domingo, 31 de enero de 2010

Amor sin nosotros




*Imagen Mónica Castanys esperando el verano.

A veces me equivoco, pero ¿cómo comprender a los hombres? He conocido bastantes desde que salí de casa para estudiar la carrera, no la que mis padres querían, aunque ahora eso es lo de menos. En todo ese tiempo he visto patrones de conducta repetirse una y otra vez. Al principio crédula de mí, me ilusionaba con las palabras y deshojaba una margarita muerta antes de nacer. Luego aprendí que somos nosotras realmente las que decidimos cuándo, cómo y con quién y desde entonces el cuento lo narro yo a mi modo, con mis tiempos, con mis normas, pero sobre todo con mi verdad, sea ésta efímera o no.

La verdad. Esa sí que es buena. ¿Qué es la verdad? Todos tenemos una verdad o varias según nuestra conciencia, en el caso de que se tenga, claro. Yo me adapto a la verdad de cada momento y con las circunstancias que en el instante de ser vividas me sugieran. Pero iré al meollo de la historia sin más preámbulos.
¿Cómo lo conocí? En la cola que expendía los billetes de aquel barco. Una sala atestada de gente de varias nacionalidades, ataviadas con ropas multicolores unos, otros más clásicos, pero en sus caras la misma expresión desorientada. Para no variar había dos filas de personas que aguardaban su turno en la ventanilla de venta de pasajes. Con la información de los carteles que presidían éstas, cualquiera se hubiera equivocado salvo el funcionario- e incluso ni eso. Llegado mi turno el amable señor de la ventana me informó de la equivocación, sugiriéndome el cambio de fila con una sonrisa cínica y allí estaba él, Con esa mueca que ocultaba su dentadura y aquellos ojos azabaches, que en su rostro afilado, eran solo dos puñaladas alegres al reírse. Era alto y esbelto como un junco a la vera del río. Ligeramente musculado pero no demasiado. Sus antebrazos relucían seguramente como el pectoral de bronce debajo de su camiseta marinera y el cabello caía perezoso sobre los hombros. Con un aire bohemio aparentaba ser algo más mayor de lo que en realidad era, encontrándose en la medianía de los treinta. El me miraba sonriendo y para cuando llegué a su altura me habló.

-Bienvenida a la cola de los confundidos, si te sirve de consuelo, el mismo señor me ha dicho lo mismo que a ti hace un rato. Afortunadamente tenemos tiempo de sobra y bien mirado se está aquí mejor que en la cola de embarque. El aire acondicionado es la clave.

-Será una broma – dije- aquí no hay aire y mucho menos acondicionado.

- Por eso mismo, el aire está acondicionado a la masificación de las colas, los fluorescentes, y ligeramente retocada por el ventilador que los del interior de la ventilla tienen encendido solo para ellos. Es además el sitio perfecto para practicar la tolerancia.

Mientras nos presentábamos rompiendo la barrera de los nombres bromeábamos acerca de casi todo, funcionarios incluidos hasta que llegó el vendedor de cupones a molestarnos. El se moría de la risa aparentando seriedad y es que a mí se me pegan todos los pelmazos en una milla a la redonda. Lo segundo que me sorprendió de aquel hombre aparte de su peculiar sentido del humor, fue la facilidad elegante que tenía para desembarazarse de los moscones cruzando silencios con palabras certeras. Era como un mosquetero de la palabra y dibujaba en el aire símbolos de interrogación inteligentes que maniataban a los incautos que no piensan lo que dicen y solo parte de lo que hacen. Aquel pobre vendedor se fue con una sonrisa, sin vender un solo cupón y masticando unas palabras, que al llegar a casa, había de buscar en el diccionario si es que su escasa memoria las recordaba. Pero aparte de eso, no podía creerme que un hombre fuera más cercano y menos zafio que él. En todo el tiempo que estuvimos conversando, y me fijé bien, no miró ni una sola vez hacia el pico de barco de mi suéter verde, donde izados por el sostén, mis pechos enhiestos saludaban generosamente turgentes. Al principio me molestó, he de decirlo, imaginando que su motivo era la falta de interés en las personas de mi sexo, pero en aquella mirada inescrutable, de alguna forma, intuía que no era así.” Sentiment du fer”(*) que tiene una y sin embargo me desconcertaba esa mirada clavada en la retina de mis ojos, como si sondease los secretos que atesoran, desnudándome el alma, cuando yo solo quería que me desnudase el cuerpo, como todos. Así podría iniciar una apertura con gambito de dama al oponente distraído en mis embaucadores caballos rampantes. Pero aquel jugador se empeñaba en mantenerse atento a la estrategia del combate, adelantándose a mis movimientos.

No volví a verlo hasta después de zarpar, cuando al dejar la maleta en el camarote compartido, fui a dar una vuelta por la cubierta. La mar era una sábana azul por la que galopábamos dejando tras nosotros la polvareda blanca de la espuma; él estaba cerca del puente, junto a uno de los botes salva vidas observando el sol en su viaje hacia poniente, mientras apoyaba los antebrazos en la barandilla blanca. En su mano derecha portaba una máquina fotográfica, asida con la delicadeza que un niño atesora un ave entre sus manos y que uno tiene la sensación de que puede echar a volar en cualquier instante. Sin apercibiera mi presencia pude observarlo en estado puro, relajado, indefenso y comprobar que en su naturaleza tranquila afloraban de vez en cuando negras sombras que cruzaban su rostro, como un cielo en el que nubes aisladas, ocultan el sol.

Los viajes en barco tienen el encanto adecuado para vivir historias de amor en primera persona, salvo si el oponente se enroca en el juego lento del conocimiento. En efecto aquel hombre escuchaba no solo lo que le contaba, sino que también lo que mi cuerpo decía sin mi consentimiento, por eso aquella tarde, en la que yo busqué el calor de su cuerpo, ese que desprendía como un horno de la fábrica de ladrillos refractarios y que podía sentir tan próximo que me quemaba la piel, en vez de su tacto de seda al echarme hacia atras, encontré su sueter de algodón naranja que amable me tendía. Su mano temblaba y en la mejilla intuí un leve rubor que a pesar de sus esfuerzos concentrados en el horizonte se filtró hasta mí. En la despedida que nos llevaría al camarote, donde presos nos pensaríamos abrazados, pude ver en sus ojos un brillo demasiado característico y no dudé en contonear mi cadera sabiéndome deseada, mientras me adentraba en el pasillo abarrotado de puertas y números fríos.

La mañana trajo más mar y un horizonte lleno de nubes detrás del cual, estaría nuestra isla neblinosa, real, en la que habríamos de perdernos en nuestras realidades cotidianas. Mientras nos acercábamos a ella, él me describía su mundo convulso relatándome parcos sucesos aislados de su vida y de su relato intuí, que aquellas frases, aquellos grupos de música, aquellos libros, autores y aficiones tenían una finalidad soterrada, como si quisiera sembrar un no sé que en mi interior. Cosa que de alguna manera me gustaba, pero me daba risa: era tan infantil. Por eso no me extrañó que me diera su correo electrónico, ni que me hablara de la importancia de los sueños, que son el alimento del alma. Era como si del pasado volviera a hablar con el profesor de filosofía del instituto, ese que adoraba los autores y el idealismo que alfabetizó Alemania rescatándola del sistema feudal.
¿Pero de qué sirve la filosofía en la cruda realidad? A pesar de verme a su lado como la niña que en realidad era, al tratarme con tanta igualdad, hacía que mi mente se planteara firmemente la evaluación de su sistema de prioridades y valores. Aquellas palabras idealistas contrastaban con el ser calculador y frio que desde lejos aparentaba ser, descubriendo islas de ternura manifiesta, que lo hacían más atractivo. No para mí, pero sí para el sentimiento de posesión que había despertado en mi interior.

Con la sirena sonando al aferrarse las amarras al puerto, el galimatías de gentes y enseres nos privó de una despedida en toda regla, afortunadamente, pues de alguna forma sabía lo que después llegué a oír de sus labios.
Con el primer correo y el intercambio de coordenadas telefónicas, aquel encuentro casual en un ferry se tornó en una historia de encuentros de fin de semana con resultado de amor. En la primera cita formal, rosas incluidas, me invitó a comer a orillas de ese mar que nos había unido. En el interior de la galería con vistas, su mano se acercaba más y más a la mía hasta asirla mientras sus ojos nerviosos no se apartaban de mi, como si hablasen un idioma que yo no quería entender. Me dejé llevar por su galantería, por las huachaferías que vertía en mi oído y por los malabarismos circenses que hacía en aras de conquistar mis sonrisas. Era bonito sentirse amada y deseada hasta morir. Aquella noche le dejé contar los lunares de mi cuerpo, uno a uno, mientras yo le distraía para que volviera a empezar. Pero siempre fui fiel a mí misma, y en las despedidas lejos de incendiar su romanticismo con frases cursis y vacías, le recordaba la precariedad de lo efímero, clavándole más de una espina a flor de corazón.

¿Cuál es el verdadero aguante de un hombre en estado de atontamiento amoroso? No tardé mucho en descubrirlo y tras nuestra primera discusión planeó la ruptura definitiva, pues él y su mundo no concebían otras formas de sentir, una vez deshecha la barrera de los nombres y los cuerpos sedientos. Era tan cuadriculado su amor...Tan previsible. Se acercaba a mí con sus manos llenas de regalos, no solo materiales; como aquel cuadro que pintó para mí. No lo hacía desde el instituto, y tras conocerme había retomado aquella afición a los lápices y carbones. Lo cierto es que era precioso, he de reconocerlo, por eso lo tengo colgado en el estudio junto al ordenador. Lo mejor que tiene enfadarse, es sin duda la reconciliación y él era un experto en hacer sentir a una como una reina inaugurada. Era capaz de borrar las huellas de esas palabras que dañan a veces las discusiones y no tener en cuenta ni una sola de esas comas que carcomen el amor.


Compartimos no pocos momentos de felicidad, de pasión y de magia, en los que él llevaba las riendas que yo dejaba libres, con galantería marcial, pero también con esa sensibilidad escondida y que tan solo yo sabía de su existencia. En poco tiempo su naturaleza reservada se diluyó dando paso a la familiaridad que precisamente yo quería evitar a todo costa. Aquel idiota, era otro de esos hombres que se enamora y cree en el amor, quizá por haber leído tanta poesía, como Alonso Quijano,novela de caballería: desfasadas entonces-como ahora-, con morales increíbles, caballeros fieles y honrados hasta la muerte.
Pensé que él, un hombre de su tiempo, inteligente y despierto como pocos, sabría leer en entre líneas mi comportamiento y que de todo lo nuestro, nada iba a durar demasiado, pero no.

Él quería todo o no quería nada. No se conformaba con tenerme de vez en cuando entre sus brazos, sin preguntas, sin reproches, disfrutando solo de los laureles que el sexo da a los amantes que se respetan. Un billete de ida al deseo, a los tiempos de piratas donde los mares de flujos nos abordan sin remedio, olvidando las preocupaciones mundanas de las parejas felices, porque la felicidad no siempre-nunca- se obtiene con el roce de los días, donde la rutina es culpable de extinguir el fuego del amor para tornarlo en cariño. Un cariño pedigüeño y hambriento, que nunca se sacia; un parasito que se acopla succionando la sangre, tan necesaria para izar esas velas del deseo sin fin, donde el gozo es el dios todo poderoso que nos absuelve.

Aquella tarde que por fin pudimos reencontrarnos, aplasté su ilusión de un certero mandoble. Esa glisada que me enseñase él precisamente y que jamás pensó que utilizaría en su contra. Mientras comíamos sentados en la terraza de aquel restaurante italiano, su rostro no dejaba de destilar pequeñas lágrimas que buscaban su boca, como solía hacer yo, y que a pesar de las gafas de sol, podía ver precipitándose por las mejillas afiladas.

Era muy pronto para ser tarde y con el billete de vuelta reservado para dentro de varios días, no le quedó más remedio que dormir en mi casa aquella noche. Nos acostamos juntos e hicimos el amor. Nos deseamos por última vez y yo pude sentir su enjuto cuerpo de largos y apretados músculos contra el mío. Sudorosos ambos, entregados al sexo sin remedio, sin esperanza, y quizá precisamente por eso, nos quedamos dormidos fundidos en un abrazo.

La mañana entró por la ventana despiadada anunciando el nuevo día. Un sol aun raso pero radiante iluminaba el cielo; un cielo que hablaba de despedidas. Me desperté con sus ojos acuosos acariciando los míos y de improviso, sin dejarme tiempo a reaccionar me besó despacio.

-Dímelo, dímelo…- repetía muy quedo a mi oído sordo rozando la desesperación.
Con una maniobra envolvente me puse encima apoyando la barbilla en su torso desnudo y comencé el juego para avivar los fuegos del deseo, pero sus ojos se clavaron en mi como dos espadas de puro hielo y desistí.

Su expresión se tornó en acero y apartándome de su lado con delicadeza se levantó. Una a una se puso las prendas de ropa de espaldas a mí, que divertida, observaba la escena, para luego desaparecer por la puerta lacada en blanco del dormitorio, como los navíos que se hunden en aguas someras. No le di importancia porque sé lo poco que cuesta reconquistar a un hombre que te ha amado, pero entonces no conocía la obstinación como ahora.

Lo castigué con una semana sin noticias ni llamadas y cuando por fin hablamos, noté que el desamor lo estaba devorando. Ese desamor que me había contado padecía siempre, y que ahora yo alentaba empujándolo hacia la cornisa del acantilado, para que al borde, pudiera ver a lo lejos la sábana abierta de mi cama, que no conduce al corazón; pero como aquel odioso día, no solo rehusó el encuentro, sino que colgó dejándome palabras como puñales clavadas en el pecho.

No supe más de aquel idiota romántico y eso que lo intenté, pero había desplegado el olvido, como una vez dijo que haría si lo dañaba. Realmente no quise dañarlo, no. Pero me parecía increíble que hubiera por el mundo personajes de novela como él. No eran ciertas sus palabras. No podían serlo, como no eran ciertas sus huachaferías, ni las rosas perfumadas. No. No podía ser cierto que quisiera hacerme reina de su convulso mundo de poemas. Quizá solo se trato de conocer a destiempo al hombre adecuado. Si fue eso. Si aquella niña de diecinueve años que salió de su casa para estudiar, se hubiera encontrado entonces con él, sé que el amor hubiera sembrado los jardines del tiempo. Como esos -jardines- que en la alhambra miran las cumbres de Sierra Nevada y sus flores anegan el ambiente como las fuentes cristalinas que nutren sus raíces. Pero no fue así y nada volverá a ser lo que fue, porque todo cambia- no sé si a peor- y la vida discurre por donde ella quiere, sin hacernos caso, sin preocuparse de nuestros sentimientos ni necesidades. Sin nosotros.

Yo seguí con mi vida, sin remordimientos. Aguardando el siguiente navío que la marea había de traer hasta el mí puerto lascivo, -y llegó pronto- porque es eso y no otra cosa lo que de los hombres pretendo: Que me deseen, con respeto, sin hacerse castillos, ni estatuas, ni heroínas de leyenda. Sin poemas del siglo diecinueve.
Ahora tumbada entre las sábanas sudorosas de mi cama, me ha venido a la cabeza ésta historia, no porque en el mes y medio que duró lo nuestro hiciera mella en mí. No. Ni arañase esquirlas de amor del interior de la mina insondable de mi corazón racional. No. Solo he recordado, que es la hora de hundir otro barco, y que sepa el gavilán que su roedor, era una serpiente enroscada que la maleza disfrazaba bien.

Por el lobo que camina.

4 comentarios:

  1. vaya,que buen relato! me gusto...
    un saludo
    lidia-la escriba

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  2. Gracias Perenne Lidia.
    Aullidos y saludos escriba

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  3. De nuevo me embaucaron tus letras. Me envolvieron.

    GRACIAS

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  4. el lobo celebra que así sea, flor de la Araucaría, gracias amable por leer la lobunada.
    Aullidos y saludos

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