martes, 4 de mayo de 2010

Historias de un quiosco




Imagenes: Mónica Castanys Abril
Bruno Schmelt .?
Escha van den boguerd. pensare
Manos, concurso fotográfico en facebook
Quiosco modernista urbelaspalmas.com





Es curioso cómo actúan los recuerdos. Primero se decantan, luego se vuelven sedimentarios y en apariencia se olvidan; hasta que un olor, un sabor, un sonido, una caricia o la imagen de vete a saber qué, los haces emerger de las profundidades de la mar que es memoria. Si por conjuro aquel quiosco de azulejos blanquiazlues hablara de todo lo acontecido allí, sin duda entonaría un aria maravillosa, triste o alegre, qué más da, pero un aria inolvidable sin duda.



Los tilos en flor del paseo refractaban el sol dibujando mariposas de sombra en los adoquines del paseo. No había mucha gente en él y las carpas ambulantes de libros dormían en calma después del fin de semana. La terraza vacía dibujaba un semicírculo perfecto donde las mesas y sillas metálicas proyectaban luces sobre el edificio de azulejos pintados que asemejaba un quiosco de época. Entre sus manos sujetaba un pequeño volumen de poemas y en la liturgia del acariciador de libros, indagaba las señales intentando interpretar sus gestos. Claro aún no lo conocen. Perdonen mi torpeza. Esa liturgia sucede desde que tiene uso de razón, o ideas propias,- como gusten llamarlo. Cuando un libro llega a sus manos, se producen un serie de reacciones químicas, mecánicas o mágicas, que le hacen abandonarlo a su suerte de regreso en la estantería o por el contrario, sujetarlo firmemente para nunca más perderlo aunque sea en otra estantería más o menos parecida, pero esta vez la de su casa.
Aquel volumen que fue abierto primero al azar:“Alargaba la mano y te tocaba. Te tocaba y rozaba tú frontera…” (*)
Luego por la primera página:” el amor visible o no, late, clarifica, enardece cuanto he escrito…”(*)
En efecto: aquel libro era uno de los suyos. Si. Llevaba el sello escrito en la contraportada y al lado de cada uno de los pies de página, justo junto al número, pero con tinta indeleble de luz que sólo el destinatario, aún sin saberlo el autor, puede y sabe leer. Si ahora sólo tenía que trocar por sucio papel de banco aquella obra excelsa de papel inmaculado, que llevaba impresa el alma entera de aquel cuyo nombre figuraba en letras grandes y negras sobre el fondo carmesí de la portada.
Entonces fue cuando, al levantar los ojos y enarcar una sonrisa de satisfacción en el rostro, la vio. Estaba allí, silente como esas estatuas clásicas en los museos de historia. El viento rozaba sus hombros solo vestidos por el tirante blanco de aquella blusa argentina que dibujaba los pechos. La línea recta de su espalda se precipitaba hasta el vuelo de la falda donde se adivinaba la voluptuosidad de sus caderas en el mimbre de su cuerpo, y su piel bronceada, era como la miel, ligeramente moteada por innumerables perlas oscuras. En seguida quiso forzar la distancia y acercarse para contarlas todas o inundarme con la fragancia de flores que llegaba hasta él, desde su cuello de junco. Mientras disimulaba con la mirada fija en el cabello de ámbar iba rotando como la tierra gira hacia el astro benefactor y llegando al verano pudo ver el perfil de la faz de diosa. Los labios ligeramente abiertos recitaban las letanías impresas en el libro que ella con sus dos alas portaba con delicadeza.
Frente a frente, contempló cada uno de los pliegues que se forman en el rostro de las estatuas sonrientes y bellas como era ella, hasta que en un segundo en el que no hubo latido, sus ojos se elevaron hasta él. Le miraron, primero con sorpresa, luego con ligero enfado para más tarde tornarse imprecisos, y algo misteriosos. Él estaba allí quieto, como las polillas a la luz intensa, deslumbradas por el faro en la noche oscura. Con un libro encarnado en la mano y una sonrisa de idiota quizá demasiado reveladora, me miré en sus ojos.
Hay tiempos que deciden quizá los momentos por venir o la vida entera y justamente supo que ese era uno de aquellos momentos en los que uno ha de jugarse entera la marea aún a riesgo de acariciar las frías rocas con la proa de la nave.
Con la garganta medio seca y la voz de ese otro que no era él, sino el idiota que miraba fijamente las esmeraldas brillantes de su rostro, habló despacio pero con la decisión de un orate.
-Si es éste el libro que buscabas, creo que podremos compartirlo a perpetuidad o negociar cuando y como será tuyo lo que ahora no es ni puede ser de nadie más…
Tan sólo dos pares de palabras se precipitaron hasta
-No busco, yo encuentro…
Con la elegancia de quien esgrime un florete contra el peto blanco de su adversario se fue contoneándose en dirección al paseo marítimo donde tristes barcos se mecían en la mar calmada del medio día.
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Aquella mañana dibujaba sombras en los adoquines grises de la plaza cuando el sol jugaba a esconderse entre las formas cambiantes y vaporosas de las nubes que recorrían el cielo hacía poniente. Junto al gran tilo que regalaba su aroma dulce a los caminantes, un caballete de madera de haya daba la espalda la solitario quiosco. Delante de él un joven, ni feo ni guapo, ni alto, ni bajo, medía con el pincel el motivo estático, protegido del estío con un sombrero panamá blanco y mezclaba los colores en su paleta con devoción amante. Por la rapidez con que los exiguos viandantes pasaban de largo junto a él, podría decirse que aquel hombre era trasparente, cómo lo son los árboles y el mobiliario urbano de un parque para el oficinista que mira su reloj de pulsera o para esa mujer que se mira en el escaparate de la tienda retocándose el cabello ajena a la mercancía. Como todas las mañanas el ajetreado camarero sacaba las mesas y sillas metálicas de su sueño apiladamente ordenado para disponerlas en el ajedrezado de aquel tablero con escasas vistas al mar. El lejano reloj de la catedral señaló una hora y su rumor se propagó por las viejas calles empedradas hasta llegar a las avenidas rectas que mueren en el puerto y saludar a los veleros y mercantes que fondeados en la bahía aguardan cabeceando en la mecedora del mar. Ella llegó sin hacer ruido y acomodándose en una mesa alejada del quiosco levantó la mano como se izan los gallardetes de señales en los barcos. Mientras el café recién servido humeaba a su lado ella rescató de su bolso una vieja libreta y con ojos atentos al artista comenzó a tomar extrañas notas con la velocidad taquigráfica de una estudiante en la facultad. Casi recostada en el lienzo guarecía su bloc con el brazo libre atrapando en la carne la mirada furtiva de los pájaros que sobre las viejas ramas expiaban el trasiego sin sentido de los humanos. Sobre el otro lienzo donde las pinturas acrílicas tomaban la forma de la plaza, la silueta de una mujer sentada en la terraza, empezó a vislumbrarse con tímidos trazos, que el viento propagó por entre los tilos hasta llegar al oído de la muchacha. Alertada por la nada, buscó con la mirada aquel lugar dónde el hombre transparente se confundía con los quietos bancos pintados de blanco y en un acto reflejo cerró la libreta que introdujo en el bolso negro, sacó unas monedas para el camarero y se abalanzó sobre los adoquines en busca del lienzo o del artista. A medio camino se detuvo indecisa mientras el viento recorría su falda formando pliegues o alisando picos; hundiendo la tela hasta la dermis para dibujar las formas perfectas de aquel busto erizado y bello que pugnaba con la blusa blanca y la banda del bolso negro. El caballete solitario sin rastro de lienzo aguardaba quieto enfrentado al quiosco y por su hueco podía verse la mar lejana pintar la frontera del horizonte celeste y lejano. Miró a su izquierda, luego a su derecha, rastreo los coches aparcados, los árboles, los setos y los bancos pero no pudo ver la espalda ni el sombrero blanco de aquel hombre tranparente que se había esfumado como por arte de magia. No muy lejos un hombre ya sin sombrero tomaba notas con su réflex congelando aquella imagen en la retina de la memoria electrónica y mientras observaba el desenlace palmeaba el lienzo apoyado en el no tan lejano templete sin músicos. La chica se fue paseando por la avenida hasta perderse entre la gente y el tráfico lento de la hora punta. Aquel hombre silente volvió a dejar el lienzo en el caballete y aproximándose al motivo principal de su retrato se apoyó en la pequeña barra metálica y dijo.
-Damián, un zumo de naranja por favor.

(dedicado a quién ya sabe)
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El viento recorría las calles hacía levante agitando palmeras y cabellos por igual, mientras unas veloces nubes bailaban en círculos por el azul. Un hombre sentado en la terraza pugnaba con las hojas del periódico local, hasta que malhumorado, lo cerró y levándose caminó hacia la barra metálica del pequeño quiosco para guarecerse del céfiro. Una pareja caminaba a la deriva por sotavento y asidos de la mano pugnaban por avanzar. Con la vista alzada hacia la bóveda celeste observaban el quieto vuelo de las gaviotas de alas blancas que iban recorriendo sin esfuerzo los caminos curvos del cielo. Un hombre esperaba junto al templete sin músicos con las manos en los bolsillos, quizá para no ver la hora. Su cabeza era como el radar de los barcos de tanto mirar cuando el reloj de la vieja catedral dio tres campadas premonitorias y entonces supo que ella jamás vendría. Con la cabeza arriada, como esas antenas de seguimiento de satélites inoperativas, comenzó a caminar primero hacia poniente, para luego indeciso torcer hacia babor en busca de algo de sol. Damián limpiaba los vasos tarareando la melodía de una ranchera que no sonaba en el altavoz de la radio, con la mirada perdida detrás de los altos tilos, quizá pensando en alguna cosa hermosa que le hacía sonreír de manera idiota-.
Una mujer entró en la plaza y se acomodó en la mesa más cercana por el oriente al quiosco blanquiazul. Pidió una consumición, luego extrajo un paquete de tabaco rubio, un mechero plateado y un teléfono encarnado. Anteponiendo su mano de estribor al viento racheado logró encender un cigarrillo que propagó su aroma por la plaza. Un hombre llegó al poco rato y sentándose enfrente de la mujer saludó. Luego comenzaron a hablar con gestos airados, con miradas frías. Sus dos espaldas muy rectas señalaban la distancia alejada de abrazos que quizá hacía no tanto se habían obsequiado. Pero hoy no era ya ese día y el viento despeinaba su cabeza de manera nerviosa, como si intuyese el temporal que se avecinaba. De pronto él se levantó, y depositando una alianza dorada encima de la mesa orientó sus velas hacia levante hasta desaparecer de la vista devorado por las calles. El viento propagó dos palabras desesperadas que la mujer había emitido con la voz desencajada por el llanto, pero ni siquiera el eco contestó: Juan…Espera. Un te quiero fragmentado se precipitó de los labios hasta el plato de cobro donde sujetado por un vaso dormía un triste billete azul de banco que el camarero recogió cariacontecido. Luego, depositó varias monedas y otro billete de banco y se fue. Tras varios silencios de música la mujer se fue a paso lento aferrada a su bolso de tela como un naufrago al salvavidas y el anillo quedó abandonado allí, tan inerte como la frase grabada de su interior: Juan y Elisa para siempre Amor.

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Estaba nervioso pero sonreía. Ojeaba sin prestar atención las grises páginas del periódico de la mañana. Comprobó la hora en su reloj de muñeca, luego la contrastó con esa otra que colgaba en la pared del quiosco blanquiazul y suspiró de nuevo sin perder la sonrisa. El reloj de la vieja catedral silenció los pasos de una mujer que se acercaba despacio por la vereda de tilos y palmeras. Antes de golpear con su dedo índice la espalda de aquel joven, se atusó el cabello de miel bien recogido en una cola de caballo. El joven se dio la vuelta con la certeza de que sería ella. Si, lo era. Se miraron; se observaron durante ese segundo eterno que son los reencuentros, hasta que la inercia gravitatoria les hizo abrazarse. Mascullaron palabra ininteligibles, sollozos, risas, suspiros, mientras las manos se recorrían buscándose, hollándose, rescatándose al fin. Un millar de preguntas agolparon en sus gargantas pero fueron la escusa para necesitarse, por eso sus labios se encontraron, y combatieron sus lenguas como soldados de infantería, cuerpo a cuerpo sin espacio para nada más que el roce lento de su tacto ciego.
Damián enarcó una sonrisa afilada y se tomó su tiempo para atender la barra, barrer por enésima vez el recodo de sus pies o abrillantar los vasos con la gamuza blanca.
El tiempo se había detenido en un mundo en el que todos, personas y objetos, iban desapareciendo poco a poco. Primero lo hicieron las palmeras y el aroma de los tilos viejos, luego las sillas y mesas metálicas de la terraza, las baldosas ajedrezadas del suelo, el quiosco, sus parroquianos, el camarero sonriente, la taza humeante de té y la luz declinante de la tarde. Todo excepto él y ella, enmarcados en un gran círculo oscuro, que sin embargo, les iluminaba el rostro sonriente, de ojos cerrados, de labios cerrados en otros labios, de manos fundidas en cuerpos ajenamente propios. Una voz atropellada de latidos desbocados les imbuía a seguir así: quietos como esos barcos que duermen en la dársena segura del puerto.
Por fin abrieron los ojos despacio para contemplarse, para reflejarse en las antagonistas pupilas chispeantes de su aliado, compañero, amigo, amado por fin; amado y necesitado y querido e indispensable como el aire lo es para la sangre, como lo es el latido que empuja a las venas hacia los pulmones a beber. Ahora ya no había preguntas, solo respuestas y todas eran: si. Te quieros en cada caricia en cada mirada, en cada sonrisa, en cada brizna de aire espirado. Por eso quizá no hubo palabras ni tiempo para nada más, y asidos de la mano, ella con su otra mano en la cadera de él y él en los hombros de ella, se alejaron por el paseo que muere en el puerto, donde el sol deja caer su esfera detrás de los edificios para ocultarse en la mar.
Damián dejó caer un suspiro que el viento se llevó lejos, quizá hasta un edificio de esos altos que mira desde lejos el puerto repleto de barcos, donde alguien miraba la hora con resignación.
El ruido de la persiana se clavó en las baldosas provocando en la plaza un estampido de palomas. A lo lejos las barandillas azules de las terrazas se pintaron con el sol de la tarde que brillaba junto a las ventanas también doradas, como la cúpula azul del quiosco, como las alas de las palomas, como la copa de los tilos, como la proa de los barcos y como debe ser la luz que dora el amor en los corazones enamorados.

Por el lobo que camina.

2 comentarios:

  1. gracias por comentar mis entradas
    es como si yo expusiera un problema
    un conflitcto y vos me aconsejaras
    para soluciionarlo

    muchas gracias

    y paso porqe ademas me gusta mucho lo que escribir

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  2. Realmente el lobo comenta improvisadamente: De lo que sugueren tus letras al que camina.

    El lobo no sé si es buen consejero, pero te agradece afectivamente que leas sus lobunadas,que si son largas elevará a la enésima potencia abrazatoria.

    Aullidos Y abrazos Eme

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