martes, 10 de noviembre de 2009

El asedio.




Las noches no siempre eran presagio de descanso. Aquellos malditos extranjeros de grandes escudos cuadrados y rojos no observaban ninguna regla de combate noble. Habían llegado de pronto, y talando el bosque cercano, habían rodeado el castro colocando campamentos al sur y al oeste, así como torres de vigía para impedir la entrada o salida. Con unas extrañas maquinas que escupían rocas y acero o fuego a todas horas, les incordiaban como tábanos al ganado que pace tranquilo en la pradera.
Hacía ya días- si no meses -que luchaban encarnizadamente. Ellos por arrasar nuestro hogar y nosotros por devolverlos al sur de donde procedían.

-¡Malditos sean sus dioses! -se decía así mismo Aler.

Su pequeña choza estaba en silencio, el fuego sagrado ardía ajeno a la batalla, pero la leña escaseaba ya, y solo se encendía al oscurecerse el sol, aprovechando ésta, para cocinar lo poco que les quedaba en la despensa. Su mujer se había negado a abandonar el castro al igual que todas las mujeres jóvenes o viejas capaces de empuñar una falcata. Un brillo de orgullo anegó su mirada.

La hora había llegado. Se levantó despacio, y con aquellos ojos claros miró a su amada. Amaya aun era joven y fuerte, le habría dado muchos hijos que lucharían como osos, e hijas que heredarían la tierra fértil tan querida. Aun recordaba como la había amado en aquel beltaine que los unió en matrimonio. las guirnaldas de flores inundando el ambiente con su fragancia delicada y el trigo trenzado sobre los cabellos de fuego; el aguamiel que ambos bebieron del mismo cuerno, para luego perderse en la oscuridad de la noche a contemplar las estrellas; el murmullo de los campos y el sonido lejano de la percusión festiva que invitaba al baile; aun podía ver la luna reflejada en los ojos de su amada antes de besarla desnuda, desnudos ambos, sobre la desnuda hierba que les abrazaba...

Cuán lejos quedaba ahora todo eso. Pero la amaba y la amaba tanto, que nunca antes de ahora, le había dolido al hacerlo. Era como una espina de árgoma que entra despacio en la piel infectándolo con su fragancia silvestre, un aguijón de abeja que inyecta su veneno, y cura dolencias en el alma, y ahora más que nunca la amaba, como sólo se aman los lobos de la manada.

La cogió suavemente de la mano esbozando una gran sonrisa. Hubiera querido decirla todo aquello que circulaba por su mente carente de poesía; regalarla cada beso como regala flores la primavera; abrazarla hasta la asfixia, para luego insuflar el aire de sus pulmones en los de ella y así respirar el mismo amor tantas veces como días había sido feliz a su lado. Pero era un guerrero y apenas sabía pronunciar otras palabras que las que sus dos ojos proferían acariciándola desde lejos. Tan cerca.

El era bruto, solo sabía de guerra y de caza, pero lo amaba.- pensó ella- Aquel grandullón de fuertes manos de oso, la había hecho muy feliz. Solo bastaba una mirada para que él se adelantara a sus deseos; a veces pensaba si aquel gran Uro salvaje y fiero, no era también un druida en cierto modo. Cuando regresaba de las incursiones por las tierras enemigas, siempre traía escondidos en su negra capa, pequeños regalos, vestidos bordados, o flores recién cortadas, que dejaba encima de las pieles de la alcoba, como si fueran las mismas Anjanas (hadas buenas) quienes se lo regalaban. Habría sido un buen padre para sus hijas e hijos; habría sido un buen jefe de guerra, trayendo alianzas prósperas, comida en abundancia y la paz de la guerra, a las tierras de sus antepasados.

Ambos entraron cogidos de la mano en la cabaña del gran consejo. El fuego ardía vigoroso caldeando el ambiente, aromas de venado asado y cerveza tibia especiada llenaban la estancia. Todos estaban allí, ataviados con su mejor túnica, con fíbulas de caballos y su mejor cuerno.
En sus enjutas caras no había ya pesar por la ardua y lenta guerra de desgaste a la que eran sometidos. Sus enemigos eludían el combate como mujeres - no las suyas, estaba claro- convencidos en aniquilarles por hambre, como alimañas encerradas en la madriguera.
Lo habían decidido, y era bueno. Sólo un bárbaro, como aquellos extranjeros, sería capaz de no sonreír a la muerte cuando ésta te miraba tan de cerca. Ellos acudirían cantando y con la barriga llena a la batalla; cosa que aseguraría la fuerza necesaria para llevarse con ellos a gran número de cascos brillantes, en su tránsito hacia el otro mundo. ¡¡Despertarían por fin del sueño!!



Andrew, miraba atónito aquellos objetos. Hacia ya meses que escavaba junto a su equipo de estudiantes, aquel castro imposible, a más de mil cien metros de altitud, en ese páramo rocoso e inexpugnable de la cordillera. Los derrumbes de la muralla y el foso contenían un número ingente de proyectiles de escorpión, puntas de flecha, hojas oxidadas de falcatas, un glaudium intacto , así como miles de huesos; tantos, que tardaría años en catalogar cada uno. El tamaño de aquellos fémures le maravillaba. Debían de haber sido gigantes para sus adversarios, y sin embargo lo que más le inquietaba, era aquella cabaña circular al pie de la puerta de clavícula. Los restos de lo que suponía un gran festín, se escondían entre las cenizas del fuego arrasador que los había calcinado todo en gran parte. Era como si sabiéndose ya muertos, festejasen la última batalla de la vida. Se preguntaba qué habría pasado por las mentes de aquellos toscos hombres y mujeres, que ebrios de comida y bebida habían luchado hasta morir.



Marco Vepasiano Agripa, miraba lleno de odio aquel insignificante castro bárbaro. Tenía cada musculo del hercúleo cuerpo contraído, por una rabia atroz que lo consumía. Aquella batalla había costado muchos esfuerzos, quizá demasiados para el insignificante trozo de tierra que se había conquistado para la gloria del divino emperador del mundo. La sangre de sus hombres regaba la aridez de la planicie, donde muchos de los mejores, yacían en un suelo encharcando la tierra. Las piedras oscuras brillaban con los ríos carmesí que se iban secando poco a poco; mientras, en el cielo, los carroñeros alados bajaban en grandes círculos atraídos por el aroma de la carne aun fresca. Muchos de esos hombres que llenaban el cielo con sus lamentos, nunca se recuperarían de las heridas, contribuyendo así a cerrar así el ciclo de la muerte y de la vida .

Dos legiones enteras habían hecho falta. ¡Por Marte! ¿Qué clase de hombres eran esos bárbaros? Un pueblo civilizado sabría reconocer la derrota con honor y no derramar la sangre de sus mujeres inútilmente.

Su voz sonó gélida y atronadora como si el mismo Zéus bramase desde los cielos montado en su carro. El soldado llevo el puño al pecho con gran estruendo mirándolo aterrado.

-¡Centurión! Arrasad la aldea, clavad sus cabezas en picas, crucificad a los heridos y a los supervivientes - no los había- y quemad el resto... ¡Que no quede piedra sobre piedra!,¡ ¡Roma victrix!!

Por el lobo que camina.

**Revisión ampliada del relato "el asedio". Gran lobo gris.

3 comentarios:

  1. Este comentario ha sido eliminado por el autor.

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  2. me ha encantado!
    maravilloso relato, muy vivido

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  3. En realidad Plinio también habló de ellos, aunque yo prefiero a Herodoto.
    Plinio dijo de ellos:
    Siguen la región de los cántabros con nueve pueblos, el río Sauga (asón) y el Puerto de la Victoria de los Juliobrigenses (santander); a cuarenta mil pasos de aquí están las fuentes del Ebro; el puerto Blendio(suances) , los orgenomescos , pertenecientes a los cántabros, Veseyasueca, puerto de éstos, la región de los ástures, la población de Noega;

    Celebro que te haya gustado, que por otra parte, no es inventado sino fruto de los hallazgos de Eduardo Peralta Labrador, en la seguda edición de "los Cantabros antes de Roma" da pistas acerca de un castro descubierto en la montaña palentina donde tuvo lugar la batalla . De la lectura y conferencia del historiador(amigo lupario), nació éste pequeño homenaje con aire lupario.
    Aullidos y abrazos porteñita.


    -Maese Danilo celebro verle de nuevo en la bitácora, reciba un abrazo cordial de Gran lobo gris, ¡oh amable!

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