sábado, 10 de octubre de 2009

Verenice de Bretaña.



La tarde había estado animada y un número ingente de turistas, cámara en ristre, se había interesado por mis dibujos. Como de costumbre dejé los exiguos bártulos en el quiosco de Alain y me dispuse a dar un largo paseo hasta mi guarida. Alain es uno de esos monumentos cotidianos, que tras cuarenta años regentando su quiosco de dulces y prensa, es querido por todos los parisinos como un familiar más. Con un hasta mañana cordial, se despidió de mi regalándome una de sus sonrisas sinceras, que yo correspondí lanzándole un beso, guiño de ojo incluido y encaminé mis pasos avenida arriba alejándome del Sena.

Tenía el humor tormentoso y sólo los lápices parecían poder calmar el viento huracanado de mi interior. Anduve deprisa sin fijar la vista en nada ni en nadie; las baldosas volaban debajo de mis pies y al doblar la esquina de Rue Le Martinique, decidí hacer tiempo en la taberna de Joss y calmar los mares que arreciaban la costa.

La taberna de Joss, un bretón alejado del mar como yo, es un lugar apacible donde la música nunca impide conversar. Todo en ella es de madera y bronce emulando un velero. Los grandes ventanales que dan a la calle imprimen un aire bohemio, donde solo la barra queda iluminada por una tenue luz amarillenta, que la campana de bronce irisa sobre las botellas de licor.

Pedí un té con una nube de leche y me senté en la mesa del fondo junto a la ventana, allí había mucho más luz y podría abstraerme de todo por un tiempo.
Dejé sobre el suelo el vetusto porta láminas que siempre me acompaña y mecánicamente di vueltas y más vueltas a la cucharilla mareando el oscuro líquido, hasta entrar en trance. Por un instante dejé de oír el murmullo de la gente, la música, el tintineo rítmico que la cucharilla metálica producía al chocar con la taza de loza blanca; casi podía oír como chocaban las ideas en mi acelerado cerebro, buscando desesperadamente una solución lógica a la actual situación.

Jean era un buen tipo, pero me asaltaban dudas acerca de mis verdaderos sentimientos hacia él. Con él todo parecía sencillo y sin embargo cada día me sumía en una desesperanza tal, que tenía la sensación de ser un naufrago antes de embarcar. La monotonía estaba a punto de asfixiarme por completo, junto a mis sentimientos hacia él.
Éramos demasiado diferentes y esa diferencia se acrecentaba los domingos por la tarde, cuando acompañado de sus amigos, se ponía delante del televisor a despotricar sobre el juego, los jugadores, el árbitro o la madre de éste, mientras bebían cerveza barata y comían compulsivamente frutos secos. Obviamente tenía sus momentos, pero con el paso de los meses, se habían hecho casi imperceptibles para mí, o tal vez era yo misma la que había cambiado y ahora que la marea estaba baja, veía el fondo rocoso bajo la quilla.


Mi mente voló sin darme cuenta de regresó a los días de Brighton, cuando en una taberna parecida ésta, una chica sentada en la barra con media pinta de cerveza en la mano cambio el curso de los ríos.
Según la vi, no pude resistirme y sacando unas cuartillas del porta láminas, empecé a trazar líneas a carboncillo. Era deslumbrante, como un ángel bajado al purgatorio, visto por una de las almas en pena. Su luz iluminaba aquella inmunda taberna llena de humo y cerveza barata; pero ella, ¡oh!, ella era perfecta. La candidez de su mirada, los labios de fresa madura, la palidez del rostro, aquellas dos preciosas y grandes aguamarinas enmarcadas por unas cejas finamente perfiladas.

El carboncillo se deslizaba por el papel velozmente trazando sus curvas perfectas, su faz, sus manos. Y qué manos. Eran pequeñas, finas, delicadas como aves que sobresalían de sus brazos ligeros. Por eso dediqué varias de las cuartillas a tan sublime símbolo de perfección aurea. Estaba tan absorta en la creación y en captar la luz de aquella desconocida, que no vi como se acercaba hasta mi mesa. De pronto estaba a un paso de mí, observando con aquellos preciosos ojos mis bocetos.
Me azoré tanto que la sangre inundó mis mejillas tiznándolas de rosa y ninguna palabra mía acudió a las suyas, que amables, preguntaron si podía sentarse en mi mesa.

¬ Lo siento…_ Dijo mirándome a los ojos_ No quería interrumpirte, pero me moría de ganas de ver que era lo que mirabas tan concentrada.

Tampoco pude contestar ésta vez, pero por alguna circunstancia, ella prosiguió su monologo, sentándose a mi lado, con ese timbre de voz que sólo los londinenses tienen.

¬ Son magníficos, ¿sabes? Adoro el arte, de hecho vengo de una exposición de un amigo mío que…

Estuvimos hablando largas horas que parecieron segundos; su voz elegante y segura de sí misma, era como la obertura de alguno de los grandes músicos de antaño; acariciaba mi oído trasladándome al parnaso de los sentidos.

De pronto, sin saber cómo, estaba subida a su vehículo recorriendo las calles mojadas por una tenue llovizna que hacía brillar los halos de las farolas. Ella continuaba hablando y hablando; de sus peripecias artísticas de cuando estudiaba bellas artes en Paris, del concierto de año nuevo en Viena, de la inauguración de tal o cual espectáculo… Su vida era un continuo ir y venir de evento en evento por ciudades de ensueño que sus acaudalados padres permitían orgullosos. La niña, era un arbiter elegantiae en cuanto a decoración y a sus escasos veinticinco años, dirigía una floreciente empresa de diseño gráfico con cinco empleados.

El vehículo se paró delante de la verja de hierro forjado que accedía a la residencia familiar. Mientras esperábamos la apertura de la puerta automática, ella sonriendo pícaramente, accionó un botón y la capota se plegó dejando entrar la llovizna fría. Los focos hacían brillar como pequeños diamantes sobre su cabello dorado, las finas gotas de lluvia y reía con una risa cristalina que danzaba en mis oídos, como bailarinas de ballet. Su carcajada llenaba la oscura carretera de graba que conducía a la mansión de dos plantas estilo victoriano.¡ Qué hermosa era con aquella luz!
Por fin el ruido del motor se extinguió dejando que el sonido de la noche nos rodease. Los focos del descapotable iluminaban la entrada y Sibil en silencio por primera vez en toda la noche me miraba con sus deslumbrantes ojos azules. A cámara lenta sentí su mano sobre la mía, mientras la otra acariciaba mi pelo mojado que caía inerte sobre una empapada camisa blanca, donde mis erectos pezones amenazaban con desgarrar la tela. Ella se había percatado y por un instante me azoré bajando la mirada. De pronto sus manos se abalanzaron sobre la camisa liberando mis pechos, al tiempo que me besaba los labios con deseo. Me acarició los senos desnudos, recogiendo la lluvia que caía sobre ellos, los besó, los lamió, los estrujó, mientras yo era espectadora muda de la escena.
Torpemente subimos los peldaños de la escalinata cogidas de la mano, abrimos la puerta de entrada lacada en blanco y tras el ruido seco al cerrarse. Me rodeo con sus brazos haciéndome sentir el fuego de su cuerpo. Sin apenas luz, fui descubriendo sus misterios con la excitación de una adolescente. Despacio, muy despacio, deteniéndome en cada pliegue de su piel de seda. Una a una las prendas mojadas que vestían su cuerpo, fueron cayendo hasta que la desnudez nos cubrió con su manto. Hicimos el amor y nos amamos tanto, que la luz de la mañana nos sorprendió sobre la alfombra persa del hall de entrada y contagiando a los muebles clásicos con nuestra risa, subimos corriendo las escaleras hasta su habitación para refugiamos dentro de la cama tapadas hasta la nariz por el edredón nórdico de pluma y seducidas por Morfeo yacimos abrazadas.

Era mediodía cuando me despertó la claridad que de puntillas se filtraba entre las rendijas de la veneciana. Sibil, despierta contemplaba mi sueño con una de sus maravillosas sonrisas, me besó en los labios, un beso tierno y húmedo; leve como el rocío de la mañana, que hizo que un escalofrío me recorriera el cuerpo aun dormido.

_ ¿Sabes? Ha sido la primera vez. Nunca antes había tenido sexo con una chica._ Balbucí, aun medio dormida.

Su mano acarició nuevamente mi pecho desnudo, que despertó al momento, y poniéndo su dedo índice en mis labios al tiempo que besaba el lóbulo de mi oreja dijo:

_ No ha sido sólo sexo, Verenice. Ha sido amor. Me he enamorado de ti en aquel bar.
Sin saber por qué, me puse a llorar como una tonta.

Era tan feliz entre sus brazos, que poco me importaba si era del mismo sexo que yo. Podía leer el amor en sus ojos de mar. La rodeé con mis brazos apretando mi pecho contra el suyo, y recostándola sobre la cama, la hice el amor despacio durante toda la tarde.


Esa fue la primera de las mil trescientas trece noches que pasamos inventando el amor. De aquel amor, para mí nuevo, surgió una de las etapas más creativas y felices de mi vida. Un frenesí sensorial y pictórico que me hizo trabajar día y noche, inundando con mis cuadros, no solo el estudio que Sibil acondicionó para mí, sino que también el salón, las habitaciones, todo. Ni que decir tiene que ella era el motivo principal de mis obras. Posó para mí como sólo una persona enamorada puede y por esa razón, todo lo que salió de mis pinceles y carboncillos fue tan especial.
Me presentó en la sociedad burguesa londinense y de su mano fui a todas las fiestas. Magnates, escritores noveles, artistas, deportistas de élite. Y todos ensalzaban los dibujos hasta el punto que llegué a tener lista de espera de encargos para pintar.

Pero los cuentos de hadas, desgraciadamente duran poco.

Era martes, llovía débilmente sobre la campiña inglesa de Windham hill cotagge, así se llamaba la casa de vacaciones que los padres de Sibil poseían en las afueras de Londres. Era nuestro nido de amor. Yo trabajaba en uno de los últimos encargos: un pura sangre de la prestigiosa cuadra que ese año había ganado, nada menos, que el Gran National.
Hice un receso para tomarme un té caliente, cuando caí en la cuenta de la hora que era. La luz de la tarde había sido secuestrada por algún dios perverso, que en su lugar había instalado la oscuridad detrás de los cristales. Sibil no había venido; y lo que era peor, no había llamado. Apagué las luces de la casa y subí a la habitación, donde todo me recordaba a ella. Abriendo la cama me rebujé dentro del edredón aspirando fuertemente para rescatar su aroma: Vainilla mezclado con su perfume y su olor corporal. Su sola presencia hacía que perdiera el sentido. Estuve despierta esperando su llegada; toda la noche deseando su cuerpo de fuego junto al mío, que no llegó, ni llamó. Y no era la primera vez ese mes.

Al borde de la desesperación, me levanté vistiéndome con lo primero que cogí del armario y me puse en camino a su apartamento de Londres. En la autopista poco a poco el dios perverso, fue liberando la luz que había robado a la tarde anterior y la mostró de par en par cuando aparcaba el coche bajo la ventana del apartamento de Sibil. A la entrada del inmueble me recibió Alister, el portero, que con un amable saludo a la inglesa, me abrió la puerta. Corrí hasta el ascensor que iba más lento que de costumbre, pues tardo varios años en ascender hasta el ático del edificio. Busqué las llaves en el bolso, y me dispuse a abrir la puerta con un temblor de manos tal, que habría sido incapaz de enhebrar una aguja del tamaño de la torre de Londres. Por fin pude hacerlo y abrí la puerta despacio. No se oía ningún ruido y tampoco encendí otra luz, que la que a hurtadillas había entrado por las ventanas. Todo parecía vacio y sin embargo sabía que Sibil estaba allí; su aroma no me engañaba. A las puertas de su habitación asomé la cabeza conteniendo la respiración tratando de que el estruendo de mi corazón no despertase su descanso. Estaba abrazada a un hombre que la rodeaba con su brazo de forma protectora, como ella solía hacer conmigo. La ropa de ambos esparcida por la habitación en penumbras y el aroma que desprendían se agolpó de tal forma en mí, que sobrevino una arcada, al tiempo que lágrimas de rabia brotaban de mis ojos y lloré. Lloré a pleno pulmón mientras bajaba las escaleras de dos en dos hacía el coche , lloré por las calles de esa ciudad, que por la mañana, son un caos circulatorio y lloré más sí cabe, por qué no tenía donde ir aparte de la guarida que Sibil había fabricado para mí.
Fui a toda velocidad a Windham Hill cotagge, recogí todo los cuadros, las pinturas, los bocetos, mis exiguas ropas y escapé lejos de aquella colina que se había tornado para mi, tan agria como el vino malo que se hace anciano.


Desperté de mis ensoñaciones, cuando Joss hizo sonar la campana al tiempo que con voz grave anunciaba la hora de cierre. Me miraba de hito en hito haciendo que sacaba brillo a las jarras de cerveza, sin atreverse a comentar nada .La taberna estaba en silencio desde ni se sabe cuánto tiempo, recogí mis bártulos y acerqué la taza de té a la barra. Justo en el momento que soltaba la taza, me encontré de frente con la mirada certera de Joss.

¬ ¿Cuándo te levas anclas Marinera?

Intenté evadirme, con frases típicas y sonrisas un tanto forzadas, pero me fue inútil.

¬ Eso se lo cuentas a los que no han visto la mar, paisana. Tus asuntos no son de mi incumbencia, pero me agrada que las sirenas guapas que frecuenta mi casa, al menos se despidan de los amigos, cuando regresan al mar.

¬ ¿ Eres adivino, druida? Ni si quiera yo misma sé si me voy y a dónde, pero tú ya crees saberlo todo. Así que dime, ¿Tanto se nota?

Joss salió de dentro de la barra con dos vasos y una botella de sidra bretona y se sentó en uno de los taburetes de madera, indicándome con la mano que me sentara a su lado. No era un tipo de muchas palabras; en los meses que llevaba frecuentando su local, apenas habíamos conversado media docena de veces, pero en las miradas y silencios que nos dirigíamos, había más complicidad de la que nunca tendría con Jean.

¬_ ¡Ah! Mi niña de Bretaña…Tú quieres que el viejo Joss te cuente lo que sabe, pero entonces, sabrías tú más que él mismo y eso no es justo._ Su risa sonó atronadora, bebió un trago largo y me miró a los ojos_ En el sur , lo más al sur que te señale el mapa, hay negocio para una chica espabilada y celta como tú. Sólo has de llegar allá y encandilar con tus artes, al enjambre de nacionalidades que visitan la isla, en busca del sol perpetuo. Cuando llegues, manda al viejo Joss una postal para saber que no te ha tragado el gran Kraken por el camino, y se feliz, ¿Me oyes? Olvida el pasado de una vez, déjalo que repose en paz en las profundidades Verenice.


Después de terminarnos la sidra, me dejé abrazar por los enormes brazos del antiguo marinero y nos despedimos sin pronunciar ni una sola palabra.
Mientras caminaba por las calles desiertas, no podía dejar de pensar en lo que Joss me había contado y en por qué lo había hecho. Era una caja de sorpresas hermética, pero aquellos ojos claros no engañaban, era un buen hombre con demasiados naufragios a sus espaldas.


El piso estaba en silencio, Jean hacía tiempo que se había acostado, y como ladrón en la noche, fui empaquetando mis enseres sin hacer el menor ruido. Cuando lo tuve todo listo, excepto el contenido del armario y mesilla de noche junto al durmiente desapercibido, lo baje al coche y me acosté en el sofá.
Con las primeras luces entrando por la ventana, me desperté y preparé un café cargado en exceso, me haría falta. Quizá el aroma de café recién hecho fue lo que despertó a mi durmiente o tan sólo el despertador, pero acudió a él como los osos a la miel: medio sonámbulo frotándose los ojos y las posaderas- No le di cuartel. Mientras se quemaba la lengua, disparé a la línea de flotación y expuse unos argumentos de sobra sabidos por ambos, que hacía tiempo estábamos posponiendo, en aras de la convivencia. Se quedó frio, no entendía una palabra, ni mucho menos esperaba yo que lo entendiese. Solo anhelaba que se apartase de las palabras dañinas, que suelen argumentarse en los finales de amor, para destruir lo poco que queda, de dignidad, amistad o lo que demonios quede al final, sí es que queda algo. No lo hizo. Y en un desplante colérico lo dejé hablando solo, mientras mi mente huía a los recónditos lugares interiores donde él no habita, ni lo hará nunca nadie. Recogí del armario mi escasa ropa llenando dos mochilas que cargué a mi espalda y ahí lo dejé ora despotricando ora suplicando perdón.

El ruido de la puerta al cerrarse fue de lo más liberador y mientras me alejaba en mi viejo, pero querido coche, no dejaba de pensar en Joss y sus augurios. ¿Cómo demonios se había dado cuenta de todo?, ¿Qué clase de magia poseía para leer mi mente? Miles de preguntas y una respuesta que nunca sabría, pero que me hacía sonreir. Tendrás tu postal, viejo Loco bretón.


Alain, no paraba de mesarse el cabello y proferir exclamaciones de sorpresa. No se lo esperaba, pero entendía que un día habría de llegar la despedida. Atrás quedaban muchas charlas paternales que nunca le agradeceré bastante, así como su amabilidad y camaradería para conmigo. Con un postrero abrazo, que me dejó temblando mientras lágrimas saltanban de mis ojos hasta su jersey de lana de Aram, nos despedimos, y la sensación de pérdida se hizo palpable en mí.


Los más dos mil kilómetros que me separaban del barco que habría de llevarme hasta mi destino, transcurrieron de forma apacible y tranquila, en varias escalas. Poco o nada puedo describir de las tierras que crucé con mi vieja máquina del tiempo; solamente el sol y los campos dorados me llamaron la atención lo suficiente, de entre todos los paisajes que se adentraron en mis pupilas. Enormes extensiones yermas, donde una vez floreció el trigo verde, ahora en reposo, hasta que el invierno languidezca y muera, vides podadas como esqueletos descarnados del verdor de sus carnes de septiembre, con sus frutos dulces y redondos, agrupados manjares de dioses antiguos cuya testa adornaron otrora. Ríos verde oliva que lentos van al mar a morir, felices de haber regados tantas tierras, tantas gentes. Ríos de vida escondida en las riberas, entre los juncos, en el fondo rocoso lleno de limo, donde acecha la carpa que salta cuando el sol de los atardeceres dora los verdes y los ocres.


Cádiz es una ciudad que se mira en el mar, con su ajetreo, sus calles desvencijadas y las gentes risueñas que las habitan. Todo en esa ciudad sabe a mar, a antiguo, a fritura de pescado, a vino blanco en barrica de madera, a flores que engalanan las casas humildes de sus callejuelas estrechas. Mientras aguardaba la hora de embarque, recorrí las viejas calles del puerto y degusté el famoso atún de almadrabas milenarias en una de esas tabernas pequeñas y familiares, donde todo el mundo se conoce de antiguo, pero los visitantes son muy bien recibidos. Paco. Así se llamaba el hombre entrado en años y curtido en mil temporales, que despachaba a la antigua, delantal y bayeta en mano, haciendo las cuentas a tiza en la barra de madera oscura, como seguramente su padre antes que él. Con alegría nacida, quizá del sol que bendice esas tierras, despachaba a la clientela con más gracias que educación, pero “sin farta a naide” según decía. Allí el tiempo parecía detenido cuarenta años atrás, sin tecnología, sólo la televisión apagada desentonaba en la decoración marinera de azulejos pintados a mano. Una copla de canción española desgarraba mientras la guitarra lloraba por bulerías. Allí entre gentes humildes desperté al nuevo mundo que se inauguraba ante mí y como el que se desprende de algo superfluo e innecesario, así me desprendí por fin de todos los días de lágrimas, de huidas y de rememorar el pasado extinto. Loco marinero en tierra, Joss, ¡Qué razón tenias en todo!
A la salida del local y tras despedirme más como una amiga que como una clienta, de camino a la cola de embarque, compre un libro de tapas de cuero y hojas en blanco, en el que escribiría mi nueva vida. Empezaría de nuevo con la lección aprendida, sin reproche, ni culpa, ni cilicio, ni nada que pudiera apartar de mí, una senda sencilla pero feliz.


Con un largo y ronco grito de sirena, a la hora señalada del Martes cuatro de Noviembre, “El Fortuny” un navío de 172 m. de eslora, capaz de desplazar mil pasajeros, 330 vehículos y mil ochocientos metros lineales de carga a la no despreciable velocidad de 22 nudos náuticos, abandonó el puerto dejando tras de sí los edificios y tinglados portuarios, que poco a poco iban empequeñeciendo hasta desaparecer engullido por el paisaje de ocres y verdes donde a lo lejos podían divisarse las montañas oscuras. La estela blanca arañando el azul distraía mis pensamientos y quizá por eso o por ser la hora mágica del ocaso, que de puntillas iba dorando los paisajes, no vi llegar a aquel hombre, que cámara en mano inmortalizaba el sol hundiéndose en el mar. Su figura delgada de oscuro cabello y afilado rostro, escrutaban más que miraban el mar. Pero eran sus manos, de dedos alargados, asiendo firme y a la vez suave, la cámara de fotos, lo que centraba mi mirada.

Absorto en el paisaje como estaba, dudo mucho que él se percatase de mi presencia. Y precisamente por eso, invisible a sus ojos, lo observé. Diseccioné su rostro, sus movimientos pausados y precisos, su desgarbada figura, sencilla pero altiva, de músculos largos y definidos que bronceados, destacaban de su ropa. Vestía de sport. Sandalias negras, tejanos raidos, camiseta a rayas blancas y azules sobre la que caía media melena oscura como la noche sin luna que el viento despeinaba, anudado a la cintura un sueter naranja con capucha.

Después de que el sol se ocultase en el océano, desapareció en el interior del barco, tal y como había aparecido. Sólo su aroma mezclado con el mar, me acompañó durante el tiempo que permanecí en la cubierta pintada de verde. Su olor era una mezcla de sudor y perfume con tónico para el cuerpo, que se adentraba en mi interior causando estragos. Otro aroma acudió a mi mente. Pero el nuevo, lo desterró fieramente aplastándolo, despedazándolo, golpeándolo y asfixiándolo hasta matar. Conquistaba sembrando la tierra, apropiándose de todas las flores, traspasando las puertas cerradas, filtrándose por las rendijas de las ventanas, instalando su fragancia tan dentro que uno se preguntaba, cómo había sido capaz de adentrarse hasta allí.
Mientras escalofríos recorrían mi cuerpo, que temblaba como hoja en otoño, me refugié en el camarote a esperar la hora de la cena. Tumbada en el camastro duro de la litera de arriba, abrí un libro, pero no puedo decir que leí. Detrás de cada línea aparecía la figura del extraño hombre del ocaso, Luego su perfume, invadiéndome de nuevo. Al fin sus manos grandes de puntiagudos dedos destacando de sus brazos ramados junto al tronco arbóreo de aliso. Descartaba su presencia concentrándome en la lectura de la siguiente página, más entre las letras, surgían unos ojos de azabache, que escrutaban preguntándome el nombre, desnudando mí alma hasta los huesos y subyugándome a su voluntad. El libro, sonó a madera golpeada al cerrarse entre mis dedos, mientras mis labios rielaban como velas al viento. Sólo el lápiz pudo calmar mi mente desordenada y poseída.

Aquella noche no lo vi en la cena, y en cada bocado lo busqué con ahínco, figura tras figura de la sala atestada de viajeros hambrientos y alborotadores.
Me volví al camarote decidida a amarrar con sentido común mis sentimientos, ordenarlos y desechar lo demás. Sólo era una visión, un rayo de luna que seguramente estaría casado, comprometido e inalcanzable para una artista bohemia sin encanto personal, que primero debería encontrarse a sí misma antes de fijarse imposibles romances de libro.


Asaltada por pesadillas y sudores desperté al rayar el alba, cuyas primeras luces se filtraban de puntillas por el ojo de buey y tras dar un salto del camastro, me encaminé a la cubierta de proa para ver amanecer. El viento golpeó mi rostro aun dormido con leves gotas y aroma de alta mar. Todo el barco estaba en calma y hasta mí sólo llegaba el murmullo del viento, golpeando el acero del casco que cortaba las olas, que empezaban a teñirse de azul. Junto al viento, ondeaba mi cabello como un gallardete irisado por el sol naciente, como volaban mis pensamientos llenos de incógnitas sobre el mundo nuevo que aparecería en el amanecer del siguiente día, donde tendría que empezar de nuevo. Empezar. Vivir de nuevo.
Sentí en mi espalda unos ojos clavarse, horadando la piel bajo la ropa. Lentamente me di la vuelta, como un autómata, sin dominio del cuerpo, ajena de mi misma hasta encontrarme de frente con mis pesadillas nocturnas.
De pie, a escasos metros de mí, estaba el hombre del ocaso agarrado a su réflex, como la tarde pasada, y sonriente me daba los buenos días.

¬ …Ésta hora, en que los rojos despuntan sobre el manto en repliegue de la noche, tiñendo las nubes y devolviendo el color al mundo, es una de mis favoritas.¬ Su voz sonaba dulce y segura de sí misma a la vez que varonil, y tras una leve pausa continuó hablando¬ El amanecer tiene algo de ternura de mujer, que despierta sembrado de flores cromáticas los paisajes. Aquí en medio del mar, entre las brumas y el olor a salitre, quizá pueda contemplarse uno de los más bellos amaneceres que existen ¿No lo cree así, señorita?

El tono, su timbre modulado, hizo que me estremeciera y sonreí.

¬ ¿Dónde ha leído eso? Hay muchas formas de describir un amanecer, pero sin duda, esa es de lo más inusitado, si me lo permite. ¬ La pregunta fue disparada, sin malicia, pero a boca jarro, más como defensa, ante la sensación de desarme que me invadía, que como arma arrojadiza.¬ Es de lo más bonito que he escuchado últimamente.

Su sonrojo se hizo evidente cuando bajo la vista y apartando sus ojos de mi, contempló el sol que nacía detrás de las nubes teñidas de grana.

¬ La frase es mía. O más bien, creo, es fruto de todo aquello que leo y leí en los libros que acuden a mis manos. No sé si es inusitado lo que digo, pero prefiero que el silencio sólo sea roto, cuando hay algo digno de él. Perdone mi intromisión, pero su forma de observar el horizonte, era digna de ser congelada con mi máquina del tiempo. Le he robado una imagen.

¿Máquina del tiempo? ¿Robado? ¿Ante qué clase de poeta loco estaba? Desde luego, todo en él, su aroma, su figura, entre delgada y atlética, su cabello azabache al viento, se salían de los cánones habituales. A ninguno de los pelagatos que viajaban en ese barco, absortos en sus frías pantallas, de ordenador, teléfono móvil, televisión, se les hubiera ocurrido no ya madrugar para ver nacer el día, sino, proferir aquellas palabras cuasi mágicas para mí.

¬ Ya solo haberlas pronunciado ¬ dije¬ ha hecho aun más bello éste momento… ¿Me permites ver esa foto?

Sonreí y rodeado por su aroma, cegada por su mirada, deje que se adentrara en mi cuerpo su imagen.

Me enseñó todas las fotos que había hecho, no sólo aquella inaugurada mañana de sol, sino las de la tarde que mi mente robó su aroma. Cada imagen congelada iba acompañada por una de sus librescas descripciones, que yo escuchaba atontada. Algunas eran tan divertidas, que mi risa creí acabaría alertando a la tripulación de guardia del navío, pero no lo hizo, y solo consiguió que esa mirada de acero oscura destilara la ternura que mi mente ya había imaginado la tarde anterior mientras le observaba.

En algún momento de aquella conversación, no sé cual, me enamore de él. En silencio, mientras escuchaba su voz de terciopelo. Durante ese largo día de navegación los encuentros, no tan casuales, nos hicieron pasar largas horas juntos. En el desayuno me relató parte de su historia, que fue desgranando en el paseo por cubierta, después, en el simulacro de salvamento al que asistimos, como manda las ordenanzas del mar, mas tarde, en la fila de la comida, tras otro encuentro casual; En el té de la tarde, después de la siesta, en la que soñé con él; en el atardecer que contemplamos juntos aquella tarde maravillosa.

Alex era( y es) un norteño de la piel de toro, viajero y aficionado a la fotografía, a los versos y al vino. Natural de un pueblecito con mar, empezaba una nueva vida en el mismo lugar al que yo dirigía mis pasos y quizá fue el azar o los augurios del bretón loco, lo que nos hizo cruzar las estelas dentro de ese gran blanco de cubierta verde con piscina acristalada. Amable y reservado, le gustaba poco hablar de sí mismo y sin embargo en sus silencios y miradas perdidas en el horizonte, aprendí a intuir frases enteras de su vida de sabor amorgo. No había sido fácil la vida para él y había una sirena que atormentaba aun su sensible oído. Pero esa historia, la oiré o no, sí él me la cuenta.

Al ocultarse el sol en el océano, parece que el viento, desaparecido el astro, muerde la carne más fuerte, erizando el cabello y la sensación de pérdida, a veces hace que se sientan necesidades de abrigo. Justo en ese momento mágico, con la brisa soplando del oeste-suroeste, me abracé a su piel de junco apoyando mi cabeza en su hombro derecho. Su calor me inundó penetrando hasta los huesos, lo que hizo que me arrebolara sonrojándome. Él no dijo nada, en silencio, como había estado mientras el barco solar se sumergía muriendo, rodeó mi cintura con su brazo, haciendo resbalar mi cabeza hasta su pectoral, donde más abrigada, pude sentir su aroma, tan de cerca, que estuve a punto de desfallecer.
A tientas, con los ojos cerrados, busqué su boca con la mía hasta topar con sus labios carnosos y húmedos que recibieron a los míos oprimiéndolos. Nuestras lenguas hablaron entre saliva para multiplicarse, acelerando su conversación, transformándose no ya en políglotas sino en universales. Extasiada por el frenesí, de pronto no fueron ya dos lenguas, sino una sola, que hablaba de dioses antiguos y olímpicos coronados de verdes laureles.

Cuando abrí los ojos, me vi reflejada en el espejo oscuro de los suyos, un pánico atroz me invadió. Quise correr lejos, encerrarme en el camarote, hasta que terminase la singladura, sin sueño, ni horas. Inmediato, paro no tener que explicar, que contar, que hablar de mí, de mi historia sonrojante y triste. Pero no podía moverme. Era como si de repente toda la fuerza hubiera abandonado mi cuerpo y al hacerlo me dejara a la intemperie entre sus brazos, entre sus ojos, entre su aroma de dios heleno.

¬ Gracias¬ dijo aprentándome contra su pecho.¬ Había olvidado lo dulce que saben los besos.

Esperé a que la brisa inspirase mis palabras, pero nada acudió a mi mente y le abracé con fuerza rebujándome en sus brazos de terciopelo. Por fin llego algo con el viento desde mi corazón y hablé.

¬ Gracias a ti. Yo había olvidado que los hombres sensibles saben y huelen a primavera.¬ me ruboricé al decirlo, pero me daba igual. Por primera vez en meses quería decir lo que mi pecho albergaba sin preguntarme sí sería entendido.

¬Tengo el frio metido en las venas, Verenice¬ Dijo mirando al mar¬ Hay tantas cosas que ahora se deshilachan en mi vida, que tengo la sensación de que tú desaparecerás huyendo de mi lado al conocerlas.

¬ No eres el único ¿sabes?, ahora mismo huyo para encontrarme a mí misma en algún lado. Hay tantas cosas que se han fracturado en mí, que creo, puedo romperme si echo a andar y sin embargo necesito andar o me moriré. No voy a huir. Ya no.

¬ No sé si podré ser tu guía en nada. Ni siquiera sé si me dirijo a algún sitio. Ahora sólo la inercia del desesperado mueve mis pasos.

¬ Quizá no necesite gurús, ni guías, ni maestros de nada. Solo necesito alguien que entienda, alguien que sea mi amigo. Alguien en quien confiar y que no me mienta, ni se mienta a sí mismo.

¬ No miento bien, Verenice. Yo no busco amigos. Soy el amigo idóneo de todo el mundo, pero el que carece de amigos sinceros para él mismo. La soledad me acompaña por ser leal y saber escuchar sin juicios. En mi camino he aprendido que ya no quedan más que aliados temporales que tienden a caerse con el paso de los años o los infortunios.

¬Entonces, creo que me has encontrado. Yo quiero un compañero que entienda de soledades. Alex, ¿sabes soñar?

¬Se me ha olvidado cómo hacerlo, o más bien, tengo miedo a soñar con quien no debo. Los sueños hay que elegirlos bien, así como con quien soñarlos, ya que de lo contrario se convierten en pesadillas.

¬ Puede que se eso sepa bastante. Acabo de despertarme de una. Quizá llevo soñando pesadillas demasiado tiempo y necesite despertar de una vez. No quiero más sueños repetidos que me hieran. Quiero soñar despierta. Quiero cumplir mis sueños.

¬Por seguir sueños, me veo ahora aquí. Soñar requiere de tenacidad para algún día hacer realidad lo soñado. Sin embargo nadie quiere ser tenaz, ni siquiera constante. Sólo cómodo. Comodidad que no transgreda con los ideales establecidos.

¬Los modelos establecidos son irreales, ficticios. Nos los imponen para controlar nuestros sueños. Nos hacen desear cosas que no necesitamos y que reemplazarán los ideales que nacen en nosotros.

¬ Inventemos entonces. Reinventemos todo. Creemos un mundo a nuestra medida, en el que la realidad seamos sólo tú, yo y lo que hagamos a partir de ahora en él. Seremos los pintores que mezclen los colores de la palestra, con cuidado, con dedicación y capa a capa el lienzo que nos ha unido.

Hubo un silencio, para nada incómodo, en el que escuchamos el sonido del mar traído por el viento. El retumbar de nuestros corazones silenciando todo a nuestro alrededor y podría haber llegado el fin del mundo que no nos hubiera importado lo más mínimo. Por fin nos miramos, descubriendo una ternura no escrita, ni descrita por poeta alguno y agarrados de la mano, paseamos por la cubierta hasta el interior del barco.

No queríamos separarnos y no lo hicimos. Esa noche ninguno de los dos descansó en su litera del camarote compartido, sino que permanecimos en la sala de la cafetería de proa hasta que el amanecer nos sorprendió abrazados y en silencio.
Lo primero que recuerdo de aquel paraíso que me daba la bienvenida fue la luz. La luz nacida a borbotones en un amanecer rojo desaforado, que en las primeras horas de la mañana es tanta, como en el mediodía de mi Bretaña natal. El mar a esa hora es un espejo que devuelve los rayos solares y más que azul, parece dorado, con miles de estrellas titilando en su superficie.

Con las primeras luces y el atraque en el puerto de destino, vendrían nuestras respectivas odiseas personales, pero Alex y yo habíamos decidido ya, ser argonautas del mismo trirreme y el intercambio de coordenadas y direcciones fue sólo el primer paso.


Desde el pequeño apartamento que alquilé no podía verse el mar, pero sí a mi hombre del ocaso, a diario. A cambio instalé una lámina de 120 x 90 en la que un fotógrafo, de origen italiano pero residente aquí, había inmortalizado un océano impregnado de azules y blancos, salvaje, entre oscuras y agrestes rocas volcánicas.
Ahora tengo la certeza de que sale el sol a diario, lo sé porque me despierto con él. Lo que algunos tildarían de locura, es precisamente lo que hacemos. Somos dos locos que viven de amor. Ambos hemos empezado de nuevo, escribiendo pequeñas frases en el libro de tapas de cuero, que adquirí en el puerto que nos unió. No siempre es tinta, algunas veces saliva o lágrimas rodeadas de abrazos. Y dialogo. Dialogo y dialogo y hablar hasta aburrir a las paredes pintadas de ocre claro. Nunca los silencios han interrumpido la comunicación entre los dos, sino, al contrario, pues quien ha conocido el dolor que proviene de ellos, hirientes, como puñales que son, nunca esgrime ese arma contra quien ama realmente. Ni ese ni ninguna otra. Pues de Alex estoy aprendiendo a desarmarme por completo y armarme de amor desnudo y verdadero. De los universos interiores, pocas son las preguntas que ambos nos hacemos. La respuesta son nuestros actos y el amor que dimana de ellos.


No sé si ésta historia será feliz, si durará más o menos, si nos querremos toda la vida y más allá, pero sí sé que recibí contestación a la postal que mandé a cierta taberna de Paris.


<< Sueña y vive y llora y ríe pero vive Verenice, vive.>>


Joss. Breizh



Por ellobo que camina.


Nota el autor: Aunque el nombre griego Berenice se escribe con la segunda de las consonantes, existe otra variante: Ésta que se emplea en el relato. Con su inicial, que quiere denotar: Victoria, Vida, vivacidad, vitalidad, vigor, viaje, vivencia, viento, valor, que hacen falta para ser libre en cuerpo y mente.

4 comentarios:

  1. Luego de regresar de una cenacon amigas, un te de por medio, mis compñaeros perrunos de compañia, vengo a visitarte descubriendome absorta en la lectura, tu hogar de letras que me mantiene arraigada sin pausas como un film que disfrutas entre emociones, a veces asintindo con la cabeza, otras una lagrima y resguardando estas palabras " Inventemos entonces. Reinventemos todo. Creemos un mundo a nuestra medida ""
    Es allí donde tambien me descubro felizmente viva y con esos valores de dicha nota de autor, Wolf, gracias por compartir, por crear en letras una red delicada que atrapa al lector gustosamente, te envío un cálido abrazo que te llegue en tu mañana, mi taza de te se enfrio, pero he disfrutado de buena lectura.

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  2. El lobo agrace tus lecturas de asidua visitante. El paraíso no depende de los ojos que lo mirán( que también) sino de la mente que lo imagina, siendo capaz de conjugar imagen y sueño en el mismo espacio.
    Que tus sueños sean propicios, Colibrí, el lobo te envia abrazos afectivos con su aullido estepario.

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  3. Una historia preciosa "sin palabras" con eso creo que digo todo...;)

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  4. Gracias, Esencia. Al decir todo sin palabras, dejas al lobo sonriendo en la proa del Fortuny.
    aullidos afectivos y besos de algas atlantes con aliseos.
    8-)

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