viernes, 12 de marzo de 2010

Elisse e Izan son de mar.



D`esquena. Wake up. Mónica Castanys. Artista.

Estabas al borde de aquel paseo, junto a la palmera grande de hojas lacias que caían melancólicas hacia el verde césped. Tu cabello recogido en una coleta, pugnaba por liberarse amparado por el viento que azotaba con profundas fragancias de alta mar. A tu lado descansaban dos perros muy feos con las orejas atentas al pasar de las hojas muertas que arremolinaba céfiro al barrer esas calles tan vacías.Leías un libro muy gordo de tapas grises y en las manos que se acercaba al pecho ondulado, parecía más, el castigo de un profesor severo, que el divertimento reflejado en la sonrisa. Me acerqué despacio ignorándote con los gestos, refugiada tras los cristales oscuros de las gafas de sol que miraban hacía el frente.

De pronto tu perro adivinó que mis ojos te miraban de reojo y se levantó apuntando con su hocico mi pecado. Tú elevaste la vista hasta posarla en su lomo gris, luego te sumergiste de nuevo en la ventana de papel. Quizá el viento disfrazó el suspiro de alivio que se escapó cuando rebasé tu figura quieta continuando con mí caminar. Los pies autómatas seguían y seguían caminando sin cesar, mientras mi mente te imaginaba dibujándote trazo a trazo.

Tu voz. Ya la había oído cuando hablabas con tus perros mientras yo sonreía divertida la ocurrencia. No digo que no sea normal, no. Solo que al prestar atención a tus palabras, cerraba los ojos y entonces podía verte hablar con nuestros hijos no natos, con esa paciencia severa, con esa manera de regañar calmada. Enérgica a veces, hasta que la cuerda tensa del enfado se deshacía en la ternura manifiesta de un juez amable incapaz de condenar a nadie.

Y tú, ¿te habías fijado en mí? No lo sé, aunque ese era mi deseo. Cada día rezaba a los dioses de mi infancia que ya hubieras salido a pasear con tus amigos cuando yo atravesaba el parque de camino a la oficina. Una vez pasamos tan cerca que pude oler el aroma que despiden las sábanas que te abrazan por la noche. Llevabas la cara recién lavada y el cabello suelto asemejaba una bandera flameante en el torreón de tu rostro. Con la mano derecha tapabas el bostezo matutino con tal delicadeza que nadie se hubiera percatado de la falta de sueño sin fijarse como yo me fijaba. Me aprendí tu horario como esas palomas que regresan siempre al mismo banco de la plaza a recoger las migas de los bocadillos en la merienda, por ver si algún día decidías hablarme pero no fue así.

Por eso aquel domingo me levanté pronto y enfrentándome al espejo, intente decidir cuál de todo mi vestuario sería apropiado para un paseo junto a ti. Saqué faldas y camisetas y pantalones y suéter naranjas; faldas, mallas y camisas blancas, pero nada parecía servir y al borde de la lágrima me senté encima de la cama. No podía ser tan difícil. Volvía a intentarlo y de un rincón olvidado rescaté un chándal color butano y una camiseta azul. Si. Era eso. El zapatero escupió unas deportivas blancas con bandas azules a los lados y tras acicalarme un poco, peinar el cabello y arrojar unas gotas de perfume sobre mi cuello, me dirigí al parque.

Era pronto y algunos paseantes vestidos de periódico con suplemento ojeaban las noticias, ajenos a todo lo demás. Mis ojos rastreaban la vereda, los bancos, los setos intentando verte, pero fue tu perro quien me encontró a mí. Con algo de susto, no lo niego, se acercó a mi lado y tras olerme la pernera se alejó caminando con ese aire entre desgarbado y presumido. Tú apareciste por mi espalda con la correa negra sobre los hombros. Llevabas unas bermudas azul marino, un polo de rayas celestes y blancas y unos zapatos náuticos. Siempre vestías muy desenfadado.

-No tengas miedo, es de naturaleza curiosa, pero es bueno- me dijiste sonriendo-
Durante un segundo vacilé y no supe que contestar a tu sonrisa, pero pronto decidí

-Tranquilo me gustan los perros. ¿Cómo se llaman? ¿de qué marca son?

Marca ¡Serás imbécil!- me dije furiosa- No podía traicionarme más el léxico. ¿Qué pensará ahora de mi? Me sentía fatal, pero intenté arreglarlo.

-Raza quiero decir, a veces se me trafulcan las palabras.

¿Me sonrojé? Posiblemente sí, pero tú no hiciste leña del árbol caído, sonreíste y me hablaste despacio, sin prisa, haciendo hincapié en los silencios de unos signos de puntuación imaginarios.

-No te preocupes, mi madre siempre lo dice. Se llaman Bonie y Glenn. Son Deerhound perros escoceses, fuera de allí no se ven apenas, además nunca han estado de moda- afortunadamente-. Antaño fueron perros que denotaban señorío y todos los jefes de clan tenían una jauría en sus castillos. Muchos incluso dormían junto a la chimenea en las noches de invierno. Robert Burns dicen tuvo uno.

-Que nombres más bonitos, para perros tan feos. No he leído nada de él me temo. En realidad leo más bien poco… Pero algo leo. En vacaciones siempre me llevo algún libro a la playa. hace poco leí “el niño con el pijama a rayas”

Me miraste de soslayo un segundo y elevando la ceja izquierda te reíste.

- Me gustó ese libro, si. Boile un irlandés. Y no son feos, tienen la belleza ruda de las Highland, de los acantilados del norte donde los mares son frios y la gente hospitalaria.

-Te gusta mucho Escocia por lo que veo. Por cierto me llamo Elisse ¿ y tú?

Tras el intercambio de nombres rompimos el hielo y hablamos. Paseamos, luego nos sentamos en un banco; tomamos aquella coca-cola junto al quiosco de la plaza, volvimos a sentarnos, ahora en el suelo alfombrado de verde; jugamos a lanzar la pelota a tus perros. Reímos.

Quizá el amor sea eso: algo simple que evita lucirse. Eso que no pretende convencernos, ni hacernos acólitos de su religión, pero que sin embargo, nos hace creyentes. Quizá sea así: espontáneo y generoso; sin medida. Llega un buen día sin aviso y se instala en ese hueco vacío que no sabíamos que existía en nuestro corazón, pero que ahora, nos es imprescindible para respirar. Quizá el amor sea la risa sin la que la vida no tiene mucho sentido.

Cuando uno se encuentra a gusto, el tiempo se fuga en las alas veloces de los pájaros y en un parpadeo de ojos que se miran, pueden acontecer –suceder-mañanas enteras. Así me ocurrió cuando te encaminaste por la acera camino de tu casa.
Por un momento me sentí como un naufragó que ve alejarse las velas de un barco en el horizonte: sin esperanza, sin hoguera en la que pueda calentarse. Pero te paraste de pronto y con esa voz tenue me hablaste:

-¿Haces algo mañana?

Mientras comía a solas junto al televisor sin voz, me preguntaba cómo sería besarte. Si. Claro que no tenía planes, tú y sólo tú eras mi único plan viable. Quería decírtelo al oído para que me escuchases solo a mi, sin interferencias, ni distracciones posibles.




Los lunes son días horribles que nos impone el calendario en aras de obtener otro fin de semana. Son grises y las sombras se elevan por el cielo donde un sol irreal se niega a dar calor a los transeúntes cabizbajos que acuden resignados a la oficina. Yo caminaba presa del desánimo por esas calles atestadas de gente soñolienta con mucha prisa. Todo es prisa y atasco y caras serias. Los eternos minutos grises de la mañana se retrasaban burlones en la esfera del reloj de muñeca, donde eran perseguidos por mis latidos acelerados, que les apremiaban a fugarse, para inaugurar la tarde de nuestra primera cita, pero tan solo conseguían encerrarme en un tiempo lento de espera inquieta.

El puerto estaba tranquilo y la luz de las farolas se reflejaba sinuosa en las aguas oscuras de la mar camada. Al llegar al pantalán mi mirada se clavó en el cartel de la entrada: Prohibido el paso a toda persona no autorizada. ¿Estaba yo autorizada? Si, dársena 36, Ocean`s hope. Mis pasos dudosos atraían las miradas inquisitorias de los ojos imaginarios de las popas de los barcos que me señalaban como intrusa con el crujido siniestro de las tensas maromas. En cualquier momento una voz me expulsaría de allí como a la niña demasiado curiosa que se cuela en el patio de un club privado a jugar. Roja de vergüenza llegué a mi destino y tú no estabas allí. Miré a todas partes, leí mil veces el nombre de la popa, deletreando nerviosa unas letras que no se dejaban leer y de pronto, tu mano se tendió salida de las sombras de esos otros barcos que dormían junto al velero de la esperanza. Quise abrazarte y confesar uno a uno los temores infundados que sobre la pasarela me habían acosado. Suplicarte que ahuyentases los fantasmas quietos que me acosaban rozándome con los dedos del viento racheado, pero al mirarte a los ojos comprendí que todos los miedos se concentraban en uno: estar sola de ti.
Por eso me abalancé sobre tus hombros y te besé no una vez: te besé cientos de miles de veces concentradas en una sola. Te besé hasta extinguir los fuegos fatuos de la bruma en la noche; hasta desecar la mar de las dudas, de las ausencias; la mar de todas las playas desiertas que me recorrían desde el ayer impreciso donde tú no eras. Te besé con los ojos cegados de deseo hasta que mi lengua estuvo a punto de estrangular la tuya con su ímpetu desatado. Y te hubiera besado más de no ser por el aire caprichoso que me dejaba sin aliento y que al borde del llanto, me dejó inerme adosada a ti: Muerta entre tus brazos.

El balanceo de la mar acunaba la goleta y sumergidos en el camarote principal nuestros cuerpos desnudos eran acariciados por la luz tenue de las farolas, que de puntillas se precipitaba por el ojo de buey. Tu respiración agitada se había roto dejando un murmullo de olas imprecisas y lentas que me invitaban al sueño. Elevé mi mirada hasta la tuya y tuve miedo de los ojos abiertos que contemplaban las sombras quietas del escritorio. ¿Qué pensarías de mí? Me invitaste a navegar por los mares desiertos de la noche en tu yate prestado, como el capitán romántico que poblaba mis sueños y yo lo estropeaba con mi urgencia de ti, seduciéndote vilmente, a traición, hasta robarte los besos que gustoso me dabas, para atesorarlos en mi cofre. Era yo la indigna usurera que ya no presta su oro para poder contemplarlo brillar en el cofre entre abierto de la boca.

-Elisse- susurraste de pronto liberándome del tormento que infligía el silencio de la respiración-dime que has venido para quedarte. Elisse.

-Si , Izan me quedaré hasta que partas.- Dije cerrando los ojos aferrada a tu casco.

-No partiré si no es contigo, Elisse. Tengo miedo de los mares en los que tú no estés.

Fue entonces cuando nos dormimos abrazados y la despreocupación del tiempo, tajo en sus alas la mañana fría. Tuve miedo a despertar. Un miedo atroz que me paralizaba me hizo apretar los ojos cerrados junto al vaivén tranquilo de tu costado y al escuchar tu respiración callada se alejó.


Caminé hasta la oficina por esas calles atestadas de gentes con la mirada feliz que solo los enamorados tienen. Esa mirada sin duda que está segura de lo que siente, como es el sol vestigio del día en la mañana creciente. Toda mi mente era una amalgama de recuerdos táctiles, de olores de imágenes a contraluz en la penumbra de la noche. Lo confuso era cierto y lo cierto era maravillosamente increíble. Tú eras todo eso.
Conté las horas que faltaban hasta la próxima cita en el puerto. Las manecillas se juntarían señalando el sur del reloj y entonces todos los minutos vacios de ti tendrían sentido. Respiré hondo otra vez, en lo más recóndito de los pulmones yacía tu aroma y me devoró la piel, los gestos hasta ahogar mi respiración. Ya falta menos amor.


¿Qué significa querer? Siempre. Nunca. Amor. Si me lo hubieras propuesto en otra vida hubiera dicho que no, por eso cuando me hablaste de aquella singladura hasta Marsella en la goleta de tu jefe sin más acompañantes que tus dos perros y la mar azul me dispuse a hacer la maleta y ciega te seguí. Nada me importaba arañar días a unas vacaciones muertas en la rutina del verano, sin un capitán que atrajera el viento favorable hacia mi. Tú eras ese viento y ahora debía sentirte en el rostro.

El viento roló del norte noroeste mientras con el pequeño motor de gasoil nos alejamos de la seguridad del puerto. Pronto pararías máquinas y con la maestría que solo los días en la mar dan al navegante, te duplicarías en las funciones de cargar velas en los enhiestos palos y sus vergas. Los tirantes de acero se adornarían por fin con el blanco ciñendo el viento y el sonido cansino de motor sería un vago recuerdo. La mar rasgaría cantando la proa y girones de viento aullarían en los cabos tiesos. A popa junto a la rueda del timón, insegura de mis manos férreas, aprisionaría en mi memoria todas aquellas imágenes de ti descalzo sobre la cubierta.
La nave se escoró un par de grados a estribor y tomando la rueda sujetaste con tus manos las mías que temblaban, luego me besaste muy lento.

-¿Será siempre así? Pregunté ruborizada de mirarme en tus pupilas.

-Si, siempre que haya viento.-Dijiste.- Sonreías.

-¿Durará mucho?- Pregunté mirando a la mar tranquila de la mañana.

- Hay viajes que duran toda una vida, Elisse. Toda la vida.

Por el lobo que camina.

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