinco de agosto del año veintidós. Si no me equivoco, Señora, es usted a quien busco.

Un ligero temblor sacudió a la anciana y la joven la sostuvo por el brazo. Su mirada inquisitiva de fulminó y apunto de la ira fue contenida por la voz de aquella mujer de pelo nevado que por momentos se sentía envejecer.

-Pase joven, pase .Llevo años esperando este momento, solo que no es a usted al que esperaba ver aparecer por la puerta. ¿Es acaso su hijo, señor?

-No Frau Lieber, tan solo un amigo que lo aprecia tanto como para buscarla a usted y encontrarla.

-¿Y dice que tiene un mensaje de Vassili?

-Con gesto mohíno la joven nos acompañó a la sala de estar donde nos sentamos uno en frente del otro estudiándonos despacio.

-Mamá, no entiendo nada, ¿quieres explicarme qué es todo esto?

-Si cielo, lo haré en breve. Ten calma Sonja. A veces el pasado regresa de la forma menos prevista, pero ya es hora de que te cuente una historia que tú no sabes.

Con el humeante té la tarde se deshizo en sombras y muchas fueron las cosas que allí se escucharon por primera vez en muchos años. Mi relato trajo de regreso un mar de lágrimas al relatar las condiciones en las que mi amigo se encontraba, no por salud.
desde luego que no, sino por la soledad que la vida le había dejado en herencia. Le conté la historia de su búsqueda de aquel joven ex soldado americano, que antes ruso, la había rescatado de entre las ruinas de Alemania. La historia de un joven enrolado en la marina mercante como telegrafista y que buque tras buque, recorrió los mares en su búsqueda sin hallarla.

-Pero entonces, ¿está aquí en Alemania?

-No Frau Lieber. Se encuentra en Paris, en la residencia Lecler bajo la supervisión de las monjas. Me temo que su estado de salud es muy precario y aunque conserva plena lucidez, su cuerpo ha dejado de luchar contra la tempestad de la vida. A los achaques óseos hay que sumarle una insuficiencia cardiaca que me tiene preocupado y por la cual los médicos no son muy optimistas en la esperanza de vida. Si va a ir a verle, Frau, no tarde usted mucho, puede que no vea otro invierno.

-Lo pensaré monsieur Gavin. Lo pensaré… -Su voz temblaba.


La presentación de mi libro fue un éxito de prensa y público que no esperaba. Vasili se encontraba rodeado de las enfermeras Adel y Lissbel que generosas se habían prestado a acompañarnos al evento, pero fue al final de aquel acto cuando quise por un momento no haber inventado un final para el libro.
La gente se atropellaba a las puertas de la sala camino de la salida. Unos pocos avanzaban en dirección contraria con la pretensión de alcanzar un autógrafo de aquel quizá no tan desconocido escritor y entonces la vi. De la mano de su inseparable bastón blanco y flanqueada por su hija Astrid Niemayer se levantó de la última fila de butacas de la sala. Tras avanzar despacio entre la gente, que al verla se apartaba educadamente, llegó hasta mi.
No dije nada, solo miré a Vassili y ladeando la cabeza me retiré unos pasos hacia la ventana por donde aún se filtraban los últimos rayos de sol. Entonces ocurrió:

Sus mirada se cruzaron por un segundo y toda la gente de la sala y la sala en sí mima incluido yo, desaparecimos como la bruma de la mar. Dos viejos amantes se rencontraban y los años pasados retrocedían aceleradamente hasta la mañana de aquel lejano día de la despedida.

-Eres tú...Tan guapa como te recordaba. Ven cuéntamelo todo, quizá aun tengamos algo de tiempo antes del final.


Por el lobo que camina.

viernes, 12 de marzo de 2010

Elisse e Izan son de mar.



D`esquena. Wake up. Mónica Castanys. Artista.

Estabas al borde de aquel paseo, junto a la palmera grande de hojas lacias que caían melancólicas hacia el verde césped. Tu cabello recogido en una coleta, pugnaba por liberarse amparado por el viento que azotaba con profundas fragancias de alta mar. A tu lado descansaban dos perros muy feos con las orejas atentas al pasar de las hojas muertas que arremolinaba céfiro al barrer esas calles tan vacías.Leías un libro muy gordo de tapas grises y en las manos que se acercaba al pecho ondulado, parecía más, el castigo de un profesor severo, que el divertimento reflejado en la sonrisa. Me acerqué despacio ignorándote con los gestos, refugiada tras los cristales oscuros de las gafas de sol que miraban hacía el frente.

De pronto tu perro adivinó que mis ojos te miraban de reojo y se levantó apuntando con su hocico mi pecado. Tú elevaste la vista hasta posarla en su lomo gris, luego te sumergiste de nuevo en la ventana de papel. Quizá el viento disfrazó el suspiro de alivio que se escapó cuando rebasé tu figura quieta continuando con mí caminar. Los pies autómatas seguían y seguían caminando sin cesar, mientras mi mente te imaginaba dibujándote trazo a trazo.

Tu voz. Ya la había oído cuando hablabas con tus perros mientras yo sonreía divertida la ocurrencia. No digo que no sea normal, no. Solo que al prestar atención a tus palabras, cerraba los ojos y entonces podía verte hablar con nuestros hijos no natos, con esa paciencia severa, con esa manera de regañar calmada. Enérgica a veces, hasta que la cuerda tensa del enfado se deshacía en la ternura manifiesta de un juez amable incapaz de condenar a nadie.

Y tú, ¿te habías fijado en mí? No lo sé, aunque ese era mi deseo. Cada día rezaba a los dioses de mi infancia que ya hubieras salido a pasear con tus amigos cuando yo atravesaba el parque de camino a la oficina. Una vez pasamos tan cerca que pude oler el aroma que despiden las sábanas que te abrazan por la noche. Llevabas la cara recién lavada y el cabello suelto asemejaba una bandera flameante en el torreón de tu rostro. Con la mano derecha tapabas el bostezo matutino con tal delicadeza que nadie se hubiera percatado de la falta de sueño sin fijarse como yo me fijaba. Me aprendí tu horario como esas palomas que regresan siempre al mismo banco de la plaza a recoger las migas de los bocadillos en la merienda, por ver si algún día decidías hablarme pero no fue así.

Por eso aquel domingo me levanté pronto y enfrentándome al espejo, intente decidir cuál de todo mi vestuario sería apropiado para un paseo junto a ti. Saqué faldas y camisetas y pantalones y suéter naranjas; faldas, mallas y camisas blancas, pero nada parecía servir y al borde de la lágrima me senté encima de la cama. No podía ser tan difícil. Volvía a intentarlo y de un rincón olvidado rescaté un chándal color butano y una camiseta azul. Si. Era eso. El zapatero escupió unas deportivas blancas con bandas azules a los lados y tras acicalarme un poco, peinar el cabello y arrojar unas gotas de perfume sobre mi cuello, me dirigí al parque.

Era pronto y algunos paseantes vestidos de periódico con suplemento ojeaban las noticias, ajenos a todo lo demás. Mis ojos rastreaban la vereda, los bancos, los setos intentando verte, pero fue tu perro quien me encontró a mí. Con algo de susto, no lo niego, se acercó a mi lado y tras olerme la pernera se alejó caminando con ese aire entre desgarbado y presumido. Tú apareciste por mi espalda con la correa negra sobre los hombros. Llevabas unas bermudas azul marino, un polo de rayas celestes y blancas y unos zapatos náuticos. Siempre vestías muy desenfadado.

-No tengas miedo, es de naturaleza curiosa, pero es bueno- me dijiste sonriendo-
Durante un segundo vacilé y no supe que contestar a tu sonrisa, pero pronto decidí

-Tranquilo me gustan los perros. ¿Cómo se llaman? ¿de qué marca son?

Marca ¡Serás imbécil!- me dije furiosa- No podía traicionarme más el léxico. ¿Qué pensará ahora de mi? Me sentía fatal, pero intenté arreglarlo.

-Raza quiero decir, a veces se me trafulcan las palabras.

¿Me sonrojé? Posiblemente sí, pero tú no hiciste leña del árbol caído, sonreíste y me hablaste despacio, sin prisa, haciendo hincapié en los silencios de unos signos de puntuación imaginarios.

-No te preocupes, mi madre siempre lo dice. Se llaman Bonie y Glenn. Son Deerhound perros escoceses, fuera de allí no se ven apenas, además nunca han estado de moda- afortunadamente-. Antaño fueron perros que denotaban señorío y todos los jefes de clan tenían una jauría en sus castillos. Muchos incluso dormían junto a la chimenea en las noches de invierno. Robert Burns dicen tuvo uno.

-Que nombres más bonitos, para perros tan feos. No he leído nada de él me temo. En realidad leo más bien poco… Pero algo leo. En vacaciones siempre me llevo algún libro a la playa. hace poco leí “el niño con el pijama a rayas”

Me miraste de soslayo un segundo y elevando la ceja izquierda te reíste.

- Me gustó ese libro, si. Boile un irlandés. Y no son feos, tienen la belleza ruda de las Highland, de los acantilados del norte donde los mares son frios y la gente hospitalaria.

-Te gusta mucho Escocia por lo que veo. Por cierto me llamo Elisse ¿ y tú?

Tras el intercambio de nombres rompimos el hielo y hablamos. Paseamos, luego nos sentamos en un banco; tomamos aquella coca-cola junto al quiosco de la plaza, volvimos a sentarnos, ahora en el suelo alfombrado de verde; jugamos a lanzar la pelota a tus perros. Reímos.

Quizá el amor sea eso: algo simple que evita lucirse. Eso que no pretende convencernos, ni hacernos acólitos de su religión, pero que sin embargo, nos hace creyentes. Quizá sea así: espontáneo y generoso; sin medida. Llega un buen día sin aviso y se instala en ese hueco vacío que no sabíamos que existía en nuestro corazón, pero que ahora, nos es imprescindible para respirar. Quizá el amor sea la risa sin la que la vida no tiene mucho sentido.

Cuando uno se encuentra a gusto, el tiempo se fuga en las alas veloces de los pájaros y en un parpadeo de ojos que se miran, pueden acontecer –suceder-mañanas enteras. Así me ocurrió cuando te encaminaste por la acera camino de tu casa.
Por un momento me sentí como un naufragó que ve alejarse las velas de un barco en el horizonte: sin esperanza, sin hoguera en la que pueda calentarse. Pero te paraste de pronto y con esa voz tenue me hablaste:

-¿Haces algo mañana?

Mientras comía a solas junto al televisor sin voz, me preguntaba cómo sería besarte. Si. Claro que no tenía planes, tú y sólo tú eras mi único plan viable. Quería decírtelo al oído para que me escuchases solo a mi, sin interferencias, ni distracciones posibles.




Los lunes son días horribles que nos impone el calendario en aras de obtener otro fin de semana. Son grises y las sombras se elevan por el cielo donde un sol irreal se niega a dar calor a los transeúntes cabizbajos que acuden resignados a la oficina. Yo caminaba presa del desánimo por esas calles atestadas de gente soñolienta con mucha prisa. Todo es prisa y atasco y caras serias. Los eternos minutos grises de la mañana se retrasaban burlones en la esfera del reloj de muñeca, donde eran perseguidos por mis latidos acelerados, que les apremiaban a fugarse, para inaugurar la tarde de nuestra primera cita, pero tan solo conseguían encerrarme en un tiempo lento de espera inquieta.

El puerto estaba tranquilo y la luz de las farolas se reflejaba sinuosa en las aguas oscuras de la mar camada. Al llegar al pantalán mi mirada se clavó en el cartel de la entrada: Prohibido el paso a toda persona no autorizada. ¿Estaba yo autorizada? Si, dársena 36, Ocean`s hope. Mis pasos dudosos atraían las miradas inquisitorias de los ojos imaginarios de las popas de los barcos que me señalaban como intrusa con el crujido siniestro de las tensas maromas. En cualquier momento una voz me expulsaría de allí como a la niña demasiado curiosa que se cuela en el patio de un club privado a jugar. Roja de vergüenza llegué a mi destino y tú no estabas allí. Miré a todas partes, leí mil veces el nombre de la popa, deletreando nerviosa unas letras que no se dejaban leer y de pronto, tu mano se tendió salida de las sombras de esos otros barcos que dormían junto al velero de la esperanza. Quise abrazarte y confesar uno a uno los temores infundados que sobre la pasarela me habían acosado. Suplicarte que ahuyentases los fantasmas quietos que me acosaban rozándome con los dedos del viento racheado, pero al mirarte a los ojos comprendí que todos los miedos se concentraban en uno: estar sola de ti.
Por eso me abalancé sobre tus hombros y te besé no una vez: te besé cientos de miles de veces concentradas en una sola. Te besé hasta extinguir los fuegos fatuos de la bruma en la noche; hasta desecar la mar de las dudas, de las ausencias; la mar de todas las playas desiertas que me recorrían desde el ayer impreciso donde tú no eras. Te besé con los ojos cegados de deseo hasta que mi lengua estuvo a punto de estrangular la tuya con su ímpetu desatado. Y te hubiera besado más de no ser por el aire caprichoso que me dejaba sin aliento y que al borde del llanto, me dejó inerme adosada a ti: Muerta entre tus brazos.

El balanceo de la mar acunaba la goleta y sumergidos en el camarote principal nuestros cuerpos desnudos eran acariciados por la luz tenue de las farolas, que de puntillas se precipitaba por el ojo de buey. Tu respiración agitada se había roto dejando un murmullo de olas imprecisas y lentas que me invitaban al sueño. Elevé mi mirada hasta la tuya y tuve miedo de los ojos abiertos que contemplaban las sombras quietas del escritorio. ¿Qué pensarías de mí? Me invitaste a navegar por los mares desiertos de la noche en tu yate prestado, como el capitán romántico que poblaba mis sueños y yo lo estropeaba con mi urgencia de ti, seduciéndote vilmente, a traición, hasta robarte los besos que gustoso me dabas, para atesorarlos en mi cofre. Era yo la indigna usurera que ya no presta su oro para poder contemplarlo brillar en el cofre entre abierto de la boca.

-Elisse- susurraste de pronto liberándome del tormento que infligía el silencio de la respiración-dime que has venido para quedarte. Elisse.

-Si , Izan me quedaré hasta que partas.- Dije cerrando los ojos aferrada a tu casco.

-No partiré si no es contigo, Elisse. Tengo miedo de los mares en los que tú no estés.

Fue entonces cuando nos dormimos abrazados y la despreocupación del tiempo, tajo en sus alas la mañana fría. Tuve miedo a despertar. Un miedo atroz que me paralizaba me hizo apretar los ojos cerrados junto al vaivén tranquilo de tu costado y al escuchar tu respiración callada se alejó.


Caminé hasta la oficina por esas calles atestadas de gentes con la mirada feliz que solo los enamorados tienen. Esa mirada sin duda que está segura de lo que siente, como es el sol vestigio del día en la mañana creciente. Toda mi mente era una amalgama de recuerdos táctiles, de olores de imágenes a contraluz en la penumbra de la noche. Lo confuso era cierto y lo cierto era maravillosamente increíble. Tú eras todo eso.
Conté las horas que faltaban hasta la próxima cita en el puerto. Las manecillas se juntarían señalando el sur del reloj y entonces todos los minutos vacios de ti tendrían sentido. Respiré hondo otra vez, en lo más recóndito de los pulmones yacía tu aroma y me devoró la piel, los gestos hasta ahogar mi respiración. Ya falta menos amor.


¿Qué significa querer? Siempre. Nunca. Amor. Si me lo hubieras propuesto en otra vida hubiera dicho que no, por eso cuando me hablaste de aquella singladura hasta Marsella en la goleta de tu jefe sin más acompañantes que tus dos perros y la mar azul me dispuse a hacer la maleta y ciega te seguí. Nada me importaba arañar días a unas vacaciones muertas en la rutina del verano, sin un capitán que atrajera el viento favorable hacia mi. Tú eras ese viento y ahora debía sentirte en el rostro.

El viento roló del norte noroeste mientras con el pequeño motor de gasoil nos alejamos de la seguridad del puerto. Pronto pararías máquinas y con la maestría que solo los días en la mar dan al navegante, te duplicarías en las funciones de cargar velas en los enhiestos palos y sus vergas. Los tirantes de acero se adornarían por fin con el blanco ciñendo el viento y el sonido cansino de motor sería un vago recuerdo. La mar rasgaría cantando la proa y girones de viento aullarían en los cabos tiesos. A popa junto a la rueda del timón, insegura de mis manos férreas, aprisionaría en mi memoria todas aquellas imágenes de ti descalzo sobre la cubierta.
La nave se escoró un par de grados a estribor y tomando la rueda sujetaste con tus manos las mías que temblaban, luego me besaste muy lento.

-¿Será siempre así? Pregunté ruborizada de mirarme en tus pupilas.

-Si, siempre que haya viento.-Dijiste.- Sonreías.

-¿Durará mucho?- Pregunté mirando a la mar tranquila de la mañana.

- Hay viajes que duran toda una vida, Elisse. Toda la vida.

Por el lobo que camina.