jueves, 17 de diciembre de 2009

Cuentame la guerra.



El niño se adentro en la alacena furtivamente y a oscuras acarició el objeto de su deseo. Su pequeña mano se deslizó por el frio metal hasta llegar al cerrojo, luego pasó la palma suave por la vieja madera oscurecida de la culata y cuando iba a empuñar el arma, la luz se encendió dando vida a los objetos que yacían en estanterías y suelo. El corazón acelerado por la emoción prohibida descarrilo, haciendo que la sangre dejara de acudir a los vasos sanguíneos y un ligero rielar de rodillas indicó, a la figura seria de la puerta, la proximidad de las lágrimas.
Asiendo de la mano y sin mediar palabra Tomás Lobo condujo a su nieto al pórtico de la casa, donde el sol apuntaba con sus rigores de estío al medio día. Ambos se sentaron en la fría piedra de un poyo protegidos por la sombra, que el balcón de la casa ofrecía. De una caja metálica, Tomás extrajo la picadura de ocres hojas de tabaco que su amigo holandés traía de estraperlo de allende los mares. La habilidad de la costumbre hacía que pudiera llenar la vieja pipa, sujeta a la mano de estribor, sin apenas mirarse aquellas manos ajadas que dejaban entrever una vida llena de trabajo y esfuerzo. Tomás se colocó la pipa en la boca y sacando un fósforo la encendió aspirando profundamente.

-¿sabes hijo? Debí deshacerme de ese viejo fusil hace años…

El humo de una bocanada voló por aire tórrido de la tarde formando un círculo perfecto que Damián siguió con la mirada hasta desintegrarse.

-yo…Yayo yo, solo quería…

-Ya hijo, lo sé. Esos chismes tienen atracción para vosotros, además con esa condenada caja tonta, que no hace más que mostraros a todas horas los usos violentos que los hombres hacen de ellas, no me extraña que acudieras a su reclamo.- bajando la mirada certera hasta encontrar los ojos acuosos del niño, sonrió levemente, luego clavó los ojos en el horizonte nuevamente y continuó hablando.

-Esos trastos no son nada buenos, ¿sabes? Cuando yo era niño, mi padre dejaba que tras las batidas de caza, limpiara la escopeta. Era un arma italiana de dos cañones, tal alta como yo por aquel entonces, algo así, como te pasa a ti con ese viejo trasto. Yo los veía cada domingo partir antes del alba con las realas de perros aullando, embutidos en abrigos, botas altas y gorros con orejeras. De haber podido entonces, habría ido con ellos a la gran aventura de la caza, por esos montes llenos de alimañas feroces que en los cuentos la abuela me contaba. No tu abuela, Damián, si no la mía, esa señora seria del cuadro de la sala.
Por aquel entonces yo jugaba a la conquista de España, que Don Severino el maestro, nos narraba en los días que el trabajo en el campo nos permitía ir. Modernos Mío Cid que escopeta en mano acaban con los moros, descreídos de Dios.

-Abuelo, ¿tú has disparado mucho la escopeta?

-Si, hijo, quizá demasiado. Pero deja que te siga hablando de aquellos días. Con el primer bigote pude acompañar a los hombres en las batidas, para llevar la bota y el almuerzo que nos preparaba la abuela antes de que nadie en la caso estuviera levantado. Yo bajaba en silencio y la ayudaba o simplemente me quedaba mirando cómo se multiplicaban sus manos sobre fogones sartenes y perolas. Ese día descubrí que la aventura que mi mente había imaginado, no era del todo agradable. Tras largas horas de avanzar penosamente por los bosques, ascendiendo collados para luego bajar y subirlos de nuevo y llegar a los solitarios puestos de caza, donde se te entumece el cuerpo y luego de la espera, ni siquiera saber si la presa que los perros azuzan pasará por allí. Ese día tuve suerte y el tío Aurelio junto al que me quedé, abatió una jabalina enorme.
La bestia corría desesperada entre los helechos hasta que la escopeta furiosa descerrajó dos tiros a bocajarro. Aun veo la cara peluda de sorpresa de aquel pobre bicho y como tras un chillido atroz que me heló la sangre, cayó desplomada sobre el frio barro. Detrás de ella iban tres pequeños rayones, ¿sabes? los cerditos salvajes cuando son crías tienen unas franjas oscuras en el lomo que los camufla con el entrono, por eso se les llama así. Tú tío que se presumía contento me miró pálido y cari acontecida no pudo más que confirmar la muerte del animal.

-Esto no está bien, Tomás, no está nada bien. – me dijo moviendo la cabeza a ambos lados.
Pero hubo suerte y entre los dos pudimos capturar las asustadas crías que pegados a la ensangrentada madre no paraban de chillar.

-.Aquellos rayones crecieron en el establo junto a las bestias y tu abuela, el tío y yo cuidamos de ellos. Para entonces, nos seguían como si fueran otro más de los perros. Muchos de los niños de la aldea, sé que nos tenían envidia por ello. Juancho, y lupita sobrevivieron al primer invierno y se hicieron fuertes y habilidosos. No había mejor guardián que ellos en toda la comarca y además encontraban sabrosas trufas para nosotros; un manjar que en la época solo estaba al alcance de los señoritos de ciudad a los que nosotros se las vendíamos a precio de oro. Ellos, mis amigos peludos, tuvieron la culpa de que yo aborrezca tanto las monterías. Aun puedo oír aquellos lamentos, ¿sabes Damián?

-Yo no quiero ser cazador yayo- dijo el niño muy serio- yo quiero ser soldado para ir a la guerra.

-Claro hijo, como todos los niños. Jugar a la guerra que se termina sola, sin muertos, ni el horror de que viene después.

La guerra hijo, es la peor de todas las cosas. Es lo más parecido al infierno que los curas predican los domingos en el púlpito. Un lugar oscuro y frio donde los hombres dejan de serlo y se convierten en demonios, peores que las alimañas para el sembrado.

-¿Abuelo tú fuiste a la guerra?-el niño lo miraba con ojos chispeantes y ávidos de saber

-Si hijo mío, si. Estuve en la peor de todas: la que se celebra entre hermanos. Entre hijos y padres. Vecinos contra vecinos. Una guerra de fanáticas envidias, donde los buenos se confunden con los malos hasta el sub realismo, porque ninguna idea que mata es buena.
La guerra es hambre para el que lucha, es miseria y muerte. Roba a los hombres lo único que tienen: la vida, para enriquecer a uno pocos. En la guerra solo luchan los pobres y los enfermos de sangre, que creen en las mentiras que los promotores de guante blanco fabrican, a sabiendas de que ellos gobernaran el caos que acontecerá después. A algunos les sorprende sin querer y se ven abocados a luchar a la fuerza a riesgo de que lo maten los partidarios de uno u otro bando. Porque, hijo, lo peor que puede hacerse si llega la guerra es permanecer neutral. Se ha de pertenecer por fuerza a un bando y sin embargo los países que permanecen pacíficos se hacen ricos.
Cuando estalló la guerra, los que pudieron y tuvieron medio para hacerlo, viajaron al extranjero con los bienes que pudieron sacar del país. Los pobres no teníamos más remedio que quedarnos, amarrados al terruño que nos vio nacer. Los más aguerridos no tardaron en hacerse voluntarios e incluso llegaron idealistas de otros países a combatir no sé qué doctrina. Yo nunca agradeceré suficiente a la abuela que me ensañara a cocinar. ¿Sabes? Al principio todos me tenían por un ser extraño y afeminado siempre enfrascado en los libros de mar y viajes, incluso los mozos del pueblo, pero al llamarnos a filas, ellos portaron fusiles como el de la alacena y yo, tu abuelo, las perolas y el cucharon de madera. En la guerra se ha de comer y posiblemente el soldado sea el que más hambre pase de todos, sobre todo si está en el bando perdedor. En la cocina uno aprende a ver la verdadera naturaleza de los hombres. Hay algunos que tienen el corazón oscuro como la noche, hijo, y sin embargo hay otros que pasando ellos hambre, comparten generosamente lo que tienen sin atesorar para el mañana su riqueza, pero esa nobleza no la da la guerra, sino que la roba.
Lejos de los brillantes uniformes y medallas, de los desfiles y la arenga general, la guerra, es oscuridad. La guerra transforma todo lo bueno que somos y lo podríamos llegar a ser en maldad y egoísmo. Lejos de banderas en el frente se combate por y para sobrevivir un día más. Para poder ver de nuevo a los seres queridos. Es allí donde uno aprende a apreciar el abrazo de los amigos, el calor tierno de las miradas de aquellos que nos aman. El vuelo de una paloma, la gota de lluvia que moja despacio la tierra. Uno ve la vida como algo vivo realmente, algo que se mueve dentro de nosotros y nos empuja al abrazo.

-Entonces yayo, ¿tú no has matado en la guerra?

No hijo. Ni una sola bala ha salido nunca de ese fusil para matar a nadie. Con él cazaba animales en los bosques y así poder sobrevivir; pues el rancho que los altos jefes dan a los soldados, hijo, es la peor de las comidas. La más pobre de las recompensas a quienes darán su vida. Mientras ellos en su reservado comedor beben y engordan, en el frente se pasa hambre y sed. Pero el abuelo hacía sopas de raíces, estofado de cualquier animal condimentado con cualquier clase de hierba aromática que pudiera recoger en las cercanías, pues en la guerra uno come lo que puede sin pensar en nada más. El espliego, el tomillo, la hierba buena… Pero a pesar de no haber disparado nunca contra un ser humano, hijo, he mirado de cerca a la muerte.
Por las mañanas antes de los combates, veía reír a los hombres y bromear, pero a las noches, si miraba con atención, ya no veía los mismos rostros alegres. Muchas de esas caras desaparecían para siempre, y otras nuevas las sustituían. En los días sin batallas, había momentos que alguien recordaba alguna anécdota divertida y todos reíamos hasta caer en la cuenta que los protagonistas ya nunca más volverían de la guerra. Eso, hijo, es lo más duro. Es lo que nos quita la guerra. Al hermano, al amigo, al desconocido que sería nuestro camarada de no mediar las fronteras inventadas que nos separan. Nos priva de la felicidad de la risa, de la naturalidad sembrando caras serias y pena.
Aquellos que han regresado de la guerra, en cualquiera de ellas, en cualquiera de los bandos, jamás vuelve a empuñar un arma contra un semejante. Cuando uno ha vivido la miseria, ya no quiere regresar a sus garras y cuando habla de esos días, no habla de héroes ni pedestales. No habla de lo que los libros cuentan como anécdota repleta de cifras y mapas. No. Ellos hablan de carne y huesos fracturados, de frio, de dolor, de olor a sangre coagulada, pero sobre todo de olor a miedo. Ellos cuentan lo que sus ojos callan, pues lo que uno tiene que ver en la guerra, a veces es motivo de los peores sueños, que regresan en cada uno de los días que se habrá de vivir. Los sueños que adelgazan el espíritu.

-Abuelo lo que cuentas es triste y me da miedo…
Abuelo, dime ¿tu ganaste la guerra?

-Claro hijo. Todo el que sobrevive para contarlo gana la guerra. Independientemente de si está o no en el bando vencedor. De los nuestros, hijo, solo tu Tío y yo salimos vivos. Después de la guerra, cuando los cañones cesan y las bombas callan, deviene la otra guerra: la del odio. Porque los que vencen, vengan muertos en los que quedan vivos. Vienen las envidias, los robos, porque son muchos los cobardes que se hacen ricos a expensas de la vida de otros. De trabajar, hijo, pocos son los que se hacen ricos y la guerra es la forma más rápida de hacerse rico si se es el vencedor. El perdedor no tiene derechos, ni bienes, ni honra.
Nosotros cuando fuimos liberados después de reconstruir con nuestras vidas lo que ellos habían roto con sus bombas, vinimos al mar y no hicimos pescadores. Siempre hay barcos para los marineros y todos necesitan cocinero. Al principio tu tío yo nos embarcábamos juntos, pero las miserias que la guerra siembra en los hombres, pronto me privo de mi única familia. Una mañana amaneció frio. No le mataron las balas pero con el tiempo le alcanzaron aquellas que dañan sin que se vea la sangre.

-Abuelo, creo que ya no quiero ser soldado. Ya no quiero ir a la guerra, debe ser un sitio sucio y demasiado triste…

Tomás no se lo dijo, pero esas palabras causaron honda impresión y una lágrima afloró a sus glaucos ojos.

-Me alegro hijo, me alegro. ¿Sabes una cosa? La mar es mucho más hermosa, ven vamos a ver lo que hace y si quieres, te contaré historias mucho más divertidas que las que hablan de soldados.


Levantándose de la piedra, abuelo y nieto caminaron por las calles estrechas que bajan al puerto, donde a la orilla de la mar esperaba inquieta una vieja dorna pintada de azul y blanco: La odisea. Y en ella subidos olvidaron la vieja arma que desde entonces ya no cuelga de la viga de la alacena, sino que lo hace vigilada por erizos, rayas y caballitos de mar encima de alguna roca de las que pueblan los fondos de la mar.


Por el lobo que camina.

2 comentarios:

  1. Manten la llama de la primera sonrisa,
    la caricia innata del abrazo que precises,
    lo increible del sueño que te rima
    y la tinta que tu siempre necesite.

    Manten la fuerza vestida de alerta,
    la puerta abierta a los días de sol,
    el aroma en flor que tu alma lleva
    y la luna llena para noches de amor.

    Manten el paso en senderos verdes
    esperanzas fuertes donde el cansancio es más,
    la mirada vital latiendo en siempres
    y que el corazón se llene de Navidad.

    GRACIAS POR APOYAR MI BLOG GRACIAS POR ACOMPAÑARME.

    ESENCIA

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  2. El corazón del lobo no está abierto a la navidad y sin embargo todo el año deja que se adentre, como el viento fresco, el amor y los buenos sentimientos.
    Con todo muchas gracias por el poema que amable me regala, y por inesperado, el lobo agradecido dedica a vuesa mercé su aullido de afecto más sincero.
    G.L.G.

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