lunes, 17 de enero de 2011

Un aria para la muerte.



-fabian perez
-surman
-Mónica Castanys

La sala estaba en perfecto orden: las dalias junto a la ventana- abierta de par en par-, la quietud de los cuadros sobre la pared y los ocres de un otoño recién inaugurado, pero el aire ,enrarecido sin motivo aparente, la hizo estremecerse. Buscó la causa de aquel olor desagradable, pero no la encontró. El aroma afilado recordaba quizá a lo que debió sentir Sir Howard Carter cuando quebrantó el sello de aquella tumba maldita en Egipto. Una nausea la embargó haciendo temblar sus piernas y entonces se apoyó sobre la columna intentando buscar ese aire fresco que a las mañanas invade la estancia. Cerró por un momento los ojos y cuando por fin pudo abrirlos, recuperando todo el brío en los músculos, lo vio: Una figura de hombre se recortaba en la penumbra junto al atril de la biblioteca y nada excepto el sombrero oscuro era distinguible a pesar de su cercana distancia.
Aquella persona, o lo que fuera, canturreaba un aria de una ópera entre dientes que ella pudo identificar sin mucho esfuerzo; en ese preciso momento entró Germán en la sala y aquella siniestra presencia desapareció entre las sombras de la habitación.
Algo nerviosa dio los buenos día atusándose el cabello con la mano izquierda algo temblorosa.
-Buenos días Germán.
-Buenos días Señorita Laüra, ¿no ha dormido bien? Tiene mala cara, quizá deba prepararle uno de esos desayunos payeses que tanto le gustan…
Germán era el encargado de las bodegas Can Bonastre, un balneario hotel ubicado en una finca del siglo XVI a los pies del macizo de Monserrat en el municipio de Masquefa y cuyo entorno era el lugar perfecto para descansar. Muy cerca de la capital catalana, bien comunicado y sobre todo tranquilo. Sus doce habitaciones se reservaban con mucha antelación y más que clientes, allí acudían enamorados del vino que querían descansar en compañía de la naturaleza. En sus ratos libres, más como amigo que como empleado, Germán se convertía en el chofer y sombra de la antigua diva.
Cuando Laüra llegó por primera vez allí, aun era una de las estrellas más brillantes del elenco operístico, pero no fue por eso que él se prendó de ella. Laüra estaba felizmente casada y ante todo él era un caballero muy a la antigua usanza creo, por eso, se conformaba con estar cerca para poder admirarla. Quizá nadie habría podido apreciar como él la belleza que emanaba ella cuando contemplaba el valle con la mirada perdida en el vacío de aquellos viñedos ancianos; la sonrisa con la que se vestía por las mañanas en aquellos días, bastante más felices que los de ahora, hubiera hecho descarrilar el mundo de cualquier hombre, menos el de él. Cuando representaba alguna ópera en la ciudad condal, aquel lugar y no otro, era la fortaleza de Laüra y Germán duplicaba los panes y los peces con tal de ser su hombre de confianza. Lejos de un sueldo por la infinidad de tareas que realizaba para ella, se conformaba con entradas de platea, o cualquiera de los detalles que aquella encantadora dama tenía para con él.

-El coche está en la entrada, señorita Laüra, pero no se apure, tenemos tiempo de sobra para llegar.
-Gracias Germán…vamos, cuanto antes lleguemos, antes podremos regresar.
Mientras se alejaban de la estancia, creyó oír una voz grave que susurraba y entonces regresó aquel olor.
-¿Has dicho algo?
- No señorita Laüra, pero canturreaba otra vez, ya me conoce: el que canta su mal espanta.
Ella articulo una sonrisa forzada y parte del color que había recuperado volvió a esfumarse de repente. Estaba tan segura de lo que había oído, como lo estaba de poder distinguir el eco de sus pasos en el largo pasillo. Al llegar a la entrada, el sol de la mañana la hizo entrecerrar los ojos y tomando las gafas de sol de su bolso marrón salieron del edificio principal.
El tráfico no era demasiado denso aquella mañana por eso llegaron a la diagonal antes de lo que habían calculado, Germán estacionó el vehículo en la plaza 117 del parking privado de la clínica Creu Blanca y saliendo del vehículo con galantería abrió la puertezuela de atrás del vehículo.
-Gracias… pudo articular Laüra con un hilo de voz. Decididamente no tenía buen día esa mañana.

Fue en aquella clínica donde la detectaron por primera vez el mal de laringe que terminó con su carrera de forma súbita. El doctor Arnau Llorent, director de aquel centro, se había convertido en el médico privado de Laüra, más allá de la clínica, quizá sugestionado por la misma magia que llevaba a Germán a actuar como lo hacía; y es que Laüra Lorengar, irradiaba, como la magnetita al hierro, un campo de atracción irresistible para los hombres buenos.
El edificio más bien parecía un palacio residencial de principios del siglo veinte que una clínica, y sólo las cofias, uniformes y el olor a fármacos, lo identificaba como tal. Nada más llegar, Laüra dejó a su acompañante en la cafetería y se encaminó escaleras arriba hacia el despacho de doctor Arnau; este estaba ubicado en la última planta del edificio, en ese pequeño castillete que de ser la residencia de alguna familia acomodada, habría sido el lugar perfecto para estudio, biblioteca o incluso el observatorio astronómico y del conjunto de aquel barrio de la ciudad. Los grandes ventanales estaban protegidos desde el interior por unas venecianas blancas que impedían junto a los cristales foto cromáticos que alguien pudiera ver lo que sucedía en la estancia desde el exterior.
Frente a la puerta, Laüra tomo aire y atusándose el recogido del cabello en busca de mechones sueltos, llamó a la puerta dos veces. Fue en ese instante cuando regresó aquella voz y nuevamente la habló susurrándola al oído:
-… Yo soy la respuesta y el camino, la única salida, si acaso quedan salidas ya….
Intentó recomponer el gesto desencajado de su cara y alejar de sí aquellas palabras, que sin lugar a dudas eran producto de su imaginación, el estrés o las alucinaciones que desde pequeña sufría en silencio. Una vez le habló de ellas a uno de sus médicos, pero sólo consiguió una receta de ansiolíticos y rellenar innumerables tontos test de personalidad. Aquello era diferente. No eran voces producto de la esquizofrenia, sino augures de acontecimientos, accidentes, o ataques de epilepsia que ella había aprendido a interpretar tan bien con el paso de los años. También el gran Cesar estaba tocado por los Dioses, sólo que ahora, la medicina racionalista los había olvidado.
-Pasa Laüra, pasa… - dijo el doctor Arnau desde el interior del despacho. Te esperaba; como siempre, llegas tan puntual como el big ben.
Laüra se acomodó en la silla intentando recobrar fuerza, e imitó, una de esas sonrisas que antaño había dedicado a sus fans en el escenario, para mirar a los ojos del doctor.
_Voy a serte sincero Laüra, la dolencia que padeces no va bien y se me escapa de las manos. Me he puesto en contacto con mi colega Patxi Larrainzar de la clínica universitaria de Pamplona y al ver los resultados de tú análisis, coincidimos en que debes empezar tratamiento, con urgencia, en su clínica. Aún es pronto para aventurar nada, pero parece que detrás de ese nódulo en apariencia insignificante, está dormido, pero avanzado un tumor cancerígeno muy preocupante. No sabemos su alcance todavía, al parecer no hay metástasis y una intervención ahora podía salvarte la vida Laüra.
Tras las palabras del doctor se hizo un silencio en la estancia toda llena de luz ; al fondo junto a la ventana un diván y una silla b.k.f captaban la atención de Laüra, que miraba ensimismada las motitas de polvo suspendidas en el aire. Había creído oír nuevamente la voz misteriosa, algo ahogada ahora, y distante, pero el mensaje era el de días atrás. Aquellas palabras no la cogieron de improviso, pues ya las esperaba, pero en su mente, una negación de la realidad, pugnaba con ella por dominar la situación.
-Lo esperaba Arnau, pero déjame unos días para meditarlo, la intervención que me propones me dejará definitivamente inválida…
-Laüra, la tecnología ha avanzado muchísimo y ahora existen en estados unidos medios que minimizan el impacto; se podría escanear la voz y un aparato electrónico la reproduciría idénticamente como ahora. Nadie lo notaría.
-Pero yo si Arnau, yo sí.
-No seas cría, no hablamos de un aspecto más o menos físico, sino de la vida. De no ser intervenida puedes morir ¿lo entiendes? Es del todo necesario.
-Eso es precisamente lo que quiero pensar, Arnau, si la vida que me propones para el futuro, es o no de mi conveniencia. Cuando dejé de cantar, una gran parte de mi murió y ahora, de seguir tus consejos, creo que mataría al resto de mi misma. No sé si merece la pena seguir así…
-Por el amor de Dios, hay muchas más cosas en la vida que la ópera y la voz. Laüra, no aceptaré un no por respuesta, debes ir a Pamplona.
-Sí, Arnau, iré, pero no para someterme a ninguna intervención. Dejaré que ese amigo tuyo me reconozca, pero nada más.
-Piensa en tu marido, en tus amigos, en ti. La vida es cambio y tenemos que adaptarnos; así ha sido siempre cielo, llegará el día que nos riamos recordando ésta conversación. Míralo como una oportunidad para hacer otras cosas, dedicarte a los tuyos o incluso producir tus propias óperas.
-Vaya, ahora pareces mi marido, eso mismo me ha dicho antes de venir. Y al decir esto sonrío.
Hubo otro silencio en el que Arnau no paró de mover la estilográfica entre los dedos. Sabía lo terca que podía ser Laüra.
- Estoy completamente agotada, anoche no pude dormir casi nada, creo que volveré al hotel y meditaré sobre el tema.
-¿Han vuelto las pesadillas? Te recetaré algo para que descanses mejor.
-Mira, a eso no voy a decirte que no; creo que es por la tensión acumulada de éstos días. Cuando termine la semana, el balneario me habrá dejado como nueva, ya lo verás.
Laüra tendió la mano levantándose y miró al médico con bondad.
-No te preocupes más de lo necesario, ya sabes que soy bastante más obstinada de lo que mi frágil presencia sugiere. Prometo meditarlo muy enserio.
-Por los dioses, ¿frágil? Nadie que te haya mirado a los ojos puede decir que lo seas, pero no insistiré, ¿serviría de algo? Solo acude a Pamplona, quizá Patxi te persuada para que no intentes suicidarte.
-Venga no te pongas melodramático, todo ocurrirá y solo los hados conocen el destino…¿Tomamos un café?
-No puedo Laüra, tengo una mañana horriblemente llena de trabajo, pero iré a visitarte al balneario antes de que te vayas.
-Entonces hasta pronto Arnau, y gracias, gracias por preocuparte tanto por mí.
Él llevó sus labios hasta rozar la mano de Laüra y la despidió con su mejor sonrisa aunque posiblemente no evitó que una nube de preocupaciones se le viniera encima de repente.

Al salir Laüra caminó altiva por los pasillos que conducían al ascensor y justo antes de tomarlo, se decidió por las escaleras. No había nadie en ellas y quizá por eso pudo volver a ser la mujer dubitativa que no aparentaba ser. Las palabras de su amigo habían producido una sensación de pánico que difícilmente podía contener bajo la máscara. Todo su mundo estaba al borde del colapso. A su mente acudían escenas de viejas películas en blanco y negro donde los aliados bombardeaban Berlín. Dresde ardía bajo las alas de aeroplanos que emitían un terrible y monótono zumbido de motor. Los supervivientes judíos en los campos formaban silenciosa columnas cadavéricas sin saber muy bien a donde ir, mientras los soldados liberadores miraban horrorizados su semblante. Se paró e intentó respirar hondo para sosegarse. Todo aquello no era verdad, pronto despertaría en su cama de sábanas blancas y la luz la acariciaría amable. No. Mentirse no serviría de nada. Enfrentaría su miedo, salvaría su vida intentando luchar contra el cáncer. No. No deseaba sobrevivir seccionada, despojada de su único talento, privada del habla humana.
Un enfermero se arrodilló y la sostuvo la mano.
-Señorita ¿se encuentra usted bien?
Sentada en el borde de la escalera, sus sollozos habían formado un pequeño charco salino junto al zapato de tacón que se había desprendido del pie. Laüra abrió los ojos pero no consiguió ver nada, comprender nada; luego los orientó hacia el enfermero y entonces como sorprendida de ver a alguien delante suyo, reaccionó.
-Sí, sí, solo ha sido un pequeño mareo repentino, pero ya me encuentro mejor, gracias.- dijo al tiempo que intentaba levantarse. Sus piernas hicieron defección negándose a responder como si la fuerza de la gravedad las obligase a permanecer ancladas al piso.
-Deje que la ayude, tengo ahí en el pasillo un vehículo descapotable señorita Laüra, me haría muy feliz poder llevarla hasta el hall.
-No, si ya estoy bien, de verdad, puedo sola, gracias…¿Me conoce usted?
-Todo el mundo la conoce, es usted el ángel de la Cruz blanca: Madame Laüra Lorengar, pero permítame llevarla, insisto. Concédame ese honor.
-De acuerdo,… Me está esperando un amigo en la cafetería, puede llevarme hasta la puerta, pero deje que me levante antes de llegar, no quiero preocuparlo.- Dijo acomodándose en la silla.
-¿Sabe?, no todos los días uno tiene la suerte de llevar a una gran diva. La admiro, madame; una vez la vi en el Liceu y desde entonces he soñado con éste momento: poder decirla a usted lo mucho que se la quiere aquí en la ciudad Condal.
-Además de amable, es un cumplido precioso, gracias ¿F de Fernando?.- Leyó ella en la chapa del uniforme
-Sí, Fernando Galán, para servirla a usted. Dijo comenzando a andar hacia los ascensores de servicio. Es un atajo ¿sabe? Por aquí solo bajamos o subimos nosotros los enfermeros; la sangre azul y las visitas utilizan los otros.
-¿la sangre azul? Tiene gracia el apelativo.
-Guárdeme el secreto, así llamamos aquí a los doctores. Normalmente van caminando por los pasillos embutidos en sus deslumbrantes batas blancas con la misma altivez con que un rey pasea por palacio. Algunas veces nos saludan, pero la mayoría de las veces somos invisibles para ellos. ¿lo ve? Sonreír devuelve a uno la salud, ya casi ha recuperado todo el color.



Germán apoyado en la barra de la cafetería, tenía la mirada fija en el reloj digital de la columna aunque observara la puerta de reojo. De vez en cuando comprobaba que el Zenith 1940 de su muñeca y éste, estuvieran sincronizados, pero en ambos sólo podía contrastar lo despacio que pasa el tiempo cuando uno espera en un hospital a alguien.
Hoy era de esos días en el que no fumar hubiera sido del todo imposible, pero al no estar permitido en todo el recinto hospitalario de la clínica, y no querer alejarse de allí, Germán primero se mordió las ganas, luego las uñas y de haber tardado un poco más, hubiera roído la tapa de la pitillera de plata que descansaba quemando en el bolsillo derecho de su americana; justo en el momento que la necesidad de humo se hacía más imperiosa, apareció Laüra acompañada de un enfermero. ¡Estaba tan bella con ese vestido color café! La palidez inusual de hoy la hacía aún más atractiva, pero sobre todo, esa forma de caminar apenas rozando las baldosas, como las hadas deben hacer en el caso de que existan. Germán contuvo su impaciencia con un aire de despiste y tomando la tacita de café simuló beber de ella. Luego y de reojo la vio acercarse despacio a él.
Una persona poco observadora quizá no hubiera notado la debilidad que ella irradiaba al caminar, pero él, a pesar de que ella ocultaba su mirada bajo una gafas de sol de Gucci, se percató al instante de la pesadumbre que se cernía sobre su amiga. Entonces recogió la americana de encima de la barra y fue a su encuentro con cara de preocupado-
-Tiene cara de necesitar un capuchino con extra de azúcar, ¿se encuentra bien Laüra?
-Pues claro, ya sabes lo mal que me sientan los hospitales, en cuanto me dé un poco el aire estaré como nueva.
El enfermero los observó mientras se alejaban no sin un atisbo de envidia en la mirada, luego con un profundo suspiro, tomo la silla de ruedas y se dirigió de nuevo a la última planta.
La diagonal estaba atestada de tráfico a esa hora y el vehículo avanzaba bastante más lento que las personas que llenaban las calles y plazas de la ciudad condal. Germán accionó el reproductor de cd y la melodía de una canción de Ryuichi comenzó a sonar. Aquella música trajo al habitáculo la tranquilidad de las praderas verdes, de las flores silvestres que pueblan los campos en primavera y una fragancia de la infancia anegó su mente. Entonces, rebujándose en el asiento, Laüra cerró los ojos y se vio a sí misma en el interior de un poema de Robert Frost :los abedules se inclinaban levemente sobre ella llenos de nieve que no era nieve, sino flores de almendro blancas. Podía escuchar como crujían las ramas bajo su peso mientras escalaba hasta la copa, donde el viento tañía sin cesar, las hojas de frutos verde amarillos. Nada existía más allá del agradable sonido, de la temperatura perfecta del climatizador; más allá del cristal de la ventanilla por la que le mundo, imbuido en la música, desfilaba mudo y ajeno al dolor.
Él la observaba con la pregunta atravesada en la garganta, pero algunas veces se dijo a si mismo, es mejor no hablar y dejar que sean esas otras palabras las que expresen la voz del subconsciente. En la comisura de los labios de Laüra podía leerse una frase amarga, un toque de cianuro quizás, una tranquilidad desazonada que curvaba en rictus la sonrisa placida, casi angelical, como la de un niño que se duerme justo después de una pesadilla. La confirmación de las malas noticias estaba más allá de todo eso, porque él a pesar de no saber, sabía ya lo que había intuido durante la espera, antes y justo en el momento de verla aparecer acompañada del enfermero. Quiso decir muchas cosas, rebuscó aquellas frases que en los libros dicen los amigos cuando acompañan las desgracias ajenas, pero no halló nada excepto aquella canción que ahora sonaba.
Ya en la autopista, el monótono murmullo del viento hizo que ella cayese en un profundo sueño, en el que su tez recuperó todo el esplendor perdido. Germán ahora, había seleccionado en el reproductor el concierto para violin op 64 de Mendelssohn y sonaba tan levemente, que podía escuchar la respiración entrecortada de ella.
No mucho después de comenzar el andante llegaron al balneario y él detuvo el vehículo con la suavidad de la pluma que se posa en el agua de un lago. Por un momento quiso volver a la autopista y conducir sin destino hasta que ella despertase para poder conversar largamente con ella en el camino de vuelta. Deseaba oírla reír como antes lo hacía al regreso de los ensayos de una gran obra, oír como en cada anécdota despertaba la vida, pero en vez de eso, salió del vehículo y tomándola en sus brazos la condujo hasta la suite.
Alfredo, su marido, la esperaba ansioso con una copa de vino tinto entre las manos, y cuando los vio avanzar hacia la entrada principal, la copa se deslizó de su mano haciéndose añicos sobre el argentino suelo cerámico. Instintivamente corrió hacia ellos , pero Germán desvió su camino hacia las habitaciones y tras acomodar a Laüra en la alcoba cerró la puerta. Sofocado por la carrera, Alfreod llegó sin aliento a la puerta de la suite donde el metre lo estaba esperando con el dedo índice sobre los labios, lo tomó del brazo y caminaron hacia la biblioteca del balneario.
-Antes de que me preguntes, he de decirte que no sé nada, pero creo que no ha ido bien la cosa. Cuando salió del hospital estaba totalmente abatida y sin color. Ella sabe bien como disimular ciertas cosas, pero no todas. Me temo lo peor, Alfredo. Ahora es mejor que la dejemos descansar.
-No sé cómo agradecerte lo que haces por ella. Debería haber sido yo quien la acompañara hoy. Me siento tan culpable. Tengo la sensación de perderme todos los momentos importantes de su vida…
-Dudo que te hubiera dejado acompañarla, ya la conoces, pero no te aflijas por una tontería, va a necesitarte y mucho. ¿es cáncer lo que tiene verdad?
-De eso mismo iba la consulta de hoy. Hoy le daban los resultados de la biopsia, el doctor Arnau no quiso compartir sus sospechas conmigo, pero en la gravedad de su tono, así lo entendí yo. Ahora mismo voy a llamarlo, para oír de primera mano la noticia. Nuevamente gracias, amigo.
-Debo dejarte, por ahí viene el recepcionista con cara de estar ahogándose. Hasta luego Alfredo y ánimo.
La tarde pasó lenta y rápida al mismo tiempo para Germán, pues no pocos asuntos requerían de su mano izquierda. Era el pequeño señor feudal de aquella masía e incluso el rey no dudaba en pedir su consejo para todo lo concerniente a ella, así, no había nada que no pasara por sus manos, y eso, además de mucho trabajo significa nada de tiempo libre. En un principio tenía un pequeño chalet alquilado no muy lejos de allí, pero como apenas lo utilizaba, había acondicionado como vivienda una antigua cuadra, con tanto gusto, que el dueño pensó en decorar las habitaciones del balneario de igual modo que ella. Ahora, terminada la jornada para el servicio, tan solo el recepcionista y él seguían trabajando.
De pronto sonó como si alguien llamara levemente a su puerta, pero el repiqueteo de las teclas del portátil lo silenciaron. De haber estado atento hubiera oído el chirrido que la puerta hizo al abrirse, y quizá también los pasos que se acercaban al escritorio, pero nada de eso lo alteró y con el cigarro entre los labios permaneció concentrado en la pantalla. Una mano se posó en su hombro y entonces, sobresaltado, dejo caer el cigarro sobre el teclado al tiempo que emitía un grito de pavor.


Con el corazón todavía en un puño Germán miro a los ojos al visitante.
-No deberías trabajar tanto…
- Hola Laüra, ¿qué tal te encuentras?
-¿Sabes? He soñado con bosques orientales y un río en el que flotaban flores de melocotón. Soñé que me llevaban unos fuertes brazos hasta una cama y era tan mullida como el césped en primavera. Pero lo que más me inquieta es que despierta oigo los pasos de la muerte que se acerca…
-Quizá no sea la muerte quien se acerca, sino la vida.
-No amigo, ya me ha hablado… la he visto esta mañana justo antes de aparecer tú.
-Muchas sombras parecen funestas durante la noche, pero el alba nos desvela que la imaginación es más poderosa que la realidad. El ojo tiende a engañarnos.
-En efecto eso sucede con los objetos que duermen en tinieblas, pero a plena luz, donde no puede haber sombras, la muerte se presenta con el más oscuro de sus rostros ….¿Crees que estoy loca Germán?
-La locura es sólo un rostro para un cuerdo. Necesario para vivir, para amar, pero no; no creo que estés menos cuerda que otro ser en tus circunstancias.
-¿Has hablado con mi marido?
- Desde esta mañana no. Y aún nadie me ha contado que es lo que te dijo el doctor…
-Tengo un nódulo cancerígeno detrás de la garganta, tan pegado a las cervicales que asusta hasta a los propios médicos. La única solución que me presentan es una laringotomía y rezar para que no se haya extendido por la médula espinal.
-Bueno en ese caso, te lo han dejado fácil, solo tienes que elegir entre sí o sí.
-Que optimista eres. Pero ¿qué será de mí? ¿En qué monstruo he de convertirme para quizá morir de toda formas?
-Claro, recuerda que aquí nadie se queda mucho tiempo, nuestro camino es así de incierto. Un día eres, pero al siguiente, tan solo recuerdo. Siempre hay que luchar ,Laüra. Siempre.
-Pero, si se me ofreciera una oportunidad de morir más dignamente que cercenada y atada al dolor…
-En la lenta lucha cabe la salvación, mientras que el camino rápido tan solo cabe el osario de un panteón.
-Todos avanzamos hacía ese lugar y tarde o temprano yaceremos allí.
-Es posible, pero no antes de terminar el camino. Tomar atajos no es tu estilo.
-Creo que por ésta vez se me permite elegir. He visto lo que me espera, Germán.
-¿En esos sueños?
-Sí, como aquella vez que vi morir a mi madre.
-¿Y ocurrió de veras lo que viste en él?
-Tal y como me fue mostrado, solo que no se lo dije a nadie. Bueno, más tarde al psicólogo, pero me arrepentí mucho de haberlo hecho.
Hubo un silencio en el que ambos se miraron a los ojos, luego, él apartó la mirada abatido buscando algo en la pared. Por un momento posó la mirada en la hornacina donde un buda dorado oraba en la posición de loto. A su lado humeaba una barrita de incienso siempre que él se hallaba en la sala y las volutas se elevaban hacia el techo como columnas que en el extremo se hacían añicos.
-Tengo apego a lo que quiero Laüra, nunca podré ser un consejero imparcial. Si estuviera en mi mano ya sabes lo que haría.
-Por eso te lo cuento, Germán. Nadie más que tú es capaz de comprenderlo. Solo tú ves y sientes como tuyo la lucha de otros. Eres magnánimo hasta cuando nadie espera que lo seas. Por eso eres imprescindible en éste lugar. Además tienes el don de la empatía.
-Tal vez lo tenga, pero preferiría el de la persuasión…
-Nadie elige los dones
-Y entonces ¿Qué puedo decirte? Quiero que vivas, solo eso.
-Una vez creí que era a mí a quien querías…
-Claro, pero esa vez también estabas casada, como ahora; y aquella vez estabas enamorada de otro, como ahora.
-¿Y si te dijera que no tengo más amor que la ópera?
-Te diría que mientes. -amas las flores y su aroma, los charcos que deja la lluvia en el bosque. Amas la mar y sus temporales de invierno.
-Eres incorregible, ¿Qué he de hacer para que me apoyes?
-Nada. Aun opinando diferente, con la certeza de que te equivocas, estaré a tu lado.
Ella lo abrazó estrechándolo fuertemente entre sus brazos, como el naufrago abraza un salvavidas, mientras, él se sentía morir. Hubiera deseado recorrer su piel desnuda hasta vestirla de besos, amarla gritando a los cuatro vientos que solo a ella pertenecía su alma. Retar a la misma muerte una y mil veces hasta vencer en el duelo, a cualquier precio. Hubiera deseado ser amante de quien se ama; amar más allá de los límites y no esperar nada más que amor. Amor y vida serian entonces la misma cosa, todo lo contrario de lo que hasta ahora vivía sin vivir. Luchó fuertemente contra sus convicciones más profundas, contra la educación, contra la nobleza, contra sí mismo y cuando apunto estaba de claudicar, de hacer defección de todo y dar rienda suelta al pirata que llevamos dentro, ese ser libre que desea por encima de todas las cosas amar, notó que sus manos asían la cintura de ella como un árbol una hoja en otoño, y enterrado en su vientre lloró de amor.
Ella lo miró por primera vez dándose verdadera cuenta de sus sentimientos. Había estado tan ciega y sorda como lo están las gemas de una corona. Deslumbrada por el propio brillo, había olvidado que la luz es el motivo de todo. Sintió un desgarro en su alma por no haberse dado cuenta antes de que él la amaba con el amor que había estado buscando siempre, y que tan solo había encontrado con Adolfo en los primeros años de relación.
Germán estaba allí en la antesala del final, como espera el bote arriado al capitán sin saber que éste se hundirá con el barco.
Con lagrimas en los ojos, besó su frente y sin decir nada se fue de la habitación como alma que lleva el diablo. Anduvo por los pasillos en sombras , por el jardín y antes de cruzar la puerta de la biblioteca se detuvo arponeada por el miedo.
La sala estaba a oscuras y tan solo la luz de la noche estrellada entraba por las ventanas cubiertas con visillos. Notó que había perdido sus babuchas en alguna parte porque el frio de la sala se adentraba en su cuerpo por la planta de los pies. De pronto una densa niebla llenó la estancia y nada de lo que creía ver era realmente lo que allí sucedía. Estaba en el escenario de la Fenice vestida con un suntuoso vestido oriental, el barítono principal yacía arrodillado en el centro de la sala mientras ella cantaba un aria desgarradora, quizá la más desgarradora que nadie ha escrito para una representación. Las butacas estaban vacías y rodeadas de sombras pero en la platea principal una figura siniestra tocada con un sombrero negro se frotaba las manos insistentemente. Desaparecieron los músicos, el escenario, el vestido, la sala misma y ahora se encontraba en el medio de un cueva tenebrosa donde las estalactitas brillaban con una luz cadavéricamente irreal, las paredes pétreas comenzaron a girar más y más rápido, hasta que la extraña figura y ella quedaron rodeados por el torbellino.
-¿Qué eres? ¿Por qué me atormentas así? Vete. Déjame en paz…
-Ya sabes que soy y porque estoy aquí.
-No, no lo sé. No eres más que un producto de mi imaginación. ¡Sal de mi mente!
-Eso es cierto, pero solo en parte.
Y de repente la biblioteca volvió a materializarse a su alrededor. La luz de la luna se filtraba por entre las cortinas haciendo brillar el jarrón transparente de una mesa junto a la ventana. Todo parecía en calma salvo por el terrible olor nauseabundo que parecía penetrar en la carne. Laüra y su tétrico acompañante tomaron asiento uno frete al otro, aunque ella no pudo mirar a su rostro porque este parecía carecer de él.
-¿Lo ves? Todo está en tu mente. Celebro que te hayas tranquilizado.
- Todo no. Tú sigues aquí.
-claro, como he estado siempre, pero dime, ¿cuál es la respuesta?
-¿Qué quieres de mí? No sé de qué me hablas.
-Oh, claro que lo sabes. Si me dejaras de negar, quizá la luz se haría en ti nuevamente.
-¿Eres el diablo, has venido a tentarme? No creo en ti, ni en tu antónimo, ahora ¡vete! Vuelve al infierno del que provienes.
Una risa atronadora llenó la estancia sobrecogiendo a Laüra
-Has leído muchos libros Laüra, ¿en serio crees que eres Fausto esta vez? No, no quiero tu alma, ni he venido a comprar nada, pero eso ya lo sabes. Solo quiero una respuesta a la pregunta. Puedo darte lo que quieres, pero eso solo depende de ti. No hay pactos, ni sangre, ni condenas perpetuas que valgan.
-Si todo lo sabes acerca de mi, ¿por qué me preguntas?
-Hay cosas Laüra que son necesarias; cosas que solo al pronunciarlas en voz alta dejan de ser pensamiento y se materializan, son reales. ¿hablarás de ellas o seguirás negando la evidencia?
-Sí, sí, sí… No pienso sufrir. No seré el fantasma que atan a la cama los tubos. No quiero alarga nada que me haga sufrir de esa manera. Lo he visto, como he visto todo lo que me iba a suceder desde niña…No estoy loca.
Laüra se derrumbó y con las manos sobre la cara lloró amargamente; creyó sentir una mano fría que la acariciaba el cabello, y que al hacerlo, la liberaba la carga que soportaba. La voz siniestra susurró una frase amable y el olor desapareció de la estancia.
Ahora la mano que la acariciaba era tibia y suave y su aroma de vainilla la envolvía.
-Tranquila amor, ya pasó todo. Verás como salimos airosos de esta.
Alfredo puso una bata de invierno rosa sobre sus hombros y tomándola de la mano, la estrechó entre sus brazos.



Aquella mañana fría de invierno cristales de nieve hacía brillar la hierba del jardín y los árboles parecían estar cargados de diamantes. Un vehículo oscuro llegó hasta la puerta principal de la residencia Lorengar y estacionó al lado del descapotable cuya capota negra estaba teñida de blanco. Dos hombres de traje oscuro se bajaron de él y caminaron hasta la casa. Una de ellos, el más alto hizo sonar el timbre y breves instantes después una figara de mujer abrió la puerta invitándoles a entrar. Era Astrid la secretará de Laüra; caminaron por el recibidor hasta la sala donde Alfredo, aun en pijama, observaba la nada cariacontecido.
-Buenos días… El señor Alfredo Kaufman, supongo-Él asintió con la cabeza sin prestar demasiada tención.
-Está en estado de shock, inspector, todos lo estamos…- dijo Astrid con un hilo de voz.
-Soy el inspector Model y este es oficial schmith, de la policía metropolitana.
-Está en la biblioteca oficial.- Dijo Alfredo con voz cavernosa; su mirada, totalmente desorbitada, se clavó entonces en el oficial.
Los dos policías se dirigieron a la sala del segundo piso de la casa guiados por la secretaria y justo en la puerta de la biblioteca ella se detuvo.
-No quiero entrar, prefiero no verla así. Quiero recordarla tal y cómo la vi por última vez, lo entienden ¿verdad?
-Desde luego, ¿señorita…?, ¿Cuándo llegó usted a la casa?
-Astrid tannenberg. Llegué a eso de las nueve de la mañana, Alfredo me llamó fuera de sí sobre las siete y media. Vine cuanto antes.
-Bien señorita Tannenberg, está al llegar el equipo de dactiloscopia, cuando lleguen hágalos pasar, por favor.
-Schmith, tráigame el maletín si es tan amable.
-Inmediatamente inspector. Dijo este encaminándose hacia las escaleras.

Tirando de la manecilla dorada hacia abajo, el inspector abrió la puerta de la biblioteca. La sala completamente iluminada por la luz de la mañana yacía en silencio, solo roto por el rítmico sonido de la aguja del tocadiscos que anuncia el final del vinilo. El suelo de madera de roble claro apenas crujió bajo el peso de sus pasos cuando avanzaba hacia la figura de la mujer, que sentada de espaldas a la puerta, parecía mirar a través de la ventana. A ambos lados de la estancia, estanterías con puerta acristalada guardaban innumerables volúmenes de libros cuidadosamente ordenados por tamaño y color que daban a la estancia un aire vistoso e ilustrado. Justo delante de la ventana, una inmensa bola del mundo, quizá muy antigua, descansaba sobre un atril de bronce con partas leonadas, dejando ver el inmenso océano pacífico, Australia y la polinesia.
El cuerpo de Laüra antinaturalmente rígido parecía más un maniquí que una persona fallecida y ese dato no pasó desapercibido para el oficial.
Con meticulosidad sacó de su bolsillo una libreta y anotó aceleradamente sus primeras observaciones, de pronto, se percató de un olor terriblemente nauseabundo que no parecía provenir de ningún lugar en concreto. Apartando la vista del cuaderno, buscó sin encontrar nada, el motivo de tan pestilente olor.
El cadáver tenía un aroma de almendras amargas sobre chanel nº 5, la sala olía a libro viejo, a papel de imprenta y el jarrón sobre la mesa a dalias frescas. Aquella cosa, fuese lo que fuese, olía a tumba, a descomposición de la materia, a pantano cenagoso, algo casi tangible que le rodeaba a uno hasta el desmayo.
Entonces creyó oír una voz que le susurraba una frase aterradora al oído
Schimidt entró en la estancia a grandes trancos portando un maletín metálico y sin mediar palabra se lo dio al inspector.
-¿huele usted eso Schmitd?
-¿Oler?No huelo nada en particular inspector; libros y un aroma frutal en la estancia, nada más.
-¿Está seguro?
-Completamente…¿Se encuentra bien? Tiene mala cara inspector.
- No es nada, es solo que…Pero no tiene sentido. Bueno pongámonos manos a la obra ¿tiene la cámara? Ya veo que sí, bien, empecemos por el entorno que rodea a la víctima y luego los detalles. Quiero fotos de todo lo que aquí se halla. Habrá que tomar declaración a todos los que en las últimas veinticuatro horas han estado en ésta casa.

Tras la ventana cubierta con visillos blancos, flotando en el aire como un fantasma, Jürgen Model creyó ver la figura de un hombre ataviado con abrigo y sombrero oscuros que se ría carente de rostro. En ese momento tuvo un mareo que lo obligó a sentarse en una silla con los ojos cerrados.
Poco a poco abrió los ojos y la habitación, que parecía dar vueltas a su alrededor, dejó de hacerlo. El cadáver de Laüra Lorengar sentado en la silla, asía con ambas manos los apoyabrazos de madera, y lo miraba tan fijamente con ojos vidriosos que le hizo estremecerse ; en su rostro enarcaba una sonrisa indescriptiblemente placida a la vez que misteriosa y la luz de la mañana desvelaba las facciones de una mujer arrebatada a la vida justo en el momento de la floración de las rosas.
--… Yo soy la respuesta y el camino, la única salida, si acaso quedan salidas ya….
Dijo la voz que parecía salir de la boca cerrada del cadáver; en ese momento el inspector supo que la muerte estaba cerca y era inminente.

Por lobo que camina.

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