martes, 16 de febrero de 2010

El otro yo de Laura.



Imagenes "después del día"" camarero de la plaza" "prenet le soleil" por Mónica Castanys. Oleos.
Escha van den boguerd.

El sol de la tarde deshacía sus colores en el horizonte de cobalto, mientras Laura, sentada en la silla metálica de la cafetería Sunset, observaba el discurrir de aquellas olas cansadas que morían en la playa. Era sin duda un lugar mágico -y privilegiado-, que afortunadamente había dejado de estar de moda.

Aquella pasarela de blancas barandillas, conducía a la plataforma redonda, en el segundo piso del edificio del complejo comercial de suelo gris con celosías de vidrio, que dominaba la playa, donde, en una barra también circular, atendía un camarero. Vladimir, -el camarero-, era un emigrante polaco que había venido a refugiarse del frio en aquella villa marinera de perenne sol. En los pocos meses que ella llevaba acudiendo a su cita con el ocaso en aquel lugar, siempre había encontrado en él, la sonrisa tímida que tanto le gustaba en la gente. Era de pocas palabras, como casi todos los nórdicos que conocía, pero lo que más le gustaba, era que siempre tenía las palabras precisas para cualquier situación. No es que ella fuera de esas que da palique al camarero, ni mucho menos; ella prefería hablar con los silencios, con las miradas, con la sonrisa y solo si era estrictamente necesario hablar con las palabras.

Sobre las seis de la tarde llegaba con su jersey atado en bandolera y se sentaba en la mesa del fondo, aquella que situada sobre el paseo marítimo, dejaba contemplar playa y mar sin observar, ni ser observada por la gente. Detrás de aquella celosía transparente que detenía la brisa de la tarde, ella se sentía como la reina del mundo y desde su trono sencillo, rendía pleitesía al astro moribundo que se oculta en la mar. Pedía un earl grey sin azúcar, un botellín de agua mineral y abría el libro de poemas al azar. Vladimir se acercaba con la bandeja sin hacer ruido, dejaba la loza blanca sobre la mesa con la levedad del viento y junto al plato con el ticket de la consumición, dos chocolatinas envueltas en celofán rojo. Ella se había percatado desde el primer día de ello: La cortesía del local regalaba una, pero la otra era cosa suya. Por esos detalles y los silencios, había cogido cariño a aquel joven.

La voz de unos pasos resonó en las baldosas con decisión apresurada hasta detenerse junto a la mesa. Marcell se quitó la americana y con suavidad la colocó encima de la silla vacía donde descansaba el bolso de Laura. Era un hombre de mediana edad, de piel tersa y cuidada, su cabello sin las entradas de la edad caía lacio sobre los hombros musculados a golpe de gimnasio y la vestimenta entre informal y deportiva resaltaba su personalidad desenfadada. Con un leve gesto indicó al camarero que se acercara a tomar nota y tras inclinarse para besar la mejilla de su amiga, habló.

-Algún día tienes que contarme cómo haces para descubrir estos lugares. ¡Qué vistas! Realmente aquí uno se siente de verdad vivo, Laura…¿Qué tal va todo cielo?


De la americana sacó un paquete de tabaco rubio y un mechero que llevaba sus iniciales grabadas. Con calma quitó el precinto de celofán transparente y extrajo un cigarrillo de su interior. La mirada de ambos se cruzó en ese instante hasta que la colisión hizo ruborizar sus mejillas. Marcel bajó la mirada, asintiendo quedo, y depositó de nuevo el objeto a en tumba de cartón.

-Lo siento, es la costumbre. Siempre olvido lo mucho que te molesta el humo.

-Gracias, Marcell, míralo desde lado bueno: ahorras en salud y puedes disfrutar de la brisa marina sin añadidos, ni cenizas. Respira hondo amigo, hasta aquí llegan los aires del océano, las algas de los fondos y la sal. Desde ésta cubierta donde el sol hace brillar los cristales, llegan a ti inaugurados…

-Oye si te vas a poner poética me voy, eh. No has contestado y de ello puedo sacar la conclusión que no te apetece hablar de ti. Nada nuevo por otro lado. Me ha gustado que me llamaras para tomar el té, adoro hacerlo en buena compañía y tú siempre lo eres.

-Si te vas a poner adulador, la que se va, soy yo…

Ambos reían cuando el camarero se presentó y sin mirar a Laura, dio las buenas tardes.

-Buenas tardes, ¿qué va a tomar el señor?- su acento norteño enfatizó las eses y a Laura aquello le hizo sonreír. Era como si estuviera inmersa en el viejo libro de Pasternak y por la ventanilla, en lugar de la estepa, pudiera verse la mar de Alberti.

-Buenas tardes-respondió Marcel mirando de frente a Vladimir- Tráigame un Macallan sin hielo y un botellín de agua mineral, por favor…¿tu quieres algo Laura?-- Laura movió la cabeza negativamente. –Bien, eso es todo entonces.

-De esa marca tenemos varias añadas, señor:¿ 10, 12 o 18 años?

-Excelente-se sorprendió Marcell- Excelente, bien, de dieciocho, no quiero tener problemas con las autoridades- dijo guiñando un ojo a Vladimir.

El camarero hizo un giro sobre sus talones y se dirigió hacia el interior de la barra. No tardaría mucho en traer la comanda.

- Veo que hoy el té lo tomaré sola. Si luego te hacen soplar de camino a casa, espero que te sientas culpable cuando llames a Ana para que te recoja…

-Toca madera, que con la suerte que tengo últimamente, seguro que me pillan.
-¿Qué tal están Ana y Anita?

Marcell con gesto serio miró hacia el horizonte suspirando, luego se acomodó en la silla nuevamente. No acaba de encontrar una postura cómoda sin duda. Y con un hilo de voz comenzó a hablar con la mirada fija en las olas.

-Lo cierto es que mejor. Ya está mucho mejor. ¿Sabes? es fuerte y se repondrá, solo necesita un poco de ayuda para acomodar los cambios. Yo intento estar ahí, pero no sé si además ella espera otra cosa. Es difícil, casi no me habla y cuando lo hace, me deprime. Intento que salga, que se anime, pero es inútil. A veces me da algo de miedo dejarla asolas con la niña…

-Es temporal, Marcell. Son las hormonas. Los cambios a los que está expuesto el organismo después del parto, son algo así como pisar el freno a fondo cuando se va muy rápido. Entra vértigo y zozobra, pena, apatía e incluso miedo. Un miedo atroz a no ser, a no estar a la altura de las circunstancias. El recién nacido es más frágil a sus ojos de lo que en realidad es y justamente es ahí donde has de incidir tú. Sentaros en el suelo, los tres, abrazaros, reconoceros, palparos, besaros, celebrad la vida: vosotros sois vida, la vida está en vosotros, en cada poro, rebosante, alegre, efervescente. Tienes que esforzarte, ahora te necesita más de lo que crees. Debes hacerla ver que ella es el centro de ese mundo, ella es la vida. Sus pechos, ahora deformes, son la vida. Todos los misterios están en ella. Sobre todo pasad muchos tiempos juntos. Sin pensar en los quehaceres, en las obligaciones. Todo es celebración y rosas. Haz que lo vea Marcell, hazla reír…

-Gracias Laura. De verdad. A veces olvido yo también que la risa es el calor del mundo…

Se hizo un silencio en el que ambos contemplaron al barco solar sumergirse en el banco de nubes blancas que defendían el horizonte. La brisa, desaparecido el astro, roló despiadada, envolviendo la mesa con su tacto frio y los cabellos de los brazos se erizaron. Marcell se perdió en la mirada de su amiga. El marinero de estribor arrojó la sondaleza hasta que hizo tope y luego cantó la medida con voz de tenor: ciento veinte brazas y no roza fondo…

-Y tú ¿qué quieres contarme? La verdad es que nos tienes preocupados a todos Laura, estas encerrándote nuevamente en ti misma.

- “Eres demasiado curioso para ser un Hobbit, de lo más antinatural. ¿Qué podría decirte? La vida del ancho mundo transcurre como en la pasada edad, ocupada en sus ajetreos, casi al margen de la existencia de los Hobbits... De lo que estoy muy agradecido.(*)- recitó Laura divertida…

-¿Sabes? , eres como uno de esos personajes de tus relatos. Uno que el lector nunca consigue descifrar del todo. Detrás de esa máscara en la que te ocultas del mundo, sólo hay otro ser inseguro, que a ciegas golpea con su bastón la vida. Nadie tiene certezas. No se sabe a dónde nos dirigimos, ni si llegaremos algún día, pero lo importante, es el viaje mismo. Tienes que salir a navegar y dejarte engullir por las olas. Que te salpiquen con sus crestas anegando la cubierta. Ves a ese camarero: le gustas y seguramente a ti también te gusta él. Pues adelante, ve al bosque, adéntrate de nuevo en el meollo de la vida y deja de golpearte el pecho con el pasado. Ya no existe. Se ha ido y nunca más regresará. Quédate solo con la lección que aprendiste y sigue viviendo.

-¡Que poco os fijáis los hombres! Está casado. He visto como mira el interior de su cartera sonriendo, seguramente vino aquí para dar un futuro a su hijo/a, escapando del frio y la miseria. Como nosotros no hace tanto, sólo que no ya nos acordamos… Y si. Le he olvidado y vivo. ¿Acaso tengo que perderme en los bares de copas en busca de otra quimera? No, me niego. Ya salgo, solo que en mi agenda no están todos esos sitios que la gente considera propios de mi actual estado. No necesito un hombre para realizarme, ni para ser yo. No es imprescindible, pero parece que si no estás en pareja eres un ser antinatural. Todos te miran compadeciéndote y se excusan con suavidad: Oh pobrecita, la ha dejado el novio, si no se da prisa, se va a quedar para vestir santos… ¡A la mierda con todo eso! Ni Santos, ni cerdos. ¡Qué se vistan ellos solos! Estoy francamente harta de ver hipocresía y de ser tratada como una inválida o como un objeto. Se perfectamente lo que quiero y lo que quiero, no se parece en nada al anuncio de la tele que nos vende la felicidad. No quiero esa felicidad, no necesito comprarla para obtenerla. Yo no me vendo en aras de la felicidad impuesta. Ahora quiero estar. Solo estar, rodeada de quienes quiero y de las cosas que me hacen feliz: mis libros, los paseos, la mar, los barcos, mi cámara de fotos y mis viejos poemas…

-Laura, no hay nada malo en conocer gente nueva y son los bares el espacio de esparcimiento favorito de nuestra sociedad. Yo no los he inventado. Puede que no sea el lugar idóneo para nada, pero al menos puedes divertirte. Y eso ayuda mucho, de verdad. –antes hablabas de reír, pero no te veo reír a ti demasiado.

-¿Qué es diversión, Marcell? Beber sin sed, hablar de trivialidades, reír sin ganas. Criticar al vecino, al conocido, al gobierno, a la pareja, a la no pareja. ¿Es vernos reflejados en las carencias de los demás? ¿Buscar sexo para sentirnos realizados y modernos? Liberados. Abanderados del mundo deshumanizado que nos rodea, donde la vida vale la parte proporcional de los bienes de consumo que se puedan obtener con el salario remunerado en que nos dejaremos la vida. Diversión a toda costa. Hay que aparentar pasárselo bien, ser divertido, para que no te tilden de pesimista y te expulsen de los círculos sociales. Imprescindibles éstos, para ser uno más de la cadena infeliz que aspira a poseer la felicidad. Material, porque la espiritual solo es interesante si está de moda. Ahora lo está y todo el mundo es zen. Yo me rio de todos esos Oshos, Dalai lamas o Jesucristos., ¿entiendes?

-Cielo, a mi no tienes que convencerme, yo te quiero. Soy tu amigo y te quiero. – Marcell sonreía, estaba consiguiendo que hablase de lo que nunca hablaba. -Por eso te pregunto, porque quiero que me cuentes lo que piensas. Para mi es importante que me digas que eres feliz con tus cosas. Me da igual si se parecen o no a lo que hace todo el mundo.-Tú no eres todo el mundo, quiero que lo sepas- Sólo quiero recuperar a esa amiga jovial y positiva que nos arrastraba a todos, como la marea, hacia lugares recónditos de bondad.

-Eres un cabrón. Me haces picar el anzuelo para que dé rienda suelta a mi mal genio, que sin duda conoces bien. Pues lo estoy controlando, ahora cuento hasta cien…
-Lo sé.- se llevó el vaso de licor a los labio y aspiró profundamente su aroma: madera, tierra oscuridad, frutas, alcohol.- ¿Vendrás el sábado a casa? Ana quiere que la ayudes a elegir cositas para la niña.

-Ana no, Marcell. Tú quieres que ayude a Ana y que me haga su amiga. Tú quieres que me quiera ella, como eres capaz de quererme tú a mí. Ella solo ve en mí al bicho raro. A la excéntrica Laura de ideas alocadas que no tiene quien la quiera y por eso duerme sola. Me compadece y me envidia, No sé si debo ir Marcell.

-Claro que debes ir, ¡qué tontería! Y sí a veces la asustan tus ideas. No las entiende, pero te aprecia. Sabe que eres mi mejor amiga y lo mucho que valoro la amistad.- se quedó callado un momento y continuó más pausado, ahora era él quien mordía el anzuelo y sonreía-. Bueno… No es que debas ir, Laura, es que necesito que estés ahí. Como cuando íbamos a la universidad, a las manifestaciones. Quiero que te sigas implicando en mi vida, como antes, como ahora. No quiero que nos distancie la paternidad, ni los ideales, ni nada. Te echo de menos.

-Joder Marcell, si vas a declararte avisa y me pido una copa de lo tuyo. – Iré pero estaré poco rato.- de pronto se incorporó del respaldo de la silla y mirando a los ojos a Marcell, preguntó muy seria- ¿Va alguien más el sábado a tu casa? No será otra de esas jugarretas a ciegas…

- ja,ja,ja,ja No, pero ahora que lo dices, llamaré a Alan para que te sientas deseada. No cielo, no vendrá nadie. Los padres de Ana vienen el domingo a comer y posiblemente se queden hasta el día siguiente. Quédate lo que te apetezca. Ana aún no lo sabe, pero quiero que tú seas la madrina de Anita. Nada de iglesias no te preocupes, la lobotomía de consentir casarme no ha llegado hasta ese extremo,- a pesar de las presiones- reía pícaro-

- ¿Y que se supone que es una madrina? ¿Cuáles son sus obligaciones?

- Todas Laura. Todas las obligaciones a las que quieras obligarte. Ser madrina de mi hija, significa que eres su segunda madre, el tercer oficial de la nave. Algo que la sangre no siempre da, y da más de lo que se espera que dé.

-Tengo que pensarlo, Marcell, tengo que pensarlo…


El sol en fuga había dado paso al manto oscuro que se despliega en el oriente y enciende las estrellas. Laura arrebujándose en el sueter que acaba de ponerse para matar la brisa de la tarde, se levantó asiendo el bolso. Hacía frío y deseaba volver a la seguridad de su pequeño piso. Marcell apuró el licor de un trago y depositó un billete en el plato de cobro. Dejaba propina. Luego siguiendo los pasos de Laura abandonó la cafetería. Ambos caminaron por el paseo sin decirse nada, escuchando quizá el Árido pensamiento de los zapatos contra el suelo. En el aparcamiento se despidieron con un abrazo para dirigirse cada uno a su vehículo estacionado en batería.


Laura condujo por las calles de aquella ciudad a orillas de la mar con la cabeza puesta en las palabras de Marcell. En lo más recóndito de su mente ya sabía la respuesta al ofrecimiento de su amigo. Nadie, ni siquiera su familia directa le había hecho nunca semejante honor. Por eso mismo se sentía abrumada. Apenas era capaz de organizar su vida llenando los vacios que la soledad dejaba, como para ser adalid de un nuevo ser. ¿Qué era la maternidad para ella? Algo totalmente ajeno y distante. Un ave que la naturaleza sin duda le había otorgado, pero que a fuerza de vivir y naufragar sentía extraña. Extraño como el mundo que no entendía ni quería comprender: Demasiado preocupado en el crecimiento tecnológico del supuesto bienestar. ¿Cómo podía ella pensar en traer vida cuando todo apuntaba a la muerte? En su mente resonaba la palabra extinción, dinosaurios, sin control, pero nunca vida, nacimiento.

Llegó a su casa que dormía a oscuras y sin encender la luz conectó el pc. Luego fue al dormitorio y se desvistió despacio. La luz de la farola resbalaba por el blanco de su piel desnuda dibujando sus curvas. Aquellas curvas tan olvidadas para el tacto curvo de otras manos olvidadas y curvas que la estrechaban con afecto. ¿Dónde va el cariño cuando muere? Seguramente en el fondo de algún mar o la sima profunda de la tierra oscura. Lejos, muy lejos y sin esperanza de regreso, quizá por haber perdido la brújula que apuntaba hacia el norte. Como aquel pez que sin comprender el estío, permanece en la poza donde el caudal en fuga puso cerco a su existencia. Sin remedio, sin trasvase ni vestigio de lluvia. Llevaba demasiado tiempo lloviendo en soledad, para recordar y sin embargo aun podía sentir escalofríos al pensar aquellas manos grandes y tersas recorriendo su piel. Apartó aquellos pensamientos de su mente, viajando al único punto del pasado que conseguía hacerla olvidar las espinas de los naufragios que asomaban en la bajamar. Sin darse cuenta se abrazó al pijama y aspiró su aroma: lavanda, flores frescas. Con los ojos cerrados podía verse en la casa de su abuela entre las sábanas de los domingos, cuando la luz desde la ventana se adentraba llenando el fondo de los oscuros armarios, esos mismo que a las noches daban miedo, y ahora, pintaban las flores frescas que dormían sobre telas y encajes. Allí también descansaban aquellos vestidos, estolas y sombreros que a escondidas se probaba en los días de lluvia frente al espejo de marco dorado de la estancia. Si. Había sido una niña en un mundo feliz, con cariño y demasiados momentos vacios, sin compañía, sin amigos, sin perro que moviera la cola, pero una niña feliz en su mundo imaginario.

Después de prepararse una frugal cena de sándwich y leche caliente con miel, se sentó enfrente de la pantalla fría de lcd y colocando los dedos de forma instintiva comenzó a escribir. Se apartó de la historia que contaba en su nuevo libro y de las escenas de amor y desamor que tantos ríos de tinta habían hecho correr desde el principio de la historia entre los escribas de todos los tiempos. Se acordó de aquel programa de la televisión de su infancia y volvió a escuchar la voz rota, recitando detrás de aquellas gafas sujetas en la punta de la nariz redonda. Vio las camisas a rallas blancas y azules y la estola en el cuello. No pudo evitar sonreír. Normalmente mientras escribía su gento era adusto, circunspecto, a veces lacrimoso o definitivamente llorón, pero la sonrisa, era una sensación nueva e ilusionante. Aquella nueva idea que había surgido en el trayecto a casa, mientras le daba vueltas a la cita ineludible del próximo sábado, parecía descabellada a primera vista, pero a fuerza de analizarla, iba haciéndose más y más compacta en su mente.
Aquella noche estuvo sentada frente a la pantalla hasta que la luz hizo de las sombras un espejismo. Pocas veces había conseguido la concentración suficiente para adentrarse en la alcoba de las horas que vuelan sin darse cuenta. Con los ojos pesados leyó por encima el fruto de su trabajo y con una sonrisa radiante apagó el ordenador. La cama esperaba vacía en silencio, desprovista de las sombras que invitan al sueño, pero a ella le dio igual, se acostó entre sus pliegues de brazos abiertos y se durmió enseguida.

La semana voló como vuelan los días que uno llena con horas ciertas de sueños nuevos y la tarde del sábado llegó sin presentarse ni dar aviso. Laura llegó después de comer, en esa hora que la sangre invita a la siesta en los brazos del sofá. Llegó con el huracán y los vientos soplaron levantando cortinas y el polvo de los muebles. Todo en ella era vida. Asió de la mano a Ana y enfrentándola al espejo le pintó la sonrisa; Marcell con la niña en brazos, miraba alejarse a las chicas por las escaleras de mármol blanco con aire divertido. Fueron varias las horas que pasó entretenido en los primeros gateos de la pequeña, mientras del segundo piso llegaban gritos y risas; jolgorio de cajones y puertas de armarios abriéndose y cerrándose con escándalo. Muchas veces quiso subir aquellos peldaños y espiar lo que su amiga estaba tramando, pero no lo hizo: le gustaban las sorpresas. Laura era sin duda un pozo insondable de misterios, capaz de sacar de la gente lo mejor de ellos mismos, al menos con los afortunados que la conocían bien, y él era de esos. Se sentía afortunado por ello.

Cuando la luz de la tarde estaba a punto de fugarse por el horizonte, pudo escucharse el repicar de tacones en las escaleras, entonces, como imbuido por un arcano sortilegio, acudió a su reclamo.la pequeña Anita festejaba haciendo gorgoritos: esos ensayos de las primeras palabras con que los niños deleitan a sus progenitores; cuando vestida de largo apareció Ana. El leve maquillaje en malvas acentuaba aquellos ojos de miel y los pómulos se realzaban buscando colores en la campos de octubre. En los labios, la cosecha madura apunto estaba de recogerse y su brillo seducía desde lejos la mirada. Sobre los hombros desnudos unos tirantes bajaban hasta el pico generoso del escote en el vestido color de la flor de achicoria, ese que casi había olvidado lo bien que ceñía las sinuosas caderas de Ana. Tras la vertiginosa caída hasta el fin de la tela, las piernas relucían como dos columnas griegas sobre bases de cristal blanco. Aquella mujer que se presentaba ante sus ojos tenía vestigios de ser la diosa que unos meses antes había ido de su mano al altar. Atras quedaban los meses de embarazo y largas ojeras, los meses de miembros hinchados de preocupaciones ciegas, de eternos dilemas. Laura le había devuelto a la mujer que él conocía y amaba; en su mirada volvían a encontrarse aquellos bríos que pugnaban con las centellas en hermosura o quizá solo era, que la sonrisa había vuelto a la casa aquel día.

-¿Se puede saber que miras como un pasmarote, Marcell?- dijo Laura- Sube a ponerte algo adecuado para acompañar a esta dama. Ah y no tardes demasiado o nos iremos sin ti.

Tomando a la pequeña en sus sus brazos, Laura se acomodó en el sofá al tiempo que explicaba galimatías o realizaba cabriolas que divertían al bebe.
Ana y Marcell salieron por la puerta camino a una cena imprevista mientras Laura escuchaba el ruido de sus pasos alejándose lentamente, luego se asomó a la ventana del jardín. Allá la brisa de la noche movía las ramas de los árboles en sombras, entre flores dormidas y cantos de grillos. La pequeña Anita zarandeaba un sonajero encima de la manta que cubría el cuadrilátero del parque donde se encontraba. El silencio roto de la casa pintaba con colores tenues la estancia vacía y en la cocina una tetera aullaba escandalosa. Laura se preparó un té muy cargado y abriendo el cuaderno que traía bajo el brazo comenzó a escribir. Sus letras pequeñas y redondas pronto anegaron una tras otra las páginas, como el río de aguas negras de la noche. El pequeño flexo iluminaba quedo el círculo de luna de la mesa. Pronto se hizo el silencio y levantando la vista comprobó que la pequeña yacía dormida boca abajo abrazada al peluche rojo de trapo, entonces se acercó, la tomo en sus brazos y la depositó con mimo sobre la cuna vacía de su cuarto. Con pasos silenciosos fue a la sala, rescató su cuaderno y llevándose flexo y pluma regreso a la habitación de la niña durmiente. Pronto las sombras rodearon a Laura nuevamente y con la única luz de aquel faro portátil que iluminaba con su luz redonda, se adentró navegando en la mar de letras de su mente hasta que perdió la noción del tiempo. Solo su oído permanecía en la vigilia atado a la tierra precederá.

La mano de Marcell la despertó del trance con suavidad.

-¿Qué tal lo habéis pasado?- preguntó Laura a media voz-

-Estupendamente cielo, no sabes lo mucho que te agradezco esto…Sabes, hoy he reencontrado a Ana. Por un instante hemos sido otra vez aquellos novios de la primera cita y de camino hemos reído como antaño. Has obrado el milagro una vez más amiga, me temo que estaré en deuda contigo hasta el fin de los días.

-No seas tonto, no me debes nada.

-Se ha hecho tarde, quédate a dormir.

-No Marcell, quiero llegar a casa antes de que despierte el día, mañana he de hacer cosas y además necesito estar en mi mundo, Gracias.



Laura se encaminó a su viejo coche. Este dormía bajo el relente que la noche dibuja en los cristales y cuyas gotas refractan la luz con halo fantasmal. Su aliento voló por el habitáculo en sombras demasiado frio. Pronto el vaho de los cristales cedió ante el aire caliente del climatizador que Laura accionó tras girar la llave de contacto. El ronroneo de los caballos bajo el capó era como un silbido exiguo, solo apreciable tras la oscilación de la aguja roja en el cuentarrevoluciones redondo y blanco. Con la mano derecha y al tiempo que las ruedas empezaron a girar, accionó el botón del radio cd donde una cantante enlatada- como diría Goethe- rasgaba el aire con su voz de blues. Los focos del vehículo apuntaban a los quitamiedos curvos de la carretera como espadas de luz que atraviesan la sombra húmeda de la niebla; en el suelo las marcas viales blancas y discontinuas reflejaban la luz aterciopelada que se detenía en esas gotas suspendidas en la tela del aire donde el asfalto oscuro revestido de tules parecía mortecino y cruel. De pronto unos ojos inyectados en rojo con silueta de cérvido, se posaron en su retina y de forma instintiva sus manos torcieron el volante hacia la izquierda. El vehículo impactó con la valla protectora en forma de t de la vía, arrancándola hasta precipitarse por el cantil de piedras grises que moría en el río de aguas frías. Todo se hizo noche y después, silencio.


Marcell se levantó con los primeros rayos de sol que impactaban contra la ventana. Su hija con los brazos levantados intentaba asir las estrellas que colgaban de hilos blancos sobre su menuda cabeza. Ese abrir y cerrar de dedos pequeños se le antojaba el milagro más grande que alguien pudiera contemplar y con una sonrisa permaneció en silencio a su lado. Ana soñolienta se acercó por detrás y abrazándose a su espalda susurro my despacio unas palabras mágicas a su oído.

-Te quiero, farero mío…

La felicidad es ese camino que buscamos sin cesar. Ciegos y desorientados como navíos sin timonel que los gobierne. Leves, muy leves son estos momentos y pasan inadvertidos casi siempre, hasta que se pierden en las burbujeantes aguas del rompiente. Es justo cuando nos damos cuenta de ellos y somos capaces de saber que lo fuimos, entonces, intentamos asirlos con nuestra cadena de ancla, pero ya se han ido hacia en nunca más, escapándose como el agua entre los dedos de ese niño que intentaba atrapar la mar.
El teléfono de la sala sonó despiadado a las diez de la mañana de ese domingo feliz. Ana sobre la alfombra del salón jugaba con la pequeña mientras Marcell hacía brincar el peluche de trapo sobre sus dos chicas. Se levantó sin ganas cesando el juego y con la sonrisa dibujada en el rostro contestó-

-si,¿Digame?

-¿Marcell Chablis?

-Si soy yo,…¿con quién hablo?

-Soy el subinspector Domenec, encontramos su número grabado en el teléfono de la señorita Laura Nin, que desafortunadamente ya no se encuentra entre nosotros. Si es tan amable de indicarme el teléfono de algún familiar, quizá usted lo sea, para que se personen en las dependencias del anatómico forense, le estaría agradecido.

Aquellas palabras hicieron añicos los cristales felices del salón de la casa y tras un segundo de silencio que desgarró su mano, el auricular se precipitó al vacio. No acudió la voz a su garganta, ni las tan ansiadas lágrimas que nos liberan de la fatiga y las penas. Nada. Sus manos caían lacias sobre las perneras del pantalón de pijama de rayas azules y blancas como dos ancoras sin vida. El rostro, entre la incredulidad y el espanto era una mueca desencajada que había suplantado a la sonrisa feliz. Ana lo miraba perpleja y sin saber supo que algo se había roto en el pecho de su esposo y corrió a sustentar al gigante que inclinaba las rodillas hacia el suelo.


Claveles, dalias blancas, rosas y azucenas prestaban su aroma a la estancia donde un rotulo de letras blancas y fondo negro dibujaba un nombre de mujer. Apenas media docena de personas aguardaban tras el cristal del horno crematorio donde el sempiterno fuego lamía las paredes de madera del último vestido de Laura nin. Un hombre de levita negra y gafas de sol, entró en la sala, sin inmutarse ante los interrogantes ojos que se clavaron en él. Se acercó al libro donde el nombre de Laura presidía en letras grandes y redondas las firmas de los amigos y ningún familiar. Las yemas de sus dedos largos y siniestros se posaron sobre el papel dibujando las iniciales también negras y con un murmullo su voz tenue recitó una letanía:

"Llegaron alas subidas en el viento destilando luz con sus dedos. Llegaron mares en olas perennes, de azul y blanco vestidas. Llegaron flores suspendidas en el cielo que brillaban titilantes y por llegar, llegó la noche desprevenida con su manto frio y alargado. Tú ya estabas allí y le dabas la bienvenida..."

Marcell dio un paso a su encuentro, reconociendo a su antigua amigo. Un océano de tiempo les separaba de los días en que se habían conocido en la facultad. Laura y su hermano paseaban a las tardes entre los tilos en flor recitando versos a la primavera que poblaba los campos. Su ropa negra contrastaba con los verdes y los blancos que sus pies descalzos abatían con cada paso. Philippe Lucien Nin.

- No está allí Marcell, - dijo dándose la vuelta y encaminándose a la salida- se ha ido a los puertos. Ya nada queda de la brisa…

Philippe Nin abrió despacio la puerta del apartamento de Laura y con pasos indecisos se adentró en él. La luz de la tarde entraba a raudales por las ventanas sin celosías. Todo estaba en silencio. Ese silencio que trae los sonidos del pasado: la risa, el llanto el viento golpeando la contraventana que pintaba la habitación con rayas de luz y sombra. Sobre la mesa de la sala un teléfono parpadeaba con su led amarillo y a su lado el portátil negro cerrado reflejaba su insistente fulgor. Hacía ya muchos años desde la última vez que había estado allí, justo antes de la muerte de sus padres y sin embargo tenía la sensación de no haberse marchado nunca. Laura entraría de la mano de aquellos rayos de sol y con su risa cantarina pulverizaría el tedio superpuesto en paredes y muebles por igual. Cuando no se diese cuenta, aparecería sin aviso y con sus pequeñas manos cegaría la luz de sus ojos, pintando adivinanzas de cuando eran sólo unos niños jugando a ser mayores. Pero no. No hay nada más certero que la muerte misma: Todo lo arrebata. Todo lo cambia.

Al contemplar aquellos cuadros sobre la pared blanca supo que no ya nunca volvería a ver a su hermana querida. Supo que ya nunca tendría oportunidad de decirla todo lo que la había querido, todo lo que ahora la quería. Amargas son las lágrimas de aquellos que callan lo que sienten por sus seres queridos y más amargas aún si cabe, son las de aquellos que ya nunca podrán pronunciar esas palabras al oído que se ama. Philippe supo que ya no podría decir a Laura que ella y solo ella había sido el artífice de su cambio, de su vida, de su obra. Todo en él llevaba su signo. Desde pequeño. Ella le había animado a cambiar el armario oscuro por la luz del día y por eso ahora era un hombre feliz en las antípodas de ese mundo del que se había fugado. Por ello supo que parte de su vida moriría en aquel estúpido accidente. ¿Cómo iba a vivir de ahora en adelante?
Sé fuerte, se dijo encendiendo el pc de la mesa. Con el característico ruido se inicio pidiendo la contraseña y entonces sin pensar introdujo una clave. Erró. Por un momento su mente vago buscando algo que se escondía en la amalgama de recuerdos. Acudieron miles de palabras importantes que desde niños habían inventado o usado en exclusividad, pero de todas, una brilló con especial estrella. Con una sonrisa tecleó la palabra arcana y accedió al contenido secreto que su hermana guardaba en el interior del superconductor de silicio. Allí reposaban todos sus proyectos, todas sus imágenes, toda la vida condesada. No le extraño verse junto a ella en el salvapantallas, como tampoco que guardase todas las fotos que él le enviaba en los escasos correos electrónicos que se cruzaban. Allí estaban sus dos deerhound Danna y Roy descansando en el porche de su casa junto a la mecedora en la que solía leer. La brisa congelada de la fotografía despeinaba su cabello estático y Laura lucía la sonrisa capaz de iluminar estancias que tanto le gustaba.
En documentos recientes había algo que sin duda le extraño. Con un doble click abrió el documento de Word con nombre familiar y leyó. Pronto su mente quedó absorbida por aquel torrente de letras que desplegaba a su paso instantáneas coloristas en su mente inquieta. Una tras otra las imágenes superpuestas de la niñez acudieron en tropel a los polos de las dendritas de su cerebro y por impulso eléctrico su dermis se erizó. Todo lo que leía, era parte de esa Laura que se escondía en las novelas realistas de excéntricos protagonistas urbanos. Allí estaban los paisajes del verano en el pueblo, el muro de piedras negras desde donde se zambullían en los estíos, a la orilla de aquel mar azul. La isla misteriosa que soñaban alcanzar nadando y que a medida que iban creciendo estaba más y más cerca de sus cortas brazadas natatorias. Todo aquel mundo que sin saber cómo, habían perdido y olvidado, al descubrir la realidad del mundo en el que les había tocado sobrevivir. Página a página la luz de la tarde fue perdiendo su esplendor hasta desaparecer tras la ventana y morir engullida por la sombra. Fue entonces cuando sintió entumecido su cuerpo y al mirar el reloj de la pantalla descubrió el por qué. Cerrando el portátil lo desenchufo de la corriente y se lo colgó de la espalda con ayuda de la funda negra de tela. En las estanterías dormían los libros que a la mañana siguiente embalaría para llevárselos consigo, pues eran la única herencia que de verdad le apetecía conservar. En ellos se encerraba la esencia de Laura: aquel anagrama que graba con su pluma negra tras adquirir un ejemplar y la fecha de lectura. Alguien dijo que somos todo aquello que leemos y en realidad es así. Justamente eso es lo que somos: lecturas y conciencia. Al menos aquellos que se preocupan en saber qué es lo que leen.

Pasaron los días como pasan las olas de la mar entretenida en su bajar y subir perpetuo, y en ellos, pudo ocuparse de desmontar las posesiones de su hermana, separando las prescindibles de las que no lo eran, tras la entrevista con el albacea de la familia. Familia que palabra aquella. Su pronunciación le sonaba igual de extraño que el chino simplificado. La sangre que fluye por aquellos parientes no era más ni menos distinta que la que surca las venas de los amigos y sin embargo encontraba mucho más cercanos a éstos. Los impuestos por sangre se habían interesado desde el principio en esas cosas que él tanto odiaba: dinero y materia. Y por eso a ninguno de ellos fue correspondido con su visita.


El avión que había de llevarle de vuelta a su isla despegó al sexto día de su regreso a su país natal y por alguna razón que desconocía tuvo la premonición de que esa habría de ser la última vez que sus pies hollaran esas oscuras tierras de la patria. Ahora en los cielos surcado a gran velocidad las nubes, veía pasar instantáneas congeladas de su vida, unas en las que el photoshop nada podía hacer para suavizar la realidad. En su pecho el característico ruido del músculo motor, tañía sin pausa, más él lejos de ver en ello vestigio de vida, en realidad se sentía muerto. Muerto como los objetos que duermen en la playa después de un temporal y yacen sobre la arena. Un muerto que era incapaz de llorar la pérdida y por consiguiente, se culpa de no tener amor. ¿Era acaso esa la razón de todos sus males? En su convulso mundo, Laura había significado lo que seis cariátides a un pórtico hexástilo; era el faro que los navíos de su mar divisaban desde lejos para orientarse, sin que la luz de éste supiese nunca de su existencia flotante. Pero aun así, ni una gota de mar se había desbordado cuando el farero del destino apagó la vela de la costa. Quería llorar toda la aflicción que su corazón soportaba, toda aquella agua de mar, que los diques azulados soportaban fríos en las cuencas hundidas, pero sin embargo la era glacial se había instaurado en el reino. En su mundo. Sin remedio.

Las fronteras de lo conocido en nuestro interior, son territorios inexplorados que se cartografían una y otra vez, pues seísmos y volcanes hacen aflorar islas y territorios sumergidos hace tiempo. En un mundo en continuo cambio, nada permanece mucho tiempo inmutable,- ni siquiera nosotros mismos,- en ese estado adormecido de fría calma contenida. Philippe se reincorporó a su vida por error y al hacerlo encontró todas aquellas respuestas que en las noches de desvelo y sufrimiento no pudo encontrar. Solo cuando se retoma el timón poniendo proa a la mar, a las olas que amenazan con anegar la cubierta con su blanco burbujeante, solo entonces, se encuentra uno consigo mismo y los caminos azules de la mar se vuelven mapas tan claros que nos parece imposible no haber visto antes la senda de lo que debe hacerse. Y lloró.

Philippe lo supo aquella tarde que la brisa soplaba del oeste- noroeste sobre Roca negra .(Black Rock)Aquel viento salino que aullaba despeinando los grises cabellos de sus amigos caninos, acariciaba su rostro haciéndole cosquillas. Una barba de varios días que contrastaba con la piel demasiado blanca y que se enfrentaba al horizonte, donde se dibujaban, entre las nubes desgarradas en naranjas, pequeños bancos de ceniza estratificada como islas etéreas sobre la mar de cobalto. Aquellas islas se acercaban entre sí colisionando, mezclando sus estratos con el fuego de un sol agonizante. Entonces, Levantándose de la mecedora, se encaminó a la sala donde entre los libros desordenados yacía un ordenador portátil olvidado y lo encendió.
Fueron mese de desvelos y trabajos.DE horas en blanco frente a una pantalla fría. Horas de escribir sin pausa ni consuelo, horas donde los minutos vuelan a pasos de siete leguas y la tierra desaparece de debajo de los pies dejando paso a la mar teñida de palabras. Quiso desistir muchas veces de su locura, pero la decisión no era solo suya. Las dedicatorias en los libros de su hermana, esas que se duplicaban en letras de imprenta y estilográfica; negras e inequívocas lo decían claro: A mi otro yo: L. Nin. No podían equivocarse. Todos menos ella. El mismo había errado en casi todo lo que no había sido Laura. Sus fotografías eran los ojos que su hermana educase a golpe de amor y que tomaban vida de una nada dibujada en su interior. Si. Debía seguir la senda sin resistirse, sin adueñarse de nada. Solo limitándose a seguir las huellas. Sus otras huellas.



Marcell aparcó frente a la casa y con la cabeza baja se encamino hacia la entrada. Todo yacía en silencio y sobre la cerca el buzón pintado en blanco, se dibujaba una lengua ocre de papel. Con gesto despreocupado extrajo de las fauces metálicas, un sobre acolchado con el matasellos de Back rock (Melbourne). Aquello hizo que sus ojos cansados se desperezasen hasta abrirse de golpe. Examinó con detenimiento aquella letra redonda y negra que nada le decía, así como el remite codificado de un apartado de correos numerado de la ciudad austral. Nada. Volvió la vista a la dirección en la que su nombre en letras claras, aparecía unido al de su mujer e hija. No había error, aquello, sea lo que fuere iba dirigido a su familia. Rasgando al parte posterior con el filo de la llave extrajo del interior un libro con la cubierta en azul celeste que dormía junto a un folio escrito a mano donde se leía: Azul de infancia por Laura Nin.

Aquellas palabras hicieron que sus piernas de barro cediesen hasta sentarlo en el escalón de la entrada. Laura Nin. Era como si su amiga se le hubiera parecido saliendo del interior del sobre ocre y al asir la carta, sus manos temblaran como hojas de otoño. Tuvo que leer varias veces aquellas letras para cerciorarse de su contenido y comprender quién y por qué le enviaba aquello. Era una carta escueta, breve, pero precisa; escrita por alguien que sin duda le conocía bien y no solo a él, a Laura, a Ana y a su hija de corta edad. Un anónimo que enmascarado en solitaria inicial, firmaba con L. le obsequiaba con el primer ejemplar de la obra póstuma de su amiga. Una obra que ignoraba a pesar de conocer todo lo que ella escribía. En la dedicatoria de la primera página figuraba con letras claras de imprenta su nombre.

En la puerta apareció Anita Chablis en brazos de Ana, con aquellos ojos despiertos y festivos que solo los infantes albergan.

-¿Te encuentras bien amor? Estás pálido…

Marcell tendiendo con su mano el libro hacia su mujer, contestó quedo.

-Si Ana… Solo un poco confuso.

A Marcell y Ana Chablis con amor. Amigos y padres de la musa An¡ta, de su madrina Laura hasta que los soles se apaguen.



A la atención de L.Nin
P.O.Box 13013 Melbourne Australia.

Paris a quince de Febrero de 2010
Estimado Sr. o Sra. L. Nin:

Después de recibir el manuscrito póstumo de Laura Nin que nos envió, y aunque confieso que en primera instancia nos sorprendiese el contenido del mismo por inusual, me complace decirle a usted que la edición del libro “ Azul de infancia” ya es un hecho. Siguiendo sus deseos, hemos incluido íntegros cuentos, poemas y prólogo de su autoría. A pesar de lo excéntrico de privarnos de su identidad y no acudir a las citas con nuestro agente editor de la obra de Laura, hemos creído conveniente animarle para que siga escribiendo y nos deleite con otras de esas perlas que usted escribe y que continúan de manera formidable las lagunas en el manuscrito original que la difunta Laura le legase a usted.
Sin otro más que consignar ésta editorial le saluda atentamente.

Fdo. J. F. Sebastian.

Por el lobo que camina.


(*) fraqgmento de dialogo de la película La comunidad del anillo. Peter Jackson.

Imagen 2 Black rock Melbourne.